– ¿Qué ocurre? ¿Qué ha dicho?
Nadie contestó, y fue Julius quien rompió la repentina e inexplicable tensión.
– Se me ha olvidado. El privilegio de contar con este visitante es, doble. El talento del comandante no se limita a cazar asesinos, también escribe versos. Es Adam Dalgliesh, el poeta.
Tal anuncio fue recibido con un confuso murmullo congratulatorio durante el cual Dalgliesh se fijó en el «Qué bien» de Jennie, comentario que consideró el súmum de la necedad. Wilfred sonrió en señal de aliento y dijo:
– Ya lo creo. Desde luego es un gran privilegio. Y Adam Dalgliesh ha llegado en el momento oportuno. El jueves vamos a celebrar la velada social familiar de todos los meses. ¿Sería demasiado esperar que nuestro huésped recitara alguno de sus poemas para nuestro deleite?
La pregunta tenía varias respuestas, pero en aquella compañía tan desaventajada ninguna le pareció cortés ni posible.
– Lo lamento, pero cuando viajo no suelo llevar ejemplares de mis libros -dijo Dalgliesh.
– Eso no representa problema alguno. Henry tiene los dos últimos libros suyos y seguro que nos los prestará -declaró Anstey sonriendo.
Sin levantar la vista del plato, Carwardine dijo en voz baja:
– Con la falta de intimidad que tenemos aquí, seguro que podría citar todos los títulos de mi biblioteca. Pero, dado que hasta el momento ha demostrado usted un total desinterés por la obra de Dalgliesh, no tengo intención de prestarle mis libros para que obligue a un invitado a hacer una representación ante usted como si fuera un mono domesticado.
Wilfred se sonrojó ligeramente y bajó la cabeza.
No había más que decir. Tras un segundo de silencio se reanudó la charla, inocua, tópica. No se volvió a nombrar al padre Baddeley ni su diario.
Capítulo 6
Era patente que a Anstey no le inquietó lo más mínimo el deseo expresado por Dalgliesh de hablar con la señorita Willison a solas después del té. Seguramente le pareció que tal petición no respondía más que a un protocolo de cortesía y respeto digno de alabanza. Dijo que Grace se encargaba de dar de comer a las gallinas y recoger los huevos antes de anochecer. Quizás Adam podría ayudarla.
Las dos ruedas mayores de la silla llevaban incorporada otra rueda cromada interior que podía ser utilizada por el ocupante para impulsar la silla. La señorita Willison la agarró e inició una marcha lenta por el sendero asfaltado, irguiendo su frágil cuerpo como una marioneta. Dalgliesh vio que tenía la mano izquierda deformada y que ejercía muy poca fuerza con ella, de modo que la silla tendía a desviarse y avanzaba irregularmente. Se situó a su izquierda y, mientras andaba junto a ella puso la mano disimuladamente en el respaldo de la silla y la empujó con suavidad. Esperaba que lo que hacía fuera aceptable. Quizá su tacto ofendería a la señora Willison por lo que tenía de compasivo. Pensó que habría percibido la vergüenza que le acometía a él y había resuelto no agudizarla dándole las gracias ni siquiera con una sonrisa.
Mientras avanzaban lentamente a la par, Dalgliesh era plenamente consciente de todos los detalles físicos de la presencia de la mujer, con la misma intensidad que si fuera una joven deseable y él estuviera al borde del enamoramiento. Observó que los afilados huesos de los hombros ascendían rítmicamente bajo el fino algodón gris del vestido y los morados capilares se abultaban como cuerdas en la transparencia de la mano izquierda, pequeña y frágil en comparación con la pareja. También ésta parecía deformada en la relativa fuerza y enormidad masculina con que agarraba la rueda. Las piernas, revestidas por unas arrugadas medias de lana, eran delgadas y rígidas como palos; los pies, enfundados en sandalias, resultaban demasiado grandes para tan inadecuado calzado y se adherían a los estribos de la silla como si los hubieran pegado al metal. Llevaba el cabello grisáceo moteado de caspa peinado hacia arriba en un único moño sujeto a la coronilla mediante una peineta blanca de plástico no demasiado limpia. La parte posterior del cuello parecía roñosa, ya fuera porque se le estaba yendo el bronceado o por la falta de limpieza. Al mirarla desde arriba, veía cómo se le contraían los surcos de la frente formando hendiduras todavía más profundas con el esfuerzo de hacer avanzar la silla mientras parpadeaba espasmódicamente tras las gafas de fina montura.
