El sonido de un automóvil le ahorró a Dalgliesh la necesidad de contestar. Maggie, cuyo oído era por lo visto tan fino como el de él, saltó de su asiento y salió corriendo al exterior. Un gran sedán negro se acercaba al cