Veía a las mujeres del barrio con sus batas floreadas y sus zapatillas de fieltro, gruesas alianzas hundidas en sus dedos bulbosos y llenos de cicatrices debidas al trabajo, con brillantes ojos en rostros amorfos, chismorrear sentadas junto a sus cochecitos de ropa usada; los jóvenes, alegremente vestidos, en cuclillas sobre el bordillo detrás de los puestos de quincallería; los turistas, impulsivos o cautelosos, observando por turnos, conferenciando sobre sus dólares o mostrando sus extraños tesoros. La calle olía a fruta, flores y especias, a cuerpos sudorosos, vino barato y libros viejos. Veía a las mujeres negras de prominentes nalgas, oía sus agudas charlas bárbaras e inconexas, sus roncas risotadas repentinas mientras se agolpaban en torno del puesto de enormes plátanos verdes y mangos grandes como pelotas de fútbol. En sus sueños ella seguía adelante, con los dedos suavemente entrelazados con los de Steve como un fantasma que pasara sin ser visto por senderos familiares.
Los dieciocho meses de su matrimonio habían sido una época de intensa pero precaria felicidad, precaria porque nunca la sintió arraigada en la realidad. Era como convertirse en otra persona. Antes se había enseñado a sí misma a contentarse y había llamado a eso felicidad. Después se dio cuenta de que había un mundo de experiencias, de sensaciones, de pensamientos incluso, para el cual ni los primeros veinte años de vida en el suburbio de Middlesbrough ni los dos años y medio del albergue de la YWCA la habían preparado. Sólo una cosa lo estropeaba, el miedo a nunca poder dejar de pensar que le estaba ocurriendo a una persona equivocada, que era una impostora de la alegría.
No lograba imaginarse qué parte de ella había despertado tan caprichosamente la atracción de Steve la primera vez que se presentó en el mostrador de información de las oficinas del Consejo para preguntar por la contribución urbana. ¿Era el único rasgo que ella siempre había considerado próximo a una deformidad, el hecho de que tenía un ojo azul y otro marrón? Desde luego, aquella particularidad lo había intrigado y divertido, le había proporcionado un valor añadido a sus ojos. Steve la hizo cambiar de apariencia induciéndola a dejarse crecer el pelo hasta la altura de los hombros y trayéndole faldas largas y estridentes de algodón indio que encontraba en los mercadillos callejeros o en las tiendas de las callejuelas adyacentes a la calle Edgware. A veces, al verse de reojo en un escaparate, tan maravillosamente cambiada, volvía a preguntarse qué extraña predilección lo había llevado a escogerla, qué posibilidades no detectadas por otros, desconocidas por ella misma, había visto Steve en ella. Alguna cualidad suya había llamado su excéntrica atención del mismo modo que la extraña mercancía de las quincallerías de la calle Bell. Algún objeto, despreciado por los viandantes, despertaba su curiosidad y lo cogía para hacerlo girar hacia un lado y hacia otro en la palma de la mano, repentinamente hechizado. Ella iniciaba un intento de protesta:
– Pero, cariño, ¿no te parece más bien espantoso?
– No, no, es gracioso. Me gusta. Y a Mogg le encantará. Comprémoselo a Mogg.
Mogg, su mejor y, a veces le parecía a ella, único amigo, había sido bautizado Morgan Evans, pero preferiría su apodo, que consideraba más apropiado para un poeta de la lucha del pueblo. No era que Mogg luchara por gran cosa; Ursula no había conocido a persona alguna que bebiera y comiera con tanta resolución a expensas de otros. Profería sus confusos gritos de guerra en favor de la anarquía y el odio en tabernas locales donde sus peludos seguidores de triste mirada escuchaban en silencio o golpeaban espasmódicamente la mesa con sus jarras de cerveza entre gruñidos de aprobación. No obstante, la prosa de Mogg era más comprensible. Había leído una carta suya una sola vez antes de volver a meterla en el bolsillo de los téjanos de Steve, pero recordaba todas y cada una de las palabras. A veces pensaba si habría pretendido él que la encontrara, si era una casualidad que se hubiera olvidado de vaciarse los bolsillos de los téjanos la única noche que tenía por costumbre llevar la ropa sucia a la lavandería. Fue tres semanas después de que en el hospital le dieran el diagnóstico definitivo.