El gallinero era una enorme jaula desvencijada formada por alambres combados y postes cubiertos de creosota. Resultaba evidente que se había diseñado pensando en los minusválidos. La puerta era doble, de modo que la señorita Willison podía entrar y cerrarla tras de sí antes de abrir la segunda puerta, que daba acceso a la jaula principal. El bien pavimentado sendero asfaltado, de la anchura suficiente para una silla de ruedas, discurría por delante y a ambos lados de los ponederos. Una vez traspasada la primera puerta, se había clavado a uno de los postes a la altura de la cintura un estante de madera tosca sobre el cual descansaba un recipiente de comida preparada, una garrafa de plástico llena de agua y una cuchara de madera acoplada a un largo mango, evidentemente destinada a recoger los huevos. La señorita Willison se lo puso todo en el regazo con cierta dificultad y alargó los brazos para abrir la segunda puerta. Las gallinas, que por algún desconocido motivo se habían agrupado todas en el rincón más alejado de la jaula como vírgenes nerviosas, alzaron sus malévolos rostros ansiosos e inmediatamente se abalanzaban graznando sobre ella como si se propusieran protagonizar una hecatombe plumada. La señora Willison retrocedió un poco y comenzó a lanzar puñados de grano ante ellas con el aire de un neófito que tratara de aplacar las furias. Las gallinas empezaron a picotear y engullir agitadamente. Arañando el borde del recipiente, la señorita Willison dijo:
– Ojalá pudiera hacerme más amiga de ellas, o ellas de mí. Ambos lados podríamos sacar mayor provecho de esta actividad. Yo pensaba que los animales sentían cariño por la mano que los alimenta, pero parece que eso no va con las gallinas. Y en realidad no sé por qué habría de ser así. Las explotamos despiadadamente, primero les quitamos los huevos y cuando ya han dejado de poner les retorcemos el pescuezo y las echamos a la olla.
– Espero que no tenga usted que retorcer pescuezos.
– No, no, el encargado de esa desagradable tarea es Albert Philby. Pero no creo que a él le resulte del todo desagradable. Sin embargo, sí me como la parte que me corresponde del guisado.
– Yo coincido bastante con usted -dijo Dalgliesh-. Crecí en una vicaría de Norfolk y mi madre siempre criaba gallinas. Ella les tenía cariño y parecía que los animales le correspondían, pero a mi padre y a mí nos parecían una molestia. No obstante, nos gustaban los huevos recién puestos.
– ¿Sabe? Me da vergüenza confesar que no distingo estos huevos de los del supermercado. Wilfred prefiere que no comamos cosa alguna que no haya sido producido naturalmente. Aborrece la cría industrializada y tiene razón, claro. Preferiría que Toynton Grange fuera vegetariana, pero eso dificultaría todavía más el servicio de comidas. Julius hizo unos cálculos y demostró que estos huevos nos cuestan dos veces y media más que los del supermercado, sin contar, por supuesto, mi trabajo. Fue bastante desalentador.
– ¿Es que Julius Court se encarga de la contabilidad?
– ¡No, no! Las cuentas de verdad, las del informe anual, no. Wilfred tiene un contable profesional. Pero Julius es listo para las finanzas y sé que Wilfred le consulta. Me temo que por lo general obtiene consejos descorazonadores. Lo cierto es que funcionamos con muy pocos recursos. El legado del padre Baddeley ha sido una verdadera bendición y Julius ha sido muy amable. El año pasado la furgoneta que alquilamos para traernos desde el puerto después del viaje a Lourdes tuvo un accidente. Todos estábamos muy agitados. Las sillas de ruedas iban en la parte de atrás y dos se rompieron. El mensaje telefónico que llegó aquí era bastante alarmista. No resultó tan grave como pensó Wilfred, pero Julius fue corriendo al hospital donde nos habían llevado para hacernos un reconocimiento, alquiló otra furgoneta y se ocupó de todo. Y luego compró el autobús acondicionado que tenemos ahora para que fuéramos independientes. Así entre Dennis y Wilfred pueden llevarnos hasta Lourdes. Julius nunca viene con nosotros, naturalmente, pero siempre nos está esperando a la vuelta de la peregrinación y nos tiene preparada una fiesta de bienvenida.