– Lo que traerá, dentro de tres días. Y continuará trayendo. Le dije que era cannabis, una droga totalmente inofensiva que un gobierno demasiado quisquilloso ha decidido hacer ilegal, pero que a mis amigos de Londres les gusta y están dispuestos a pagarla bien. Él quiere creerme. Conoce la verdad, pero no lo admite siquiera ante sí mismo. Es lógico y sensato, un autoengaño necesario. Así es como todos nos las arreglamos para seguir viviendo. Usted debe de saber que hace un trabajo sucio, sinvergüenzas cazando sinvergüenzas, y que desperdicia su inteligencia haciéndolo, pero admitirlo no contribuiría precisamente a su tranquilidad espiritual. Y si alguna vez lo deja, no reconocerá que es por eso. ¿Va a dejarlo o qué? No sé por qué me ha dado esa impresión.
– Eso demuestra cierta perspicacia. Sí, lo había pensado, pero no ahora.
La decisión de continuar, que no sabía cuándo ni por qué la había tomado, le parecía tan irracional como la de dejarlo. No era una victoria, más bien una especie de derrota. Pero ya habría tiempo suficiente, si vivía, para analizar las vicisitudes de tal conflicto personal. Al igual que el padre Baddeley, había que vivir y morir según el dictado de las circunstancias. Oyó entonces que Julius decía en tono jocoso:
– Una lástima. Pero como parece que éste será su último trabajo, ¿por qué no me dice cómo me ha descubierto?
– ¿Queda tiempo? No me gustaría pasar los últimos cinco minutos dando un recital de incompetencia profesional. No me proporcionará el más mínimo placer y no veo por qué he de satisfacer su curiosidad.
– No, pero redunda más en su interés que en el mío. ¿No debería usted tratar de ganar tiempo? Además, si es lo suficientemente fascinante, es posible que baje la guardia, es posible que le dé oportunidad de abalanzarse sobre mí, de arrojarme una silla o de lo que le hayan enseñado a hacer en este tipo de situación. Quizá venga alguien o incluso es posible que cambie de opinión.
– ¿Cambiará?
– No.
– Entonces satisfaga mi curiosidad. Lo de Grace Willison puedo imaginármelo. La mató de la misma manera que al padre Baddeley, una vez hubo decidido que su suspicacia estaba alcanzando niveles peligrosos, porque se sabía de memoria la lista de amigos, la lista que incluía a sus distribuidores. Pero Maggie Hewson, ¿por qué tenía que morir?
– Porque sabía una cosa. ¿No lo había adivinado? Lo había sobreestimado. Sabía que el milagro de Wilfred era una farsa. Yo acompañé a los Hewson y a Victor a Londres para la visita al hospital St. Saviour. Eric y Maggie fueron al archivo de historiales con intención de echar un vistazo al expediente de Wilfred. Supongo que querían satisfacer una natural curiosidad profesional aprovechando que estaban allí. Descubrieron que jamás había tenido esclerosis múltiple, que las últimas pruebas habían demostrado que el diagnóstico inicial era erróneo. Lo único que había sufrido era parálisis histérica. Debe de ser un trauma para usted, querido comandante. Usted es un pseudocientífico, ¿no? Debe de resultarle difícil aceptar que la tecnología médica es falible.
– No. Yo creo en la posibilidad de establecer diagnósticos erróneos.
– Por lo visto, Wilfred no comparte su saludable escepticismo. No regresó al hospital cuando le tocaba el siguiente reconocimiento, de modo que nadie se molestó en escribirle para comunicarle que habían cometido un pequeño error. ¿Para qué? Pero los Hewson no podían guardarse esa información para ellos solos. Me lo dijeron a mí y después Maggie debió de decírselo a Holroyd. Seguramente en el trayecto de regreso de Londres Victor debió de notar que pasaba algo. Yo traté de sobornarla con whisky para que no lo divulgara, llegó a creer en mi consideración hacia el querido Wilfred, y funcionó hasta que éste la excluyó de la decisión sobre el futuro de Toynton Grange. Y ella se lo tomó en serio. Me dijo que pensaba irrumpir en el último período, después de la meditación, y proclamar públicamente la verdad. Yo no podía arriesgarme a permitirlo. Era lo único, lo único, que podía hacerle vender. Hubiera impedido el traspaso al Ridgewell Trust. Toynton Grange y la peregrinación tenían que continuar.
