– Esperaba hacerle una visita de unos días al padre Baddeley. Soy un viejo amigo. No me enteré de que estaba muerto hasta que llegué.
– Muerto e incinerado. El miércoles pasado enterramos sus cenizas en el cementerio de la iglesia de St. Michael's Toynton. Sabíamos que le hubiera gustado descansar en tierra sagrada. No anunciamos su fallecimiento en la prensa porque no nos constaba que tuviera amigos.
– Aparte de los que estamos aquí -corrigió suave pero firmemente una de las pacientes. Era mayor que los demás, huesuda y de cabello canoso, como una muñeca holandesa clavada a su silla. Contempló a Dalgliesh con mirada persistente, afable e interesada.
– Naturalmente, aparte de los que estamos aquí -dijo Wilfred Anstey-. Creo que la más amiga de Michael era Grace, y estuvo con él la noche que murió.
– La señora Hewson me dijo que murió solo -declaró Dalgliesh.
– Por desgracia, sí. Pero en definitiva así lo hacemos todos. Espero que nos acompañe a tomar el té. Lo mismo que Julius y Maggie, claro. ¿Ha dicho que esperaba alojarse con Michael? En ese caso, debe pasar la noche aquí. -Se volvió hacia la enfermera jefe-. Dot, después de cenar podrías preparar la habitación de Victor para nuestro invitado.
– Es muy amable de su parte, pero no quiero molestar. ¿Le importaría que, después de esta noche, pasara unos días en la casita? La señora Hewson me ha dicho que el padre Baddeley me dejó su biblioteca. Me iría bien seleccionar y empaquetar los libros mientras estoy aquí.
Le pareció que su sugerencia no era demasiado bien recibida. Pero Anstey no vaciló más que un segundo antes de decir:
– Naturalmente que no, si eso es lo que prefiere. Pero permítame que le presente a la familia.
Dalgliesh siguió a Anstey en una ceremoniosa procesión de saludos. Una sucesión de manos, secas, frías, húmedas, vacilantes o firmes, estrecharon la suya. Grace Willison, la solterona de mediana edad, un estudio en gris, piel, cabello, vestido, medias, todo ligeramente deslustrado para parecer una anticuada muñequita de rígidas articulaciones olvidada durante demasiado tiempo en un armario polvoriento. Ursula Hollis, una chica alta de rostro moteado vestida con una falda larga de algodón indio que le dedicó una titubeante sonrisa y un apretón de manos breve y tímido. Su mano izquierda yacía fláccida en el regazo como abatida por el peso del grueso anillo de bodas. Percibió algo extraño en su rostro, pero ya la había dejado atrás antes de darse cuenta de que tenía un ojo azul y otro marrón. Jennie Pegram, la paciente más joven pero seguramente mayor de lo que aparentaba, con un rostro pálido y afilado y unos apacibles ojos de lémur. Tenía un cuello tan corto que parecía que estaba encorvada encima de la silla de ruedas y un pajizo cabello dorado, dividido en el centro de la cabeza, que pendía como una cortina ondulada en torno del cuerpo de enano. Al tocarlo se contrajo de timidez y lo saludó con un «hola» emitido en un jadeante susurro. Henry Carwardine, un rostro atractivo y autoritario pero atravesado por profundos surcos de fatiga, con una nariz larga y picuda y una boca grande. La enfermedad le había desviado la cabeza hacia un lado y parecía una arrogante ave rapaz. Carwardine hizo caso omiso de la mano que le ofrecía Dalgliesh, pero pronunció un breve «¿Cómo está usted?» con un desinterés que rozaba la descortesía. Dorothy Moxon, la enfermera jefe, miraba sombría, enérgica y melancólicamente desde debajo de la oscura orla. Helen Rainer tenía unos grandes ojos verdes ligeramente saltones bajo unos párpados delgados como la piel de las uvas y una figura torneada que ni la amplia camisa conseguía disimular del todo. Resultaría atractiva, pensó él, de no ser por la adusta caída de las mejillas, que le confería un ligero aire marsupial. Le estrechó la mano con firmeza y le dedicó una mirada amenazadora, como si estuviera recibiendo a un nuevo paciente que podía crearle problemas. El doctor Eric Hewson era un hombre rubio y apuesto de vulnerable rostro infantil y ojos color barro bordeados por pestañas notablemente largas. Dennis Lerner tenía un semblante flaco tirando a débil, ojos parpadeantes tras las gafas de montura metálica y mano húmeda. Ansley añadió, casi como si la figura de Lernes precisara de una explicación, que Dennis era el practicante.
