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Fistandantilus empezó a recitar un hechizo. Raistlin no conocía las palabras y no tenía la menor idea de qué efecto tendría la magia que invocaban. Algo espantoso, de eso no le cabía ninguna duda. Volvió a gemir y miró disimuladamente hacia atrás. Cuando Fistandantilus estuvo cerca, Raistlin estiró rápidamente las piernas y propinó una patada al viejo en las espinillas que lo mandó al suelo. El hechizo terminó en un grito incomprensible y un golpe seco.

Raistlin se echó hacia delante para apoderarse del pequeño objeto reluciente. Cerró el puño alrededor del Orbe de los Dragones y, tambaleante, logró ponerse de pie.

El sonido de una trompeta resonó por todo el pasadizo.

Fistandantilus no se molestó en levantarse. Se sentó en el suelo, se sacudió las manos en las rodillas y sonrió.

—Algún idiota ha tropezado con tu trampa mágica.

El viejo se sujetó la túnica negra con una mano y se levantó. Dio un paso hacia Raistlin y éste abrió el puño. Los colores del Orbe de los Dragones danzaron y se iluminaron, bañando con su luz todo el pasadizo.

—Bien, adelante, joven mago —dijo Fistandantilus—. Tienes el orbe. Utilízalo. Invoca el poder de los dragones para convertirme en un amasijo de carne sanguinolenta.

Raistlin miró el orbe y los colores que giraban en su interior. Torció la boca y desvió la mirada.

Fistandantilus esbozó una sonrisa macabra.

—No te atreves a utilizarlo. Estás demasiado débil. Temes que el orbe te atrape y acabe convirtiéndote en un loco baboso como el pobre Lorac. —Levantó el colgante de heliotropo.

»Te prometo, Majere, que no permitiré que eso pase. Tu final será rápido, aunque no puedo decir que no sentirás dolor. Y ahora, por mucho que haya disfrutado con nuestra pequeña pelea, mi reina necesita mis servicios en otro lugar.

Fistandantilus empezó a recitar su hechizo.

Raistlin apretó el orbe con fuerza. Los rayos de luz se colaban entre sus dedos: cinco rayos, cinco colores, cinco direcciones. Raistlin levantó la cabeza.

—Deja de conjurar tu hechizo, viejo, o estrellaré el orbe contra el suelo. El orbe es de cristal. Puede romperse.

Fistandantilus frunció el entrecejo. El hechizo murió en sus labios. Levantó el colgante y giró la mano.

A Raistlin se le encogió el corazón en el pecho. Lanzó un grito ahogado, pues le faltaba el aire. Fistandantilus apretó con más fuerza y el corazón de Raistlin dejó de latir. No podía respirar. Empezó a ver unos puntos negros cegadores y sintió que se caía.

Fistandantilus aflojó un momento la presión.

El corazón de Raistlin dio un salto, transido de dolor, y el hechicero pudo tomar aire. Fistandantilus volvió a apretar el puño y Raistlin lanzó un grito de dolor, antes de caer al suelo. El viejo se arrodilló a su lado y apretó el colgante contra su corazón.

El miedo, puro y amargo, se apoderó de Raistlin. Se le secó la boca, se le agarrotaron los músculos de los brazos, sintió un líquido caliente y desagradable en la garganta. El miedo lo aplastaba, le arrebataba las fuerzas y lo dejaba confundido y tembloroso. No temía la muerte. De naturaleza débil y delicada, había luchado contra la muerte desde el mismo momento en que había nacido. La muerte no le parecía digna de temer. Ni siquiera en ese momento, pues sería mucho más fácil cerrar los ojos sin más y dejar que la oscuridad apaciguadora se posase sobre él.

No temía la muerte. Temía el olvido.

Fistandantilus se apoderaría de él. Devoraría su alma, la tragaría y la digeriría. Su cuerpo seguiría viviendo, pero él no lo haría. Y nadie notaría la diferencia. Al final, sería como si él jamás hubiera existido.

—Adió, Raistlin Majere...

Raistlin nadaba en un océano, luchaba por mantenerse a flote, pero estaba atrapado en El Remolino y no había escapatoria posible. Las aguas encarnadas como la sangre lo arrastraban, lo hundían.

—¡Caramon! ¿Dónde estás? —gritó Raistlin—. ¡Caramon, te necesito!