«Yo diría que ya te lo habían advertido, pero ésta es mi semana de adjurar de los lugares comunes. Profeticé el desastre, pero no el desastre total. ¡Pobre Steve! ¿No puedes divorciarte? Debía de tener algún síntoma antes de que os casarais. Puedes, o podrías, divorciarte alegando enfermedades venéreas en el momento del matrimonio, y ¿qué es una gonorrea comparado con esto? Me deja perplejo la irresponsabilidad del llamado sistema acerca del matrimonio. Pregonan su santidad, la conveniencia de protegerlo como pilar de la sociedad y luego permiten que la gente adquiera una esposa sin comprobar su estado físico, cosa que no harían con un coche de segunda mano. De cualquier modo, te das cuenta de que debes liberarte, ¿no? Si no lo haces será el fin. Y no te refugies en la cobardía de la compasión. ¿De verdad te ves empujando la silla de ruedas y limpiándole el trasero? Sí, ya sé que algunos hombres lo hacen, pero a ti nunca te ha ido el masoquismo, ¿no? Además, los esposos capaces de hacer eso saben algo del amor, y ni siquiera tú, mi querido Steve, te atreverías a pretender tal cosa. Además ¿no es católica? Como os casasteis por lo civil, dudo que se considere debidamente casada. Por ahí podrías escapar. Bueno, ya nos veremos en el Paviours Arms el miércoles a las ocho. Celebraré tu desgracia con un poema nuevo y una pinta de cerveza.»
Ella no esperaba que empujara su silla. No quería que hiciera el más mínimo y menos íntimo servicio físico por ella. Ya en los primeros momentos del matrimonio aprendió que cualquier dolencia, incluso los resfriados e indisposiciones transitorios, le repugnaban y asustaban. Pero tenía la esperanza de que la enfermedad se extendiera con gran lentitud, que pudiera continuar valiéndose por sí misma al menos unos pocos y preciosos años. Había ideado planes que lo hicieran posible. Se levantaría temprano para no ofenderlo con su lentitud y torpeza. Podía mover los muebles unos pocos centímetros, seguramente él ni se daría cuenta, para que le sirvieran de discretos puntos de apoyo, evitando así el recurrir demasiado pronto a los bastones y aparatos. Quizá podrían buscar un piso en la planta baja. Si dispusiera de una rampa en la puerta principal podría salir de día a hacer la compra. Y seguirían pasando la noche juntos. Eso nada podría cambiarlo.
Pero pronto se hizo evidente que la enfermedad, que avanzaba inexorablemente por sus nervios como un predador, se extendía a su propio ritmo, no al de ella. Los planes que había hecho mientras yacía rígida junto a él, distanciada en la amplia cama de matrimonio, con el deseo de que ningún espasmo muscular lo molestara, perdían cada vez más realismo. Mientras observaba sus patéticos esfuerzos, él trataba de ser considerado y amable. No le había hecho otro reproche que su alejamiento. No había condenado su creciente debilidad más que demostrando su propia falta de fuerza. En las pesadillas se ahogaba; al tiempo que agitaba brazos y piernas y se ahogaba en un mar sin límites, se agarraba a una rama que flotaba y sentía cómo se hundía, blanda y podrida, bajo sus manos. Advirtió mórbidamente que estaba adquiriendo el aire propiciatorio, bobalicón y patético de los minusválidos. Le resultaba difícil ser natural con él, y todavía más difícil hablar. Recordaba cómo solía tumbarse cuan largo era en el sofá para observarla leer o coser, la criatura por él elegida y creada, envuelta y exaltada con las excéntricas ropas escogidas por él. Ahora temía que sus miradas se encontraran.
Recordaba cómo le había dado la noticia de que había hablado con la asistente social del hospital y era posible que pronto hubiera una vacante en Toynton Grange.