– A los otros dos miembros de nuestra familia, Albert Philby, nuestro hombre para todo, y mi hermana, Millicent Hammitt, espero que tenga ocasión de conocerlos más tarde. Ah, y no debemos olvidar a Jeoffrey. -Como si hubiera entendido su nombre, un gato que había estado dormitando en el antepecho de la ventana se desenroscó, saltó pesadamente al suelo y avanzó a grandes zancadas hacia ellos con la cola erecta-. Lleva el nombre del gato de Chistopher Smart -explicó Anstey-. Supongo que recordará el poema.
Consideraré a mi gato Jeoffrey,
que es siervo del Dios vivo,
y le sirve abnegada y diariamente,
que contrarresta los poderes de la oscuridad
con su piel eléctrica y su fúlgida mirada,
y contrarresta al Demonio, que es la muerte,
fortificando la vida.
Dalgliesh dijo que conocía el poema. Podía haber añadido que si Anstey había destinado aquel herético papel al gato, había tenido mala fortuna al elegir la carnada. Jeoffrey era un rechoncho gato atigrado, con una cola que parecía un rabo de zorra, que daba la impresión de que su vida se dedicaba menos al servicio de su creador que a la satisfacción de los placeres felinos. El animal dedicó a Anstey una desagradable mirada compuesta de sufrimiento y repugnancia y saltó con ligereza y precisión al regazo de Carwardine, donde no fue bien recibido. Complacido por la evidente mala disposición de Carwardine a acogerlo, se acomodó con mucho ronroneo y agitación de zarpas y permitió que sus ojos se cerraran.
Julius Court y Maggie Hewson se habían acomodado también en el extremo más alejado de la larga mesa. De pronto Julius gritó:
– Tengan cuidado con lo que dicen al señor Dalgliesh, puede ser utilizado en su contra. Pretende viajar de incógnito, pero en realidad es el comandante Adam Dalgliesh, de New Scotland Yard. Su trabajo consiste en atrapar asesinos.
La taza de Henry Carwardine inició un agitado bailoteo sobre el plato que él intentó inútilmente apaciguar con la mano izquierda. Nadie lo miró. Jennie Pegram resolló impresionada y luego miró con complacencia en torno de la mesa, como si hubiera hecho alguna gracia.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Helen Rainer.
– Vivo en el mundo, queridos amigos, y de vez en cuando leo el periódico. El año pasado hubo un caso famoso que le valió al comandante cierto reconocimiento público. -Y volviéndose hacia Dalgliesh añadió-: Henry va a venir conmigo a tomar un poco de vino y a escuchar música conmigo después de cenar. Si le apetece acompañarnos, podría venir con él. Seguro que Wilfred lo excusará.
La invitación no le pareció un gesto de cortesía, pues excluía a todos los presentes menos a dos y acaparaba al recién llegado sin mostrar la menor consideración hacia el anfitrión. Pero nadie se mostró ofendido. Quizá los dos hombres tenían por costumbre reunirse a beber cuando Court se encontraba en casa. Al fin y al cabo, nada obligaba a los pacientes a tener los mismos amigos, ni a los amigos a hacer invitaciones generales. Además, era evidente que había sido invitado para que acompañara a Henry. Dalgliesh expresó su agradecimiento y se sentó a la mesa entre Ursula Hollis y Henry Carwardine.
Era un té corriente de internado. No había mantel. La rayada mesa de roble, cuajada de quemaduras, sostenía dos grandes teteras marrones transportadas por Dorothy Moxon, dos fuentes de gruesas rebanadas de pan moreno untadas de una fina capa de lo que Dalgliesh sospechaba era margarina, un tarro de miel y otro de mermelada, y un plato de galletas caseras salpicadas de excrecencias de pasas de Corinto negras como el tizón. También había un cuenco de manzanas. Parecían de las que se habían caído de los árboles. Todo el mundo bebía de tazones de barro. Helen Rainer se dirigió a un armario situado bajo la ventana y sacó tres tazones y tres platos similares para las visitas.