Dalgliesh redobló el paso. Se sorprendió prácticamente corriendo. El dolor de cabeza casi había desaparecido milagrosamente pese al plomizo cielo y al aire denso que presagiaba tormenta. Había que cambiar la metáfora, trillada pero cierta. En aquella tarea no era la última pieza del rompecabezas, la más fácil, la que tenía más importancia. No, era el segmento despreciado, el más pequeño y menos interesante, el que, colocado en su sitio, daba sentido de repente a tantas piezas descartadas. Los colores engañosos, los contornos amorfos y ambiguos se unían para conformar el primer esbozo reconocible del cuadro completo.
Y ahora, con esa pieza colocada, había llegado el momento de mover tentativamente las demás sobre el tablero. De momento había que olvidarse de las pruebas, de los informes de la autopsia y de la certidumbre legal de los veredictos; había que olvidar el orgullo, el miedo al ridículo, la resistencia a involucrarse; había que retroceder al principio fundamental aplicado por cualquier detective de división cuando se olía que algún acto de vileza se interponía en su camino. Cui bono? ¿Vivía alguien por encima de sus posibilidades? ¿Poseía alguien más dinero del que podía justificar? En Toynton Grange había dos personas que respondían a tales características, y ambas estaban relacionadas mediante la muerte de Holroyd: Julius Court y Dennis Lerner. Julius, que había dicho que su respuesta a la torre negra era el dinero y el solaz que podía proporcionar: belleza, ocio, amigos, viajes. ¿Cómo podía un legado de treinta mil libras, por muy bien que se invirtiera, permitirle vivir como vivía? Julius, que ayudaba a Wilfred a llevar la contabilidad y conocía mejor que nadie lo precario de la situación. Julius, que nunca iba a Lourdes porque no era su ambiente, pero que se cercioraba de encontrarse en casa para dar una fiestecita de bienvenida a los peregrinos. Julius, que había demostrado una buena disposición sumamente atípica para ayudar cuando el autobús de la peregrinación sufrió un accidente y se presentó de inmediato, se hizo cargo de las diligencias y compró un autobús nuevo especialmente adaptado para que pudieran realizar los viajes con independencia. Julius, que había aportado la prueba necesaria para apartar a Dennis Lerner de toda sospecha relacionada con el asesinato de Holroyd.
Dot había acusado a Julius de utilizar Toynton Grange. Dalgliesh recordaba la escena que se había desarrollado junto al lecho de muerte de Grace; el estallido de Dot, la mirada incrédula del hombre y la rápida reacción de despecho. Pero, ¿y si utilizara la residencia para un propósito más concreto que satisfacer el insidioso placer de sentirse superior y generoso? Usar Toynton Grange. Usar la peregrinación. Tramar el modo de conservar ambas cosas porque ambas eran esenciales para él.
¿Y Dennis Lerner? Dennis, que se quedaba en Toynton Grange aun cuando le pagaban un salario inferior a lo normal y que, pese a ello, mantenía a su madre en una costosa residencia. Dennis, que se sobrepuso resueltamente al miedo para poder escalar con Julius. ¿Qué mejor oportunidad para encontrarse y hablar en absoluta intimidad sin despertar sospechas? Y qué bien les había venido que Wilfred se arredrara con la cuerda deshilachada y dejara las escaladas. Dennis, que no se perdía una sola peregrinación aunque, como aquel día, apenas se sostuviera en pie a causa de la migraña que lo aquejaba. Dennis, que se encargaba de la distribución de la crema de manos y las sales de baño, que hacía la mayor parte del embalaje.
Ello explicaba la muerte del padre Baddeley. Dalgliesh nunca se había tragado que su amigo hubiera sido asesinado para evitar que le revelara que no había visto a Julius andar por el promontorio la tarde de la muerte de Holroyd. En ausencia de pruebas concluyentes de que el anciano no se había adormilado, aunque fuera un momento, junto a la ventana, una afirmación de que Julius había mentido basada en esa prueba hubiera sido quizá enojosa, pero no peligrosa. Sin embargo, la muerte de Holroyd podía formar parte de una conspiración mayor y más siniestra. En tal caso podía muy bien haberles parecido necesario quitar de en medio -bien sencillamente- a un observador obstinado, inteligente y omnipresente que no podía ser silenciado de otra manera, pues barruntaba la presencia del mal. Se habían llevado al padre Baddeley al hospital antes de que se enterara de la muerte de Holroyd. Pero cuando se enteró debió de percibir el significado de lo que hasta entonces se le había escapado. Lo lógico era que tomara alguna medida. Y la había tomado. Había llamado por teléfono a Londres, a un número que había tenido que buscar en el listín. Había concertado una cita con su asesino.
Dalgliesh continuó andando con paso apresurado, dejó atrás Villa Esperanza y, casi sin decisión consciente previa, se dirigió a Toynton Grange. La pesada puerta principal cedió al empujarla. Percibió nuevamente el acre olor ligeramente intimidatorio que enmascaraba olores más siniestros, menos agradables. Estaba tan oscuro que tuvo que encender la luz inmediatamente. El vestíbulo relumbraba como un plató cinematográfico vacío. El suelo a cuadros blancos y negros resultaba estridente para la vista, como un gigantesco tablero de ajedrez que esperaba que las piezas ocuparan sus puestos.
Recorrió las habitaciones vacías encendiendo las luces. Fue iluminado un cuarto tras otro. Se sorprendió tocando mesas y sillas al pasar como si la madera fuera un talismán, mirando atentamente alrededor con los cautelosos ojos de un viajero que regresara a una casa desierta donde no fuera bienvenido. Su mente continuaba mientras tanto removiendo las piezas del rompecabezas. El ataque a Anstey, el intento final y más peligroso de la torre negra. El propio Anstey lo había interpretado como un último intento de asustarlo para que vendiera. Pero supongamos que el propósito hubiera sido otro, no que se cerrara Toynton Grange, sino asegurar su continuidad. Para ello no había otro camino, dados los menguados recursos de Anstey, que traspasarla a una organización financieramente segura y bien establecida. Y Anstey no había vendido. Vencido por el último y más peligroso ataque a su persona, que no podía ser obra de un paciente y que dejaba intacto su sueño, había donado su herencia. Toynton Grange continuaría. Las peregrinaciones continuarían. ¿Era aquello lo que siempre había pretendido y planeado alguien, alguien que conocía perfectamente la precariedad financiera de la residencia?
La visita de Holroyd a Londres. Era evidente que durante aquel viaje se había enterado de algo, de algo que le había hecho regresar a Toynton Grange inquieto y entusiasmado. ¿Era también algo que le había vuelto demasiado peligroso con vida? Dalgliesh había supuesto que su abogado le habría dicho algo, quizá relacionado con sus propios asuntos financieros o con los de la familia Anstey. Pero la visita al abogado no era el principal propósito del viaje. Holroyd y los Hewson también habían ido al hospital St. Saviour, el hospital donde habían tratado a Anstey. Y allí, además de ver a un especialista con Holroyd, habían ido al departamento de historiales médicos. ¿No había dicho Maggie el día que se conocieron: «Nunca volvió al hospital St. Saviour para que incluyeran en su historial médico la milagrosa cura. Hubiera sido bastante chistoso»? Supongamos que Holroyd se hubiera enterado de algo en Londres, pero no directamente, sino a través de alguna confidencia por parte de Maggie Hewson, hecha, quizá, durante uno de los solitarios ratos que habían pasado juntos al borde del acantilado. Recordaba las palabras de Maggie: «¡Ya he dicho que no lo diré, y no lo diré! Pero si sigues refunfuñando, a lo mejor cambio de opinión». Y luego: «¿Y qué? No era tonto, ¿sabes? Se daba cuenta de que algo pasaba… Está muerto, ¿no? Muerto, muerto, muerto». El padre Baddeley estaba muerto, pero también lo estaba Holroyd. Y Maggie. ¿Qué motivo había para que muriera Maggie, y en ese preciso momento?