»En realidad no le apetecía pasar por el alboroto que estallaría después de dar la noticia y fue bastante fácil convencerla de que dejara al grupo de Toynton Grange reaccionar como les apeteciera y escapara conmigo a la ciudad de inmediato. Le sugerí que dejara una nota deliberadamente ambigua, que pudiera interpretarse como una amenaza de suicidio. Luego podría regresar a Toynton si le apetecía y en el momento que le apeteciera y ver la reacción de Eric a su presunta viudez. A Maggie le gustaban los gestos histriónicos. La sacaba de una situación delicada, les proporcionaba a Wilfred y Eric grandes preocupaciones y molestias y a ella unas vacaciones gratis en mi piso de Londres, así como la perspectiva de abundante diversión si decidía regresar. Incluso se ofreció a ir a buscar la cuerda ella misma. Nos quedamos aquí bebiendo hasta que estuvo demasiado borracha para desconfiar de mí pero lo suficientemente sobria para escribir la nota. Las últimas líneas, la referencia a la torre negra, las añadí yo, naturalmente.
– ¿Así que por eso se bañó y se vistió?
– Claro. Se emperifolló para efectuar una entrada impresionante en Toynton Grange y también, me gusta pensar, para impresionarme a mí. Me satisfizo comprobar que merecía ropa interior limpia y uñas pintadas. No sé qué pensaría que me proponía hacer yo una vez en Londres. La querida Maggie andaba siempre en las nubes. Prepararse el diafragma fue quizá más optimista que discreto. Pero es posible que tuviera planes propios. Estaba encantadísima de salir de Toynton. Murió feliz, eso se lo aseguro.
– Y antes de salir de la casa hizo usted las señales con la luz.
– Tenía que tener alguna excusa para aparecer y encontrar el cuerpo. Me pareció prudente añadir cierta verosimilitud. Quizás alguien miraría por la ventana y podría confirmar mi relato. No pretendía que fuera usted. Encontrarlo allí afanándose en hacer de boy-scout me sobresaltó. Y además se obstinó en no dejar el cuerpo.
Debía de haber sido un sobresalto semejante al de encontrar a Wilfred casi asfixiado. El terror de Julius era auténtico tanto entonces como después de la muerte de Maggie.
– ¿Y a Holroyd lo empujaron por el acantilado por la misma razón, para evitar que hablara?
Julius se echó a reír.
– Esto le divertirá. Fue una deliciosa ironía. Yo ni siquiera sabía que Maggie se lo había contado a Holroyd hasta que le puse a prueba después de la muerte. Dennis no llegó a enterarse. Holroyd empezó a burlarse de Dennis como solía hacer. Dennis estaba bastante acostumbrado y se limitó a alejarse de él con su libro. Entonces Holroyd inició una línea de tormento un poco más siniestra. Comenzó a gritarle. Le preguntó qué diría Wilfred cuando se enterara de que sus maravillosas peregrinaciones eran un fraude, que la propia Toynton Grange se basaba en una mentira. Le dijo a Dennis que sacara todo lo que pudiera de la próxima peregrinación porque sin duda sería la última. A Dennis le entró el pánico, pensó que Holroyd había descubierto el contrabando de droga. No se detuvo a pensar cómo demonios lo había averiguado. Luego me dijo que ni siquiera recordaba haberse puesto en pie, haber soltado lo frenos ni haber empujado la silla. Pero lo hizo, claro. Nadie más pudo hacerlo. No hubiera podido aterrizar donde aterrizó si no se hubiera despeñado con considerable impulso. Yo estaba en la playa cuando cayó. Una de las cosas irritantes de ese asesinato es que nadie se ha compadecido de mí por la traumática experiencia de ver a Holroyd aplastado a unos veinte metros de distancia. Espero que ahora hable usted.
Dalgliesh pensó que la muerte debía de haberle venido bien en dos sentidos: se quitaba de en medio a Holroyd, y lo que sabía, y ponía a Dennis definitivamente a su merced.