La magia fluyó por Raistlin y estalló en la yema de sus dedos. Abrasadora, cruzó el aire. El hechizo golpeó el escudo del arco iris y lo deshizo. La espada de Tanis no encontró obstáculo alguno. Wyrmsbane atravesó el peto negro hecho de escamas de dragón de Ariakas, se hundió en la carne y arañó el hueso. La hoja atravesó el pecho del emperador.
Ariakas rugió, más por la sorpresa que por el dolor. La agonía de la muerte y la conciencia de que iba a morir acompañaron su último aliento. Raistlin no se quedó a ver el final. No le importaba quién conseguía la Corona del Poder. Por el momento, la Reina Oscura estaba concentrada en la batalla. Tenía que escapar en ese mismo momento.
Pero el potente hechizo que acababa de conjurar lo había dejado muy débil. Ahogó un ataque de tos con la manga de la túnica, agarró el bastón y cruzó el puente, corriendo hacia la antecámara. Casi había llegado a la puerta cuando un grupo de guardias draconianos se interpuso en su camino.
—¡Id a por el asesino! —gritó Raistlin, haciendo gestos—. Un hechicero. Intenté detenerle pero...
Los draconianos no perdieron un instante y empujaron a Raistlin a un lado, estrellándolo contra la pared.
No tardarían en darse cuenta de que los habían engañado y volverían. Raistlin, en pleno ataque de tos, revolvió en la bolsa hasta que sacó el Orbe de los Dragones. Apenas le quedaban fuerzas para recitar las palabras.
Lo siguiente que sabía era que estaba delante de la celda de Caramon. La puerta estaba abierta y la celda vacía. Una mancha chamuscada en el suelo era todo lo que quedaba de un draconiano bozak. Un montón de cenizas grasientas anunciaba el final de un draconiano baaz. Caramon y Berem, Tika y Tas habían desaparecido. Raistlin oyó unas voces guturales gritando que los prisioneros habían escapado.
Pero ¿adonde habían ido?
Raistlin maldijo para sí y miró en derredor, en busca de alguna pista. Al final del pasadizo, una puerta de hierro había sido sacada de sus goznes.
Jasla seguía llamando a su hermano, Berem respondía.
Raistlin se apoyó en su bastón y tomó aire trabajosamente. Al momento sintió que respiraba mejor y que iba recobrando las fuerzas. Estaba a punto de ponerse a seguir a Berem cuando una mano salió de entre las sombras. Unos dedos gélidos se aferraron a su muñeca. Unas uñas largas le arañaron la piel y se le clavaron en la carne.
—No tan rápido, joven mago —dijo Fistandantilus—. Tú y yo tenemos un asunto pendiente.
La voz era real y resonaba junto a él, no en su cabeza. Raistlin sintió el aliento cálido del viejo en su mejilla. Era la respiración de un cuerpo vivo, no la de un cadáver viviente.
La mano lo sujetaba con firmeza. Los dedos huesudos coronados por las largas uñas amarillentas se aferraban a su presa. No necesitaba verlo. Conocía su rostro tan bien como el suyo propio, o incluso mejor. En cierto sentido, aquél era su propio rostro.
—Sólo uno de los dos puede ser el señor —dijo Fistandantilus.
La piedra de fondo verdoso y vetas rojas brilló bañada por el Bastón de Mago.
35
La última batalla. El heliotropo
Raistlin estaba completamente desprevenido. Un segundo antes estaba celebrando su victoria sobre Ariakas. Apenas le había dado tiempo a tomar aire y había caído en las garras de su enemigo más implacable, un hechicero al que Raistlin había engañado, atacado e intentado destruir.
Raistlin se quedó embobado mirando el colgante que la mano cadavérica sujetaba. Cuando Fistandantilus estaba vivo había asesinado a numerosos magos jóvenes. Les absorbía la vida con el heliotropo y así obtenía su propia fuerza vital. Atenazado por la desesperación, Raistlin conjuró el único hechizo que se le ocurrió en ese momento. Era muy sencillo, de los primeros que había aprendido.
—¡Kair tangus miopiar!
