Bueno, aunque nada de aquello pudiera cambiarse, su trabajo sí. Pero antes tenía que cumplir un compromiso personal del cual había creído con alivio que la muerte lo iba a excusar. Sin embargo, ahora ya nada lo excusaría. Apoyándose en el codo para incorporarse, cogió la carta del padre Baddeley del cajón de la mesita y la leyó atentamente por vez primera. El anciano debía de rondar los ochenta; ya no era joven cuando, hacía treinta años, llegó a la aldea de Norfolk en calidad de ayudante de padre de Dalgliesh, tímido, incapaz, enloquecedoramente ineficaz, aturdido por todo menos por lo fundamental, pero siempre fiel a sus firmes creencias. Era sólo la tercera carta que Dalgliesh recibía de él. Estaba fechada el 11 de septiembre y dirigida a:
Mi querido Adam:
Sé que debes de tener mucho trabajo, pero te agradecería grandemente que vinieras a verme, pues querría pedirte consejo profesional sobre un asunto. En realidad, no es urgente, salvo que me parece que el corazón me está fallando antes que lo demás, de modo que no debo confiarme demasiado. Yo estoy aquí todos los días, pero seguramente a ti te sería más cómodo venir un fin de semana. Debo decirte, para que sepas qué esperar, que soy capellán de Toynton Grange, una residencia privada para jóvenes imposibilitados, y que vivo en Villa Esperanza, una casita situada dentro de la propiedad, gracias a la amabilidad del director, Eilfred Anstey. Por lo general, almuerzo y ceno en la residencia, pero estoy sería poco apropiado para ti y, naturalmente, reduciría el tiempo que pasáramos juntos, de modo que durante la próxima visita que haga a Wareham aprovecharé la oportunidad para hacerme con unas provisiones. Dispongo de un cuartito en el que puedo instalarme para dejarte sitio.
¿Podrías mandarme una tarjeta para decirme cuándo llegas? No tengo coche, pero si vienes en tren, William Deakin, que tiene una compañía de taxis a unos cinco minutos de la estación (los empleados de la estación te indicarán) es de confianza y no muy caro. Los autobuses de Wareham son infrecuentes, y sólo llegan hasta el pueblo de Toynton. Luego tendrías que recorrer unos dos kilómetros a pie, un paseo bastante agradable con buen tiempo, pero que quizá quieras evitar después de un viaje largo. De lo contrario, te he hecho un mapa en el reverso de esta carta.
El mapa confundiría a cualquiera acostumbrado a guiarse por las ortodoxas publicaciones del Servicio Nacional de Topografía y no por las cartas de principios del siglo XVII. Era de suponer que las líneas onduladas representaban el mar. Dalgliesh advirtió la omisión de una ballena con su surtidor de agua. La estación de autobuses de Toynton estaba señalada con claridad, pero la temblorosa línea que partía allí serpenteaba inciertamente entre una variedad de campos, verjas, tabernas y sotos de abetos triangulares y dentados, y a veces retrocedía sobre sí misma cuando el padre Baddeley se daba cuenta de que se había perdido. Junto a la costa había puesto, seguramente como elemento paisajístico destacado, pues no se hallaba cerca del camino señalado, un pequeño símbolo fálico con una leyenda que decía «la torre negra».
El mapa impresionó a Dalgliesh como el primer dibujo de un niño puede impresionar a un padre indulgente. Se preguntó hasta dónde debía de haber llegado su debilidad y su apatía para no haber respondido a la llamada. Revolvió el cajón en busca de una postal y escribió cuatro palabras para comunicarle que llegaría a primera hora de la tarde del lunes primero de octubre. Ello le daría margen suficiente para salir del hospital y pasar unos días de convalecencia en su piso de Queenhythe. Firmó la tarjeta sólo con sus iniciales, la franqueó como correo urgente y la apoyó en la jarra de agua para no olvidarse de pedirle a alguna enfermera que la echara al buzón.
Todavía le quedaba otra obligación y respecto a ésta se sentía menos competente. Pero podía esperar. Debía ir a ver a Cordelia Gray o escribirle para darle las gracias por las flores. No sabía cómo se había enterado de que estaba enfermo, salvo quizás a través de sus amigos de la policía. Seguramente, desde que llevaba la Agencia de Detectives de Bernie Pryde -si no se había hundido todavía, como sería lógico según todas las reglas de la justicia y la economía- estaría en contacto con un par de policías. Asimismo creía que su inoportuna enfermedad había aparecido una o dos veces en artículos publicados por los vespertinos londinenses sobre las bajas recientes en las jerarquías superiores de Scotland Yard.
Era un ramito cuidadosamente dispuesto y personalmente elegido, tan peculiar como la propia Cordelia, un contraste con sus otros regalos de rosas de invernadero, crisantemos gigantescos desgreñados como plumeros de quitar el polvo, falsas flores silvestres y gladiolos de aspecto artificial, flores de plástico con olor a anestesia sobre rígidos tallos fibrosos. Debía de haber estado recientemente en un jardín campestre, se preguntaba dónde. También se preguntaba, con poca lógica, si Cordelia comería lo suficiente, pero apartó de inmediato este ridículo pensamiento de su mente. Recordaba con claridad que contenía discos plateados de lunaria, tres ramitas de brezo de invierno, cuatro capullos de rosa, no los prietos botones raquíticos del invierno, sino remolinos anaranjados y amarillos, suaves como los primeros brotes del verano, delicados retoños de crisantemos de exterior, bayas de un naranja rojizo, y en el centro una luminosa dalia que parecía una joya; todo el ramo estaba rodeado de unas hojas velludas que recordaba haber llamado orejas de conejo en su infancia. Era un gesto enternecedor y joven, que sabía que una mujer mayor o más mundana nunca habría tenido. Había llegado acompañado únicamente de una breve nota en la que decía que se había enterado de su enfermedad y quería desearle una pronta recuperación. Debía ir a verla o escribirle para darle las gracias. La llamada telefónica que había hecho una de las enfermeras a la agencia no bastaba.
Pero eso, junto con otras decisiones más fundamentales, podía esperar. Primero debía ver al padre Baddeley. La obligación no era meramente piadosa ni filial. Descubrió que, pese a ciertas dificultades y turbaciones previsibles, le apetecía volver a ver al anciano sacerdote. Pero no tenía intención de permitir que el padre Baddeley, por muy inadvertidamente que fuera, lo indujera a regresar a su trabajo. Si se trataba de una tarea realmente policial, cosa que dudaba, la comisaría de Dorset se haría cargo. Y, si aquel agradable sol de principios de otoño se mantenía, Dorset sería un lugar tan apropiado como cualquiera para pasar la convalecencia.