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– Y se libró de las dos piezas de la silla de ruedas mientras Lerner iba a buscar ayuda.

– Las escondí a unos cincuenta metros en una profunda hendidura que quedaba entre dos rocas. En ese momento me pareció una buena manera de complicar el caso. Sin los frenos nadie podría estar seguro de que no había sido un accidente. Pensándolo bien, debería haberlo dejado todo tal como estaba y haber permitido que se supusiera que Holroyd se había suicidado. Esencialmente eso es lo que hizo y así se lo he hecho ver a Dennis.

– ¿Qué piensa hacer ahora? -preguntó Dalgliesh.

– Meterle una bala en la cabeza, esconder su cuerpo en su propio coche y librarme de los dos juntos. Es un método muy trillado, ya lo sé, pero tengo entendido que funciona.

Dalgliesh se echó a reír y se sorprendió de que tal sonido pudiera parecer espontáneo.

– Deduzco que se propone conducir unos cien kilómetros en un coche fácilmente identificable con el cadáver de un comandante de la policía metropolitana en el maletero, su propio maletero, casualmente. Varios hombres conocidos míos de las secciones de máxima seguridad de Parkhurst y Durham admirarían su valor, aunque no les apeteciera demasiado la perspectiva de acogerlo en su compañía. Son un grupito pendenciero y poco civilizado. Me parece que no tendrán gran cosa en común.

– Yo correré el riesgo, pero usted estará muerto.

– Claro. Y de hecho usted también desde el momento en que la bala penetre en mi cuerpo, a no ser que considere que cumplir cadena perpetua es vivir. Aunque intente falsificar las huellas digitales del gatillo, sabrán que he sido asesinado. No soy de los que se suicidan ni de los que se adentran en bosques o canteras remotas para pegarme un balazo en el cerebro. Las pruebas forenses darán al laboratorio un día de trabajo fácil.

– Eso si encuentran el cuerpo. ¿Cuánto tardan en empezar a buscar? ¿Tres semanas?

– Buscarán bien. Si a usted se le ocurre un sitio apropiado para abandonarme a mí y al coche, a ellos también puede ocurrírseles. No se imagine que la policía no sabe interpretar mapas. Y, ¿cómo piensa regresar aquí? ¿Cogiendo un tren en Bournemouth o Winchester, haciendo autoestop, alquilando una bicicleta, andando toda la noche? No podría seguir hasta Londres en tren fingiendo que lo había cogido en Wareham, es una estación pequeña y lo conocen. Se acordarían de si había pasado por allí.

– Tiene razón, por supuesto -dijo Julius pensativo-. Entonces tendrá que ser el acantilado. Tendrán que sacarlo del mar.

– ¿Con una bala en la cabeza? ¿O espera que me tire por el precipicio para tenerlo contento? Podría ejercitar su fuerza física, claro, pero tendría que acercarse peligrosamente, lo suficiente para entablar una pelea. Estamos bastante igualados. Y supongo que no pensará caer conmigo. Una vez encuentren la bala y el cuerpo, está usted acabado. El camino empieza aquí, recuérdelo. La última vez que fui visto con vida fue cuando partió el autobús de Toynton Grange, y aquí no quedamos más que nosotros dos.

Fue entonces cuando simultáneamente oyeron que alguien llamaba a la puerta principal. Al sonido, seco como un disparo, siguió el tableteo de unos pasos, pesados y firmes, que atravesaban el vestíbulo.

Capítulo 37

De repente, Julius dijo:

– Grite y los mataré a los dos. Colóquese a la izquierda de la puerta.

El ruido de los pasos que atravesaban el vestíbulo alcanzó un volumen sobrenatural en el pavoroso silencio. Los dos hombres contuvieron la respiración.

Philby apareció en la puerta y vio la pistola inmediatamente. Abrió unos ojos como platos y luego se puso a parpadear de manera frenética. Pasó la vista de un hombre a otro. Al hablar lo hizo con voz ronca, como disculpándose, y se dirigió a Dalgliesh a la manera de un niño que explica una fechoría.

– Wilfred me ha hecho regresar. Dot pensaba que se había dejado el gas encendido. -Volvió la vista hacia Julius y en esta ocasión el terror era inconfundible-. ¡No! -dijo.

Y casi en el mismo instante Julius disparó. El chasquido del revólver, aunque previsible, resultaba igualmente espeluznante, igualmente increíble. El cuerpo de Philby se puso rígido, osciló y luego cayó hacia atrás como un árbol cortado con un estruendo que hizo temblar la habitación. La bala había penetrado justo entre los dos ojos. Dalgliesh sabía que allí era donde la había mandado Julius, que había usado aquel asesinato necesario para demostrar que sabía usar un arma. Había sido un blanco de prácticas.