En su mano estallaron las llamas. En el mismo momento en que recitaba las palabras, Raistlin se dio cuenta de que el hechizo no tendría ningún efecto contra Fistandantilus. El fuego mágico sólo quemaba a los seres vivos. Se sentía desesperado, se maldecía a sí mismo pero, para su asombro, Fistandantilus gritó y apartó rápidamente la mano.
—¡Eres de carne y hueso! —exclamó Raistlin, y sintió que recuperaba la esperanza. Se enfrentaba a un enemigo vivo. Tal vez fuera muy poderoso, pero podía morir.
Raistlin retrocedió y asió el Bastón de Mago con las dos manos. Le serviría de arma y de escudo. Recordó todas las veces que Caramon le había insistido para que aprendiera a defenderse con el bastón, y que él quería librarse siempre de las lecciones.
—¡Pronto seré tu carne y tu hueso! —repuso Fistandantilus, esbozando una sonrisa terrible con sus labios descarnados—. La recompensa de mi reina.
—¡Tu reina! —Raistlin apenas podía contener la risa—. La misma reina a la que planeabas derrocar.
—Nos lo hemos perdonado todo —dijo Fistandantilus—. Con una condición: que te destruya. ¿De verdad creías que se me pasaría por alto todo lo que hacías, todos tus planes? A cambio de tu muerte, me convertiré en ti. O sería más adecuado decir que habitaré tu joven cuerpo.
Observó con desdén la frágil figura de Raistlin y dejó escapar un resoplido.
»No es que sea el mejor cuerpo que he habitado, pero tiene un gran poder mágico. Y con mis conocimientos y mi sabiduría, te harás más poderoso aún. Espero que eso te sirva de consuelo en tus últimos momentos de vida.
Raistlin lanzó un golpe con el Bastón de Mago, con la intención de acertarle al hechicero en la cabeza encapuchada. Pero no era un guerrero demasiado hábil, al contrario de Caramon. El suyo fue un golpe torpe y lento. Fistandantilus esquivó el ataque. Agarró el bastón y tiró de él.
La magia del bastón crepitó. Fistandantilus lanzó un grito airado y el bastón salió disparado hasta el medio del pasadizo. Raistlin oyó el chasquido de la bola de cristal cuando el bastón golpeó el suelo de piedra. El resplandor de la magia perdió intensidad.
Raistlin giró la cabeza para ver dónde había caído el bastón. Retrocedió un paso, mientras buscaba bajo la túnica las bolsas donde guardaba el Orbe de los Dragones y los componentes de los hechizos. Fistandantilus descubrió sus intenciones. Señaló las bolsas y pronunció unas palabras mágicas. Como el hierro hacia el imán, así salieron disparadas las bolsas de las manos de Raistlin a las manos del viejo.
—¡Guano de murciélago y pétalos de rosa! —Fistandantilus tiró al suelo las bolsas con un gesto desdeñoso—. Cuando yo sea tú, no necesitarás ingredientes de éstos. El Señor del Pasado y el Presente será el creador de una magia sin igual. Qué pena que no vayas a vivir para verlo.
Fistandantilus extendió las manos, con los dedos abiertos, y entonó su hechizo.
—Kalith karan, tobanis-kar...
Raistlin reconoció el hechizo y se tiró al suelo. De las yemas de los dedos del viejo salieron disparadas flechas de fuego que pasaron siseantes por encima de la cabeza de Raistlin. El calor que irradiaban le chamuscó el pelo.
El Bastón de Mago no estaba muy lejos, pero no lo alcanzaba. El globo de cristal se había resquebrajado, pero seguía emitiendo la luz mágica. Raistlin vio que algo centelleaba.
Estaba a punto de estirarse para cogerlo, cuando oyó unos pasos detrás de él. Era Fistandantilus, que se acercaba para rematarlo. Raistlin gimió y trató de levantarse, pero volvió a derrumbarse en el suelo.
Fistandantilus se echó a reír, parecían divertirle sus penosos esfuerzos.
—Cuando yo ocupe tu cuerpo, Majere, perseguiré y mataré al imbécil de tu hermano, que ahora mismo está intentando llegar a la Piedra Fundamental. En sus últimos momentos desesperados de vida, Caramon creerá que su amado gemelo es su asesino. Pero eso ya no sorprenderá al pobre Caramon, ¿verdad? ¡Ya ha visto cómo lo matabas!