Pero aquello era precipitarse demasiado. Todavía no eran más que conjeturas, especulaciones, si bien era cierto que se trataba de la única teoría en la que encajaban todos los datos. Sin embargo, eso nada demostraba.
Todavía no tenía pruebas de que alguna de las muertes de Toynton Grange hubiera sido un asesinato. No obstante, una cosa sí era cierta. Si Maggie no había sido asesinada, la habían convencido inconscientemente de colaborar en su propia muerte.
Advirtió un leve burbujeo y percibió el penetrante olor de grasa y jabón caliente que emanaba de la cocina. La propia cocina olía como la lavandería de un asilo Victoriano. Encima del anticuado fogón de gas hervía a fuego lento un balde de mantelitos. Con las prisas de la partida, Dot Moxon debía de haberse olvidado de apagar el gas. La tela gris se agitaba sobre la pestilente espuma oscura y el quemador estaba salpicado de machas de espumarajos. Apagó el gas y los mantelitos se hundieron en su lóbrego baño. Con el «paf» de la llama que se apagaba, el silencio se hizo más intenso; era como si hubiera extinguido el último vestigio de vida humana.
Se trasladó al taller. Las mesas de trabajo estaban cubiertas de una capa de polvo. Alcanzaba a distinguir la hilera de botellas de polietileno y las latas de sales de baño que esperaban ser tamizadas y empaquetadas. El busto de Anstey modelado por Carwardine todavía estaba en su peana de madera. Lo habían cubierto con una bolsa de plástico blanca atada al cuello con lo que parecía una de las corbatas viejas de Carwardine. El efecto era de lo más siniestro; los nebulosos rasgos faciales bajo la cubierta transparente, las cuencas de los ojos vacías, la afilada nariz que desplazaba el plástico conformaban una imagen tan potente como una cabeza cortada.
En el despacho del extremo del anexo, la mesa de Grace Willison todavía estaba debajo de la ventana septentrional y la máquina de escribir cubierta por la funda gris. Abrió los cajones del escritorio, que estaban como esperaba, inmaculadamente limpios y ordenados: pilas de papel blanco con membrete de Toynton Grange; sobres cuidadosamente clasificados por tamaños; cintas de máquina de escribir; lápices; gomas de borrar; papel carbón en su caja; las hojas de etiquetas adhesivas perforadas en las que escribía los nombres y las direcciones de los amigos. Sólo faltaba la lista encuadernada de los sesenta y ocho nombres y direcciones, una de las cuales correspondía a las proximidades de Marsella. Allí, escrito en aquel librito e impreso en la mente de la señorita Willison había estado el eslabón vital de la cadena de codicia y muerte.
La heroína había viajado mucho antes de ser finalmente introducida en el fondo de una lata de sales de baño en el taller de Toynton Grange. Dalgliesh se imaginaba cada etapa de ese viaje con la misma claridad que si lo hubiera hecho él mismo. Los campos de adormideras de la alta meseta de Anatolia, las abultadas vainas rezumando la lechosa savia; la secreta transformación del opio crudo en morfina base incluso antes de salir de la zona; el largo trayecto en caravana de muías, por ferrocarril, carretera o aire hacia Marsella, uno de los muchos puertos de distribución del mundo; el refinado para convertirla en heroína pura en uno de los múltiples laboratorios clandestinos; y luego, la cita convenida entre la multitud de Lourdes, quizá durante la misa, en la cual el paquete se deslizaría rápidamente en la mano receptora. Recordó cómo había empujado la silla de Henry Carwardine por el promontorio la primera noche que había pasado en Toynton Grange, los gruesos asideros de goma que giraban bajo sus manos. Qué sencillo sería sacar uno, insertar una bolsita en el tubo hueco y pegar con cinta adhesiva la goma al metal. No se tardaría más de un minuto en realizar toda la operación. Y tendrían abundantes oportunidades. Philby no iba a las peregrinaciones. Dennis Lerner se encargaría de las sillas. Para un contrabandista no podía haber modo más seguro de cruzar la aduana que como miembro de una peregrinación reconocida y respetable. Los movimientos subsiguientes serían igualmente infalibles. Los abastecedores habrían de conocer con antelación las fechas de cada peregrinación, de la misma manera que los clientes y distribuidores habrían de ser informados de la llegada de cada cargamento. ¿Qué mejor manera podría haber que a través del santurrón boletín de una organización benéfica respetable, un boletín enviado meticulosa e inocentemente cada trimestre por Grace Willison?
¿Y el testimonio prestado por Julius en un tribunal francés, la coartada de un asesino? ¿Había sido aquello no un forzado dejarse chantajear, no un pago por servicios prestados, sino un pago adelantado por servicios por prestar? ¿O, como había sugerido el informante de Bill Moriarty, le había proporcionado Julius coartada a Michonet sin otro motivo que obtener un perverso placer obstruyendo a la policía francesa, haciendo un favor gratuito a una poderosa familia y causando a sus superiores una gran vergüenza? Seguramente. Es posible que ni esperara ni deseara otra recompensa. Pero, ¿y si se la ofrecían? ¿Si le hacían saber con tacto que cierto artículo podía suministrarse en cantidades estrictamente limitadas de encontrar él una manera de introducirlo en Inglaterra furtivamente? ¿Hubiera podido resistir después la tentación de Toynton Grange y la peregrinación semestral?
Y era tan fácil, tan sencillo, tan infalible… y tan increíblemente rentable… ¿A cuánto iba la heroína? ¿A unas cuatro mil libras la onza? No hacía falta que Julius traficara directamente ni se metiera en complicaciones de distribución, sólo tenía que tratar con un par de agentes de confianza para asegurarse el futuro. Con diez onzas por viaje sacaría lo suficiente para comprar todo el ocio y belleza que pudiera desear. Y con el traspaso al Ridgewell Trust el futuro seguía asegurado. Dennis Lerner conservaría el empleo. Las peregrinaciones continuarían. Habría otras residencias susceptibles de explotación, otras peregrinaciones. Y Lerner estaba por completo en sus manos. Aunque se dejara de enviar el boletín y la residencia ya no hubiera de empaquetar y mandar crema de manos y sales de baño, la heroína seguiría llegando. El sistema de información y distribución era una cuestión menor de logística comparada con el problema fundamental de conseguir que la droga llegara sin contratiempos, fiable y regularmente al puerto.
Sin embargo, aunque todavía no tenía pruebas, con suerte, si estaba en lo cierto, al cabo de tres días las tendría. Podía telefonear ahora a la policía local y dejar en sus manos que contactaran con la brigada antidroga de la central. O, mejor aún, podía telefonear al inspector Daniel y preguntarle si podía pasar a verlo camino de Londres. El secreto era esencial. No debía correr el riesgo de despertar sospechas no haría falta más que una llamada a Lourdes para anular el envío y dejarlo a él sin otra cosa que una mezcolanza de sospechas medio formuladas, coincidencias y acusaciones sin fundamento.
Recordó que el teléfono más próximo estaba en el comedor. Tenía línea externa y vio que había sido conectada con la centralita. Pero cuando levantó el auricular no percibió señal. Sintió la habitual irritación momentánea que lo llevaba a pensar que aquel instrumento a cuyo servicio estamos tan acostumbrados debía ser reducido a una ridícula pelota de plástico y metal, así como que una casa con el teléfono cortado parecía siempre mucho más aislada que otra sin teléfono. Era interesante, quizás incluso significativo, que la línea estuviera cortada. Pero daba lo mismo. Emprendería el viaje con la esperanza de encontrar al inspector Daniel en jefatura. En aquella etapa en que su teoría era poco más que una conjetura no se atrevía a hablar con otra persona. Colgó. Y en ese momento una voz dijo desde la puerta: