– Andando, que tenemos la tormenta encima.
Pero no alzó la vista hacia el cielo, no tenía necesidad. La lluvia casi se olía en la fresca brisa.
Aun cuando las ruedas de la silla estaban bien engrasadas, el avance resultaba duro. Las manos de Dalgliesh resbalaban en los asideros de goma. El cuerpo de Philby, amarrado como un niño perverso, sufría sacudidas y deslizamientos cuando las ruedas topaban con las piedras o las matas de hierba. Dalgliesh notó que el sudor le caía sobre los ojos. Ello le proporcionó la oportunidad que esperaba para quitarse la chaqueta. Cuando llegara el momento de la lucha final, el hombre que estuviera más libre gozaría de ventaja. Dejó de empujar y se paró a jadear. Los pies que lo seguían también se detuvieron.
Aquél podía ser el momento. En tal caso, nada podría hacer. Se consoló pensando que no se daría cuenta. Si Julius apretaba el gatillo, su atrafagada y aterrada mente se aquietaría. Recordó las palabras de Julius. «Sé lo que pasará cuando muera: aniquilación. No sería lógico tener miedo de eso.» ¡Si fuera tan sencillo! Pero Julius no disparó. La voz peligrosamente tranquila dijo desde detrás de éclass="underline"
– ¿Qué pasa?
– Tengo calor. ¿Puedo quitarme la chaqueta?
– ¿Por qué no? Póngala encima de las rodillas de Philby. La echaré al mar detrás de usted. De todos modos se la hubiera arrancado el oleaje.
Dalgliesh se quitó la chaqueta, la dobló y la colocó sobre las rodillas de Philby. Sin volver la vista, dijo:
– No le conviene dispararme por la espalda. Philby murió instantáneamente. Tiene que parecer que él me disparó primero, pero sólo me hirió antes de que yo le quitara la pistola y lo liquidara. Sin lucha y con una sola pistola no pueden producirse dos muertes instantáneas, y una de un disparo en la zona lumbar.
– Ya lo sé. A diferencia de usted, es posible que carezca de experiencia en las manifestaciones más crudas de la violencia, pero no soy tonto y entiendo de armas. Siga.
Continuaron avanzando prudentemente distanciados: Dalgliesh empujaba a su macabro pasajero y escuchaba el suave restregar de los pies que lo seguían. Se sorprendió pensando en Peter Bonnington. El hecho de que un muchacho desconocido, ahora muerto, hubiera sido trasladado de Toynton Grange era la causa de que ahora él, Adam Dalgliesh, estuviera atravesando el promontorio de Toynton con una pistola a la espalda. El padre Baddeley le hubiera encontrado la lógica, pero el padre Baddeley creía en una lógica subyacente a todo. Con esa creencia, todas las perplejidades humanas quedaban reducidas a ejercicios de geometría espiritual. De repente, Julius empezó a hablar. Dalgliesh se imaginó que sentía la necesidad de entretener a su víctima durante aquel último y tedioso paseo, que trataba de justificarse.
– No puedo volver a la pobreza. Necesito el dinero como el oxígeno. No el dinero justo, sino más que el justo, mucho más. La pobreza mata. Yo no temo a la muerte, pero temo ese particular proceso lento y corrosivo que conduce a la muerte. No me creyó, ¿verdad?, cuando le conté esa historia de mis padres.
– No del todo. ¿Debía creérmela?
– Eso al menos era cierto. Podría llevarlo a muchas tabernas de Westminster; Dios santo, seguramente las conocerá; y ponerlo cara a cara con lo que me da miedo a mí: los patéticos maricones entrados en años que sobreviven con sus pensiones. O que no sobreviven. Y ellos, pobres desgraciados, ni siquiera han tenido alguna vez dinero. Yo sí. No me avergüenza mi naturaleza. Pero, si he de vivir, he de ser rico. ¿De veras esperaba que permitiera que una vieja moribunda se interpusiera en mi camino?
Dalgliesh no contestó; en cambio, comentó:
– Supongo que vino por aquí cuando prendió fuego a la torre.
– Claro. Hice lo mismo que hemos hecho ahora. Fui en coche hasta la hondonada y seguí a pie. Sabía cuándo era probable que Wilfred, que es una criatura de costumbres, estuviera en la torre y lo observé con los prismáticos. Si no era ese día, sería otro. No tuve dificultad alguna en hacerme con la llave y el hábito. De eso me ocupé con un día de antelación. Cualquiera que conozca Toynton Grange puede moverse por allí sin ser visto. Y aunque me hubiera visto alguien, no me hace falta explicar mi presencia. Como dice Wilfred, soy de la familia. Por eso me fue tan fácil matar a Grace Willison. Estaba en casa y acostado poco después de las doce y sin otras complicaciones que un poco de frío en las piernas y cierta dificultad en dormirme. Ah, y debo decirle, por si alberga alguna duda, que Wilfred ignora lo del contrabando. Si fuera yo el que ha de morir y usted el que ha de vivir, en vez de al contrario, podría tener la satisfacción de dar la noticia. Las dos noticias: que su milagro era un engaño y su reducto de amor una parada de postas de la muerte. Daría cualquier cosa por verle la cara.
Se encontraban ya a pocos pasos de la torre negra. Sin cambiar abiertamente de dirección, Dalgliesh empujó la silla todo lo que pudo hacia el porche. El viento iba ganando intensidad en bruscos arrebatos gimientes. Pero siempre corría cierta brisa en aquel elevado promontorio de hierba y roca. De repente, se paró. Sostuvo la silla con la mano izquierda y se volvió hacia Julius con mucho cuidado de no perder el equilibrio. Entonces. Tenía que ser entonces.
– ¿Qué pasa? -dijo Julius ásperamente.
El tiempo se detuvo. Un segundo era una eternidad. En esa breve laguna infinita, la mente de Dalgliesh se liberó de toda tensión y de todo temor. Era como si se distanciara del pasado y del futuro, simultáneamente consciente de sí mismo, de su adversario y del sonido, el aroma y el color del cielo, del acantilado y del mar. La cólera contenida de las últimas semanas, el controlado suspense de la hora anterior, todo se apaciguó en aquel momento preliminar a la liberación final. Habló con voz aguda y quebrada, simulando terror, un terror que hasta a sus propios oídos parecía horriblemente real.
– ¡La torre! ¡Hay alguien dentro!
Volvió a oírse -sus súplicas habían sido escuchadas- cómo los huesos, atravesando la carne desgarrada, arañaban frenéticamente la dura piedra. Percibió entonces más que oyó el siseo de la inspiración de Julius. El tiempo avanzó y en ese último segundo Dalgliesh saltó.
Al caer, con el cuerpo de Julius debajo, Dalgliesh sintió el martillazo en el hombro derecho, la inmediata insensibilidad, el pegajoso calor, sedante como un bálsamo, que le empapaba la camisa. El disparo resonó en la torre negra y el promontorio cobró vida. Una nube de gaviotas se alzó graznando de las rocas. Cielo y acantilado eran una vorágine de alas batientes. Y en ese preciso instante, como si las cargadas nubes hubieran esperado que se diera la señal, el cielo se rasgó acompañado del sonido del desgarramiento de un lienzo y empezó a llover.
Lucharon como animales hambrientos que dan torpes zarpazos a su presa, con los ojos irritados y cegados por la lluvia, enzarzados en un rigor de odio.
Dalgliesh, incluso con el cuerpo de Julius debajo, sintió que se le consumían las fuerzas. Tenía que ser ahora, ahora que todavía estaba encima y todavía podía usar el hombro izquierdo. Retorció la muñeca de Julius contra la tierra enlodada y le oprimió las venas con todas sus fuerzas. Percibía el aliento de Julius como una ráfaga de aire caliente en el rostro. Estaban mejilla contra mejilla en una horrible parodia de amor sin fuerzas. Pero los rígidos dedos no soltaron la pistola. Lentamente, con dolorosos espasmos, Julius dobló el brazo derecho hacia la cabeza de Dalgliesh. Entonces la pistola se disparó. Dalgliesh sintió que la bala pasaba rozándole el cabello hasta perderse inocuamente en la cortina de lluvia.