Pero al menos algo podía hacer en aquel momento, algo que ya había pensado hacer, aunque no resultaría fácil. Tenía la esperanza de que, como mínimo durante un par de segundos, la tapa del maletero lo ocultara parcialmente de la vista de Julius. Pero Julius estaba justo detrás del coche, veía a Dalgliesh perfectamente. No obstante, aquella posición ofrecía una ventaja. Los ojos grises nunca se movían, no se atrevían a apartarse de su rostro. Si era rápido y astuto, y tenía suerte, quizá lo lograra. Se llevó las manos a las caderas en un gesto casual. Percibía el ligero peso de la cartera de fina piel que llevaba en el bolsillo posterior de los pantalones, curvada sobre la nalga.
– Le he dicho que se ponga al lado -dijo Julius con peligrosa calma-. No pienso arriesgarme a dejarme ver con usted.
El pulgar y el índice derechos de Dalgliesh retorcieron el botón del bolsillo. Gracias a Dios el ojal era holgado.
– Entonces más vale que vaya de prisa si no quiere tener que explicar un cuerpo muerto por asfixia -dijo.
– Después de pasar un par de noches en el mar tendrá los pulmones demasiado llenos de agua para que se note.
Tenía el botón desabrochado. Introdujo el índice y el pulgar derechos cuidadosamente en el bolsillo y agarró la cartera. Ahora todo dependía de si lograba sacarla con suavidad, de si era capaz de dejarla caer tras la rueda del coche sin que Julius se diera cuenta.
– No funciona así, ¿sabe? En la autopsia se verá perfectamente que estaba muerto antes de llegar al agua.
– Y será cierto, con una bala en el cuerpo. Cuando lo vean, dudo de que busquen signos de asfixia. Pero gracias por advertirme. Conduciré deprisa. Métase ahí.
Dalgliesh se encogió de hombros y se inclinó con repentina energía para introducirse en el maletero, como si abandonara momentáneamente toda esperanza. Apoyó la mano izquierda en el parachoques. Allí al menos dejaría una huella de la palma de la mano difícil de explicar. Pero entonces se acordó. Había apoyado la mano en el parachoques al cargar el cayado, los sacos y la escoba en el maletero. Era una pequeña desilusión, pero lo deprimió. Dejó caer la mano derecha y la piel se deslizó entre el pulgar y el índice para ir a parar al suelo. No siguió la más mínima orden peligrosamente serena. Julius ni habló ni se movió, y continuó vivo. Si le acompañaba la suerte, permanecería con vida hasta que llegaran a la torre negra. Sonrió ante la ironía de que ahora su corazón se alegrara por un obsequio que hacía menos de un mes había recibido tan de mala gana.
La tapa del maletero se cerró. Estaba aprisionado en completa oscuridad, absoluto silencio. Sintió un segundo de pánico claustrofóbico, una irresistible necesidad de extender el cuerpo encogido y aporrear el metal con los puños. El coche no se movía. Julius tendría ahora libertad para mirar el reloj. El cuerpo de Philby yacía junto a él. Percibía el olor del muerto como si todavía respirara, una amalgama de grasa, bolas de alcanfor y sudor; el aire del maletero estaba cargado de su presencia. Sintió una punzada de culpabilidad por el hecho de que Philby estuviera muerto y él vivo. ¿Podría haberlo salvado advirtiéndole con un grito? Pero sabía que el único resultado hubiera sido la muerte de los dos. Philby hubiera seguido avanzando, tenía que seguir avanzando. Y aun de haber dado media vuelta y haber echado a correr, Julius lo hubiera seguido para liquidarlo. Pero ahora, la sensación de la carne húmeda y fría contra la de él, el vello de las fláccidas muñecas erizado como si fueran cerdas, le causaban la misma comezón que un reproche. El automóvil dio una pequeña sacudida y se puso en marcha.
No había modo de saber si Julius había visto la cartera y la había cogido, aunque le parecía poco probable. No obstante, ¿la encontraría la señora Reynolds? Estaba en el camino por el que había de pasar. Casi con seguridad desmontaría de la bicicleta delante del garaje. Si la encontraba, suponía que no descansaría hasta devolverla. Pensó en su propia señora Mack, la viuda de un guardia de la policía metropolitana que le limpiaba el piso y de vez en cuando le preparaba una comida, en su obsesiva honradez, en su meticuloso interés por las pertenencias de quien le daba empleo, las perpetuas notas explicativas sobre piezas de ropa que faltaran, el incremento en el coste de las compras y los gemelos extraviados. No, la señora Reynolds no descansaría mientras tuviera la cartera en su poder. La última vez que había ido a Dorchester había cobrado un cheque; los tres billetes de diez libras, el manojo de tarjetas de crédito, el carnet de la policía, todo ello la preocuparía muchísimo. Seguramente perdería algo de tiempo yendo a Villa Esperanza. Al no encontrarlo allí, ¿qué haría? Suponía que llamaría a la policía local aterrorizada de pensar que podía denunciar la pérdida antes de que ella informara del hallazgo. ¿Y la policía? Si tenía suerte, advertirían la curiosa circunstancia de que la cartera hubiera caído precisamente en medio del camino. Sospecharan o no, tendrían la cortesía de intentar ponerse de inmediato en contacto con él. Quizá considerarían que valía la pena llamar a Toynton Grange, puesto que la casita por él ocupada no tenía teléfono. Descubrirían que inexplicablemente no podían establecer comunicación. Al menos había una posibilidad de que creyeran conveniente mandar una patrulla, y si había alguna cerca, llegaría enseguida. Lógicamente, una acción debía seguir a la otra. Y en una cosa tenía suerte: la señora Reynolds, recordó, era la viuda del guardia del pueblo. Al menos, no tendría miedo de llamar por teléfono, sabría a quién acudir. Su vida dependía de que viera la cartera. Unos centímetros cuadrados de piel marrón en las losas del patio. Y la luz era cada vez más tenue bajo aquel cielo tormentoso.
Julius conducía a toda velocidad incluso por el irregular terreno del promontorio. El coche se detuvo. Ahora abriría la verja. Unos pocos segundos más de movimiento y volvió a detenerse. Debía de haberse encontrado a la señora Reynolds y estaría charlando con ella. Al cabo de medio minutos volvieron a ponerse en marcha, en esta ocasión con la lisa carretera bajo las ruedas.
Podía hacer una cosa más. Se llevó la mano a la cara y se mordió el pulgar izquierdo. La sangre tenía un sabor dulce y caliente. La extendió por el techo del maletero y después de levantar la sábana oprimió el pulgar contra la moqueta del fondo. Grupo AB, RH negativo. Era un grupo bastante raro. Con suerte, Julius no advertiría estas manchitas delatoras. Esperaba que los investigadores de la policía fueran más perspicaces.
Comenzó a sentir que le faltaba aire, le martilleaba la cabeza. Se dijo que había aire suficiente, que la opresión que notaba en el pecho no era más que un efecto psicológico. Entonces el coche dio una pequeña sacudida. Ello indicaba que Julius había dejado la carretera para situarse en la hondonada oculta tras el muro de piedra que separaba la carretera del promontorio. Era un lugar idóneo para detenerse. Aunque pasara otro coche, y ello era poco probable, el Mercedes no sería visible. Ya habían llegado. Estaba a punto de dar comienzo el último trecho del viaje.
Unos ciento cuarenta metros de hierba irregular salpicada de piedras los separaban del lugar donde se erigía la torre negra, agazapada con aire malévolo bajo el cielo amenazador. Dalgliesh sabía que Julius preferiría hacer un solo viaje. Querría alejarse cuanto antes de la carretera, querría que todo acabara para poder marcharse. Y, lo que era más importante, no debía tener contacto físico con ninguna de las dos víctimas. Sus ropas nada revelarían cuando los hinchados cuerpos fueran por fin recuperados al mar. Julius sabía lo difícil que resultaría erradicar los infinitamente pequeños restos de cabello, de fibras o de sangre de su propia ropa sin realizar una limpieza delatora. Hasta el momento, estaba totalmente limpio. Sería una de sus mejores cartas. Dalgliesh podría vivir al menos hasta que alcanzaran el refugio de la torre. Estaba lo suficientemente seguro para dedicarse a atar el cuerpo de Philby a la silla con toda calma. Después se apoyó un momento en los asideros respirando entrecortadamente y simulando un agotamiento mayor del que sentía. Debía conservar las fuerzas pese al esfuerzo que le esperaba. Julius cerró de un golpe la tapa del maletero y dijo: