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Constituían un extraño grupo. Carwardine no le prestó la menor atención al huésped, con la excepción del gesto de empujar la fuente de pan con mantequilla hacia él, y a Dalgliesh le costó aproximarse a Ursula Hollis, cuyo rostro pálido e intenso no se apartaba de él mientras los dos ojos discordantes buscaban los de Dalgliesh. Éste percibió con cierta incomodidad que le estaba formulando alguna petición, que tenía una desesperada ansia de despertar algún interés en él, o quizás incluso afecto, pero Dalgliesh ni podía admitirlo ni estaba capacitado para darlo. No obstante, por una feliz casualidad, nombró Londres. Al oírlo, a Ursula se le iluminó el rostro y le preguntó si conocía Marylebone o el mercado de la calle Bell. Así se encontró sumido en una animada y casi obsesiva conversación sobre los mercadillos de Londres. Ursula cobró nuevos bríos, su aspecto mejoró y dio la impresión de que la charla la reconfortaba.

De repente, Jennie Pegram se inclinó sobre la mesa y dijo con un mohín de simulada repugnancia:

– Curioso trabajo atrapar asesinos y hacer que los cuelguen. No sé cómo puede gustarle.

– No nos gusta, y hoy en día ya no los cuelgan.

– Bueno, los encierran de por vida. Eso me parece peor. Y seguro que a algunos de los que cogió de más joven los colgaron.

Dalgliesh detectó un brillo de ansiedad, casi lascivo, en los ojos de ella. No era la primera vez que lo veía.

– A cinco -dijo en voz baja-. Es curioso que la gente siempre se interese por éstos.

Anstey esbozó su gentil sonrisa y habló como el que está decidido a ser justo.

– No sólo es cuestión de castigar, ¿verdad, Jennie? Está también la teoría de la disuasión, la necesidad de hacer patente el aborrecimiento público del crimen violento, la esperanza de reformar y rehabilitar al criminal, y, naturalmente, la importancia de tratar de que no vuelva a ocurrir.

A Dalgliesh le recordó a un maestro a quien tenía mucha antipatía que era dado a iniciar discusiones francas pero permitiendo una expresión limitada de opiniones no ortodoxas tan sólo con la condición de que la clase recuperara dentro del tiempo permitido el convencimiento de que sus opiniones eran correctas. Pero ahora Dalgliesh no estaba ni obligado ni dispuesto a cooperar. Interrumpió el simple «Bueno, si los cuelgan no pueden volverlo a hacer, ¿verdad?» de Jennie diciendo:

– Es un tema interesante e importante, lo sé. Pero perdóneme si a mí personalmente no me fascina. Estoy de vacaciones, en realidad convaleciente, y trato de no acordarme del trabajo.

– ¿Ha estado usted enfermo? -Carwardine, con la deliberada imprudencia de un niño que no está seguro de su capacidad, alargó la mano y se sirvió un poco de miel.

– Espero que su visita no esté, ni siquiera subconscientemente, relacionada con su enfermedad. No buscará plaza, ¿verdad? ¿No tendrá una enfermedad progresiva e incurable?

– Todos sufrimos una enfermedad progresiva e incurable -terció Anstey-. La llamamos vida.

Carwardine sonrió felicitándose a sí mismo, como si acabara de puntuar en algún juego particular. Dalgliesh, que empezaba a pensar que estaba participando en un té de locos, no sabía si la observación era falsamente profunda o simplemente tonta. De lo que sí estaba seguro era de que Anstey la había formulado con anterioridad. Se produjo un largo y tenso silencio hasta que Anstey dijo:

– Michael no nos había dicho que lo esperaba. -Y empleó un tono ligeramente reprobatorio.

– Es posible que no recibiera mi postal. Tenía que haber llegado la mañana de su muerte, pero no la he encontrado en su escritorio.

Anstey estaba pelando una manzana; la cinta amarilla se retorcía sobre sus dedos y tenía los ojos fijos en esta tarea.

– Lo trajeron en una ambulancia. Esa mañana no pude ir a buscarlo personalmente. Tengo entendido que la ambulancia se detuvo en el buzón para recoger el correo, seguramente a petición de Michael. Luego él mismo nos entregó una carta a mí y a mi hermana, de modo que debió de recibir su postal. Yo desde luego no la encontré cuando busqué el testamento o cualquier instrucción escrita que hubiera dejado en el escritorio. Eso fue a primeras horas de la mañana posterior a su muerte. Claro que pudo pasarme inadvertida.

– En tal caso todavía estaría allí -dijo Dalgliesh con calma-. Supongo que el padre Baddeley la tiraría a la basura. Es una lástima que tuviera que forzar la cerradura del escritorio.

– ¿Forzar la cerradura? -La voz de Anstey no expresaba más que una cortés y despreocupada curiosidad.

– Está forzada.

– Ya. Me imagino que Michael perdería la llave y se vería forzado a hacerlo. Perdone el juego de palabras. Yo lo encontré abierto. Me temo que no se me ocurrió estudiar la cerradura. ¿Es importante?

– Es posible que a la señorita Willison se lo parezca. Tengo entendido que el escritorio es ahora de ella.

– Sí, la cerradura rota reduce su valor, pero ya se dará cuenta de que en Toynton Grange damos poca importancia a las posesiones materiales.

Volvió a sonreír sin prestar atención a la frivolidad y se volvió hacia Dorothy Moxon. La señorita Willison se concentró en su plato. No levantó la vista.

– Seguramente es una tontería por mi parte -dijo Dalgliesh-, pero me gustaría saber si el padre Baddeley estaba enterado de que pensaba venir. He pensado que quizá metió mi postal en su diario, pero el último cuaderno no está con los demás.

En esta ocasión, Anstey alzó la vista. Los ojos azules se encontraron con los marrón oscuro, inocentes, educados, tranquilos.

– Sí, yo también me fijé. Por lo visto, dejó de escribir el diario a finales de junio. Lo sorprendente es que lo escribiera, no que abandonara la costumbre. Al final uno se impacienta con el egoísmo que lo lleva a anotar las trivialidades como si tuvieran un valor permanente.

– Lo extraño es que después de tanto tiempo lo dejara a mitad de un año.

– Acababa de regresar del hospital después de una grave enfermedad y no podía poner demasiado en duda el pronóstico. Sabiendo que la muerte no estaba lejos, es posible que decidiera destruir los diarios.

– ¿Empezando por el último?

– Destruir un diario debe de ser como destruir el recuerdo. Lo lógico sería empezar por los años cuya pérdida se puede soportar mejor. Los recuerdos antiguos son persistentes, por eso empezó quemando el último cuaderno.

Grace Willison formuló nuevamente una corrección en tono suave pero firme:

– No lo quemó, Wilfred. El padre Baddeley usó la estufa eléctrica cuando regresó del hospital. En la parrilla hay un bote de hierba seca.

Dalgliesh se imaginó la salita de Villa Esperanza. Naturalmente, tenía razón. Recordó el anticuado bote grisáceo de gres y el rebullo de hojas secas que llenaban el estrecho hogar. Sus polvorientos pedúnculos llenos de hollín asomaban entre las varillas. Seguramente no habían sido tocadas en casi todo el año.

La animada charla del otro extremo de la mesa se trocó en un silencio especulativo como sucede cuando la gente sospecha de repente que se está diciendo algo interesante que no debería perderse.

Maggie Hewson se había sentado tan pegada a Julius Court que a Dalgliesh le sorprendió que quedara sitio para tomar el té. Ya fuera para incomodar a su marido o para contentar a Court, resultaba difícil discernirlo, se pasó la merienda coqueteando abiertamente con él. Eric Hewson, cuando les echaba alguna mirada, parecía un colegial avergonzado. Court, perfectamente tranquilo, repartía su atención entre todas las mujeres presentes, con la excepción de Grace. Ahora Maggie paseó la mirada de un rostro a otro y dijo bruscamente: