Empezaron a rodar hacia el borde del precipicio. Dalgliesh, que cada vez estaba más débil, notó cómo se agarraba a Julius en busca de apoyo. La lluvia era una afilada lanza contra los globos oculares. Tenía la nariz apretada contra la herbosa tierra con el consiguiente efecto sofocante. Humus. Un último olor reconfortante y familiar. Mientras rodaba sus dedos agarraban impotentes la hierba, que se le iba quedando en las manos en húmedos manojos. De pronto Julius estaba de rodillas encima de él, agarrándole la garganta con las manos, echándole la cabeza hacia atrás por el borde del acantilado. El cielo, el mar y la densa lluvia conformaban una turbulenta blancura, un inmenso rugido en sus oídos. El rostro de Julius, surcado de arroyos, estaba fuera de su alcance, los rígidos brazos empujaban las crueles manos opresoras. Tenía que acercarse a aquel rostro. Relajó deliberadamente los músculos y aflojó el ya debilitado asimiento de los hombros de su oponente. Funcionó. Julius aflojó también e instintivamente bajó la cabeza para mirar el rostro de Dalgliesh. Cuando los pulgares del policía se le clavaron en los ojos lanzó un alarido. Sus cuerpos se separaron. Dalgliesh se puso en pie y echó a correr promontorio arriba con intención de parapetarse en la silla.
Se agazapó detrás, jadeando contra la combada lona que le servía de apoyo, contemplando cómo avanzaba Julius con el cabello chorreando, los ojos desorbitados, los robustos brazos extendidos hacia adelante anhelando ese agarrón final. Tras él, la torre rezumaba sangre negra. La lluvia chocaba contra las rocas como si fuera granizo, despidiendo una fina neblina que se mezclaba con la áspera respiración. El doloroso ritmo le rasgaba el pecho y le llenaba los oídos como los gritos de la agonía de un enorme animal. Inesperadamente, soltó los frenos y con las últimas fuerzas que le quedaban impulsó la silla hacia delante. De inmediato vio los ojos asombrados y desesperados de su asesino. Durante un instante pensó que Julius iba a lanzarse contra la silla, pero en el último momento se hizo a un lado y la silla, cargada con el aterrador bulto, se precipitó por el acantilado.
– ¿Cómo lo va a explicar cuando lo saquen? -Dalgliesh nunca llegó a saber si habló para sí mismo o lo dijo en voz alta porque en ese mismo momento notó que tenía a Julius encima.
Aquello era el fin. Ya no luchaba, se limitaba a dejarse arrastrar rodando hacia la muerte. Nada podía esperar más que llevarse a Julius con él. Unos gritos roncos y discordantes le horadaban los tímpanos. El gentío llamaba a Julius. Todo el mundo gritaba. El promontorio estaba lleno de voces, de formas. De repente, el peso que tenía en el pecho desapareció. Estaba libre. Seguidamente oyó susurrar a Julius «¡Oh, no!», una protesta triste y desesperada, clara como si la voz le perteneciera a él. No era el último grito horrorizado de un hombre sin esperanza. Había sido pronunciada con calma, con pesar, casi con diversión. Entonces el cielo se oscureció por efecto de una sombra, negra como un pájaro enorme que pasara con las alas extendidas sobre su cabeza a cámara lenta. La tierra y el cielo se unieron lentamente. Una solitaria gaviota graznaba. La tierra palpitaba. Un aro blanco de glóbulos amorfos se inclinaba sobre él. Pero el suelo estaba blando, irresistiblemente blando, y dejó que su conciencia fuera perdiendo sangre sobre él.
Capítulo 38
El cirujano salió de la habitación de Dalgliesh al pasillo obstruido por un grupo de hombres corpulentos y les comunicó:
– Estará en condiciones de ser interrogado dentro de media hora aproximadamente. Hemos extraído la bala. Se la he entregado a su colega. Le hemos puesto el gota a gota, pero no se preocupen por eso. Aunque ha perdido bastante sangre, el daño no es grave. Pueden entrar si quieren.
– ¿Está consciente? -preguntó Daniel.
– Apenas. El colega de ahí dentro dice que ha estado recitando El rey Lear. Al menos algo de Cordelia. Y está preocupado porque no le ha dado las gracias por las flores.
– Esta vez, gracias a Dios, no le harán falta flores -dijo Daniel-. Puede agradecérselo a la aguda vista y al sentido común de la señora Reynolds. Aunque también lo ayudó la tormenta. Pero se ha escapado por un pelo. Court lo hubiera lanzado por el precipicio de no haber llegado antes de que advirtiera nuestra presencia. Bueno, pues vamos a entrar, si le parece que no molestamos.
En ese momento hizo su aparición un guardia uniformado con el casco bajo el brazo.
– ¿Qué hay?
– El jefe de policía viene hacia aquí. Y han sacado el cuerpo de Philby medio atado a una silla de ruedas.
– ¿Y el de Court?
– Todavía no. Suponen que la marea lo depositará más abajo.
Dalgliesh abrió los ojos. Su cama estaba rodeada de figuras blancas y negras que avanzaban y retrocedían en una danza ritual. Las cofias de las enfermeras flotaban como alas incorpóreas sobre los rostros tiznados como si no supieran dónde aterrizar. Seguidamente, la imagen cobró nitidez y vio el círculo de rostros familiares. Allí estaba Sister, claro. Y el especialista había regresado temprano de la boda. Ya no llevaba la rosa. Los semblantes dibujaron simultáneamente cautelosas sonrisas que se esforzó por devolver. Así pues, no era leucemia aguda, no era tipo alguno de leucemia. Iba a recuperarse. Y una vez le hubieran quitado aquel pesado artefacto que no sabía por qué le habían puesto en el brazo derecho, podría salir de allí y volver a su trabajo. Diagnóstico erróneo o no, era muy amable por su parte aparentar tanta complacencia por el hecho de que después de todo no fuera a morir, pensó adormilado alzando la vista hacia el círculo de sonrientes ojos.
Fin
P. D. James