Sintió que unos brazos lo agarraban y, por un instante, se sintió aliviado. Entonces se dio cuenta de que aquel brazo no era el brazo musculoso de su hermano. Era el brazo huesudo de Fistandantilus, que agarraba a su víctima para acercársela, preparado para chuparle la última gota de vida. Fistandantilus abrió los dedos de Raistlin y cogió el orbe. Lo sostuvo delante de sí y se echó a reír.

Horrorizado, Raistlin vio que su propio rostro reía delante de él. Los ojos eran sus ojos, las pupilas tenían forma de reloj de arena. La mano que sujetaba el Orbe de los Dragones era su mano. La luz del bastón, que cada vez brillaba con menos intensidad, bañaba su piel dorada. Los huesos delicados, las líneas azules de sus venas; todo era suyo.

Estaba perdiéndose a sí mismo, desapareciendo en la nada.

La furia estalló en el interior de Raistlin. Estaba demasiado débil para utilizar su magia. Los hechizos se retorcían como serpientes en su cabeza y huían sin que él pudiera atraparlos. Pero contaba con otra arma, el arma que todo mago podía utilizar cuando todas las demás le han fallado.

Raistlin dio un golpe de muñeca y la daga de plata que llevaba sujeta al antebrazo se deslizó en su palma. Cerró el puño tembloroso alrededor del mango y, con las últimas fuerzas que le quedaban, rodeó a Fistandantilus con el brazo y lo atrajo hacia sí. Le clavó la daga. Raistlin sintió que la hoja se hundía en la carne y arañaba el hueso con un sonido estremecedor. Había tocado una costilla. Sacó la daga. La sangre, cálida y viscosa, le pringaba los dedos.

Fistandantilus se estremeció y lanzó un gruñido de sorpresa, pues en un primer momento no comprendió qué pasaba. Cuando el dolor lo golpeó con toda su fuerza, se dio cuenta de lo que sucedía. Su rostro, que era el rostro de Raistlin, se deformó en una mueca agónica. Los ojos del reloj de arena se oscurecieron, velados por el dolor y la ira. Raistlin no le había dado un golpe mortal a su enemigo, pero había ganado un tiempo precioso. Apenas le quedaban fuerzas. Tenía una oportunidad más y ésa sería la última. Sin saberlo, Fistandantilus lo ayudó, pues torció el cuerpo para arrebatarle la daga.

Raistlin volvió a clavar la hoja. Fistandantilus lanzó un grito, pero era la voz de Raistlin la que gritaba. Raistlin vio su propio rostro deformado por la cercanía de la muerte. Se estremeció y cerró los ojos antes de hundir más la daga. Giró la hoja en las profundidades de la carne.

Fistandantilus se desplomó entre espasmos. Raistlin soltó la daga, sentía la mano demasiado débil y temblorosa para seguir sosteniéndola. El arma se quedó hundida en la túnica negra hasta la empuñadura.

Raistlin tomó aire con esfuerzo y se vio morir a sí mismo. De repente se dio cuenta de que apenas le quedaba tiempo para actuar. Cogió el colgante de piedra que todavía descansaba sobre su pecho y lo apretó sobre el corazón del hechicero moribundo.

Raistlin sintió algo extraño, la sensación de que ya había hecho eso antes. Era una sensación poderosa e inquietante. Desechó ese sentimiento y siguió apretando la piedra contra el corazón. Notó que sus propias fuerzas volvían a él, que su propio ser regresaba a su cuerpo y, junto a él, los conocimientos, la sabiduría y el poder del archimago.

Fistandantilus abrió la boca en un último intento por conjurar un hechizo. Tosió y fue sangre lo que acudió a sus labios, no palabra mágicas. Se estremeció. Su cuerpo se puso rígido. Unas gotas de sangre burbujearon en su boca. Las pupilas de reloj de arena quedaron clavadas en la cabeza de Raistlin y ya no se movió. La mano perdió su fuerza, y el Orbe de los Dragones rodó por el suelo. Los ojos, oscurecidos por el odio y la ira, no se separaban de Raistlin. Este bajó la vista y contempló su propio cadáver. De repente se apoderó de él la terrible duda de si sería él quien había muerto y era Fistandantilus quien lo contemplaba.

Asustado, arrancó el colgante del cadáver y la transmisión de conocimiento se interrumpió bruscamente. No sabía qué había absorbido, y en su mente bailaban hechizos desconocidos y arcanos conocimientos. Le recordó al caos que reinaba en la biblioteca de la desgraciada Torre de la Alta Hechicería de Neraka.