– Está cerca del mar, cariño. A ti siempre te ha gustado el mar. Y es un sitio pequeño, no una de esas instituciones enormes e impersonales. El que lo lleva está muy bien considerado y fundamentalmente es una organización religiosa. Anstey no es católico, pero va con frecuencia a Lourdes. Eso te gustará; quiero decir que a ti siempre te ha interesado la religión. Es uno de los temas en los que no hemos coincidido. Seguramente yo no comprendía tus necesidades como debiera.
Ahora podía permitirse ser indulgente con ese pequeño punto flaco. Se le había olvidado que le había enseñado a pasar sin Dios. Su religión había sido una de esas posesiones de las que, sin darle importancia, sin comprenderlas ni valorarlas, la había despojado. Para ella no eran fundamentales aquellos consoladores sustitutivos del sexo, del amor. No podía fingir que le había costado gran esfuerzo renunciar a aquellas ilusiones reconfortantes que le habían inculcado en la escuela primaria de St. Matthew, que había asimilado tras las cortinas de terylene de la sala de estar de su tía, en Alma Terrace, Middlesbrough, con sus imágenes sagradas, su fotografía del papa Juan y la bendición papal enmarcada de la boda de su tía y su tío. Todo aquello formaba parte de una infancia de huérfana, plácida, no desgraciada, que ahora le resultaba tan distante como una orilla extranjera una vez visitada. No podía regresar porque ya no conocía el camino.
Al final, la idea de Toynton Grange se convirtió en un refugio. Se había imaginado sentada al sol contemplando el mar con un grupo de pacientes; el mar, cambiando constantemente pero eterno, reconfortante y a la vez aterrador, diciéndole con su incesante ritmo que nada importaba realmente, que la desgracia humana tenía poco valor, que con el tiempo todo pasaba. Y, al fin y al cabo, no iba a ser una cosa permanente. Steve, con la ayuda de los servicios sociales locales, pensaba trasladarse a un piso nuevo y más adecuado; no era más que una separación temporal.
Pero ya hacía ocho meses que duraba, ocho meses en que su incapacidad había ido aumentando, a la par que su desdicha. Había tratado de ocultarlo, pues en Toynton Grange la desdicha era un pecado contra el Espíritu Santo, un pecado contra Wilfred. Y durante la mayor parte del tiempo creía haberlo superado. Tenía poco en común con los demás pacientes. Grace Willison, sosa, de mediana edad, piadosa. George Alian, de dieciocho años y una vulgaridad escandalosa; había sido un descanso cuando se puso tan enfermo que le resultó imposible levantarse de la cama. Henry Carwardine, distante, sarcástico, que la trataba como si fuera una subordinada. Jennie Pegram, siempre pendiente de su pelo y sonriendo con aquella estúpida sonrisa misteriosa. Y Víctor Holroyd, el aterrador Victor, que la odiaba tanto como odiaba a todos los demás, no veía virtud alguna en ocultar la desgracia y frecuentemente proclamaba que si la gente se dedicaba a la práctica de la caridad debían tener alguien con quien ser caritativos.
Siempre había dado por seguro que el autor del anónimo había sido Víctor. Era una carta tan traumática, a su manera, como la que había encontrado de Mogg. La palpó, guardada en las profundidades del bolsillo lateral de la falda. Todavía estaba allí, el papel barato gastado de tanto manosearlo. Pero no le hacía falta leerla. Se la sabía de memoria, incluso el primer párrafo. Lo había leído una vez y luego había doblado la parte superior del papel para no tener esas palabras a la vista. Sólo de pensar en ellas se sonrojaba. ¿Cómo podía -debía de ser un hombre- saber cómo habían hecho el amor Steve y ella, que habían hecho esas posturas concretas y de aquella manera? ¿Cómo podía saberlo alguien? ¿Habría hablado dormida, expresado entre gemidos sus necesidades y sus anhelos? Pero, de ser así, sólo Grace Willison podía haberla oído desde la habitación de al lado, y ¿cómo iba a entenderlo?
Recordó haber leído en algún sitio que eran generalmente mujeres las que escribían cartas obscenas, sobre todo solteronas. Quizá no habría sido Víctor Holroyd. Grace Willison, la insulsa, reprimida y religiosa Grace. Pero, ¿cómo podía saber lo que Ursula no había admitido ni ante sí misma?