Apuntó nuevamente a Dalgliesh, y dijo con calma:

– Acérquese a él.

Dalgliesh se inclinó sobre el muerto. Los ojos todavía parecían retener la última mirada de tremenda sorpresa. La herida era una agujero limpio y grumoso que se abría en la parte baja de la abultada frente, tan pulcro que hubiera podido utilizarse en una demostración de balística forense sobre el efecto de una descarga a un metro y medio de distancia. No había señales de pólvora y "muy poca sangre, únicamente la tiznadura de la piel causada por la rotación de la bala. Era un estigma preciso, casi decorativo, y no constituía índice de la destrucción que estaba teniendo lugar dentro.

– Con esto estamos en paz por lo del busto hecho añicos. ¿Hay herida de salida?

Dalgliesh volvió suavemente la pesada cabeza.

– No. Ha debido de topar con un hueso.

– Tal como quería yo. Quedan dos balas. Pero esto nos viene bien, comandante. Se equivocaba al decir que yo sería la última persona en verlo vivo. Me iré en el coche para buscar coartada y a los ojos de la policía la última persona que lo habrá visto vivo será Philby, un criminal con propensión a la violencia. Dos cuerpos en el mar con heridas de bala. Una pistola, con licencia, he de decir, robada del cajón de mi mesilla de noche. Que la policía se invente una teoría que lo explique. No les será difícil. ¿Hay sangre?

– Todavía no. La habrá, pero poca.

– Lo recordaré. Y no me costará mucho limpiarla de este linóleo. Vaya a buscar la bolsa de plástico del busto de Wilfred y póngasela en la cabeza. Átesela con su propia corbata. Dése prisa. Lo seguiré a seis pasos de distancia. Si me impaciento a lo mejor me decido a adelantar el trabajo.

Encapuchado de plástico blanco, con la herida a modo de tercer ojo, Philby se transformó en un monigote inerte, su abultado cuerpo grotescamente enfundado en un aseado traje demasiado pequeño para él, la corbata torcida bajo los bufonescos rasgos faciales.

– Ahora vaya a buscar una de las sillas de ruedas ligeras.

Le indicó una vez más con un gesto que se dirigiera al taller y lo siguió, siempre a unos prudentes seis pasos. Dalgliesh encontró tres sillas apoyadas en una pared, desplegó una y la empujó hasta el cadáver. Habría huellas dactilares, pero, ¿qué demostrarían? incluso podía ser la silla en que había llevado a Grace Willison.

– Siéntelo. -Puesto que Dalgliesh vacilaba añadió con un matiz de controlada impaciencia en la voz-: No quiero tener que encargarme de dos cuerpos a la vez, pero puedo si hace falta. En el cuarto de baño hay una polea. Si no puede levantarlo solo, vaya a buscarla, pero tenía entendido que a los policías les enseñaban habilidades como ésta.

Dalgliesh se las arregló solo, aunque no fue fácil. Las ruedas resbalaban en el linóleo incluso con el freno puesto y tardó más de dos minutos en dejar el pesado y torpe cuerpo apoyado en la lona. Dalgliesh había conseguido ganar un poco de tiempo pero a costa de algo: Había perdido fuerzas. Sabía que seguiría vivo mientras Julius pudiera utilizar su mente todo su bagaje de experiencia aterradoramente apropiada para la ocasión, y su fuerza física. Tener que trasladar dos cuerpos hasta el borde del acantilado le resultaría engorroso pero podía nacerlo. Toynton Grange contaba con medios para transportar cuerpos inertes. En aquel momento, Dalgliesh era una carga mayor muerto que vivo, pero el margen era peligrosamente estrecho; no tenía sentido reducirlo todavía más. Ya se presentaría el momento óptimo para actuar, y se les presentaría a los dos. Ambos lo esperaban. Dalgliesh para atacar, Julius para disparar. Ambos sabían cuál era el coste de un error a la hora de reconocer ese momento. Quedaban dos balas y tenía que asegurarse de que ninguna de ellas iba a parar a su cuerpo. Mientras Julius se mantuviera a esa distancia y empuñara el arma, era inviolable. De alguna manera Dalgliesh tenía que acercarlo lo suficiente para dar lugar al contacto físico. De alguna manera tenía que romper aquella concentración, aunque sólo fuera durante una fracción de segundo.