«Debías saber que estabas enferma cuando te casaste con él. ¿Y los temblores, la flojera en las piernas y el aturdimiento de las mañanas? Sabías que estabas enferma, ¿verdad? Lo engañaste. No es de extrañar que casi nunca escriba, que jamás te venga a ver. Ya sabes que no vive solo. ¿No esperarías que te siguiera siendo fiel?»
Allí se interrumpía la carta. Pero ella intuía que el autor no había llegado al final, que tenía previsto algún fin más dramático y revelador. Pero quizá lo habían interrumpido; alguien debía de haber entrado en el despacho inesperadamente. La nota había sido mecanografiada en papel de Toynton Grange, barato y poroso, y con una máquina de escribir Remington. Casi todos los pacientes y miembros del personal escribían a máquina de vez en cuando. Le pareció poder recordar a cada uno de ellos usando la Remington en una ocasión u otra. Por supuesto, en realidad la máquina era de Grace; era un hecho desconocido que primordialmente pertenecía a ella; la usaba para escribir el boletín trimestral. Solía quedarse a trabajar sola en el despacho cuando los demás pacientes consideraban que su jornada laboral ya había terminado. Y no hubiera tenido dificultad en asegurarse de que llegaba a su destinatario.
Meterlo entre las páginas de un libro de la biblioteca era lo más seguro. Todos sabían lo que estaban leyendo los demás. ¿Cómo iban a evitarlo? Los libros se dejaban sobre las mesas, sobre las sillas, estaban al alcance de cualquiera. Todos los empleados y pacientes debían de saber que estaba leyendo la última obra de Iris Murdoch. Y, sorprendentemente, habían colocado el anónimo exactamente en la página por donde iba.
Al principio dio por hecho que no era más que un nuevo ejemplo de la capacidad de Víctor para herir y humillar. Hasta después de su muerte no empezó a albergar estas dudas, a observar furtivamente los rostros de sus compañeros, a pensar y a temer. Pero seguro que aquello carecía de sentido. Se estaba atormentando sin necesidad. Tenía que haber sido Víctor y, si había sido Víctor, no habría más anónimos. Pero, ¿cómo podía estar al tanto de su relación con Steve? Aunque Víctor se enteraba de cosas misteriosamente. Recordaba el día en que Grace Willison y ella estaban sentadas con Víctor en el patio de los pacientes. Grace, con el rostro alzado hacia el sol y aquella estúpida y dulce sonrisa, empezó a hablar de lo feliz que era y de la próxima peregrinación a Lourdes. Víctor la interrumpió con brusquedad:
– Está contenta porque está eufórica. Es una euforia provocada por la enfermedad. Los enfermos de esclerosis múltiple siempre sienten esa absurda felicidad y esperanza. Lea los libros de texto. Es un síntoma reconocido. Desde luego, no es una virtud por su parte, y a todos los demás nos resulta de lo más irritante.
Recordaba la voz de Grace, temblorosa de dolor:
– Yo no he dicho que la felicidad sea una virtud. Y aunque sólo se trate de un síntoma, todavía puedo dar gracias por ello; es una especie de don.
– Mientras no espere que los demás participemos, dé todas las gracias que quiera. Dé gracias a Dios por el privilegio de no ser útil ni a usted misma ni a nadie. Y de paso, agradézcale otras bendiciones de su creación: los millones que luchan por vivir de una tierra estéril arrasada por las inundaciones, abrasada por la sequía; los niños de vientres deformes; los prisioneros torturados; todo este desbarajuste sin sentido y sin remedio.
Grace Willison trató de protestar sin perder la calma entre el primer escozor de lágrimas:
– Pero Víctor, ¿cómo puede hablar así? Sufrir no es lo único que se hace en la vida. No puede creer que a Dios no le importe. Venga con nosotros a Lourdes.
– Claro que voy a ir. Es la única posibilidad de salir de esta aburrida y desquiciada cárcel. Me gusta el movimiento, me gusta viajar, me gusta ver el brillo del sol en los Pirineos, me gusta el color. Incluso me produce cierta satisfacción la evidente comercialización del asunto, el ver a millares de congéneres que están más engañados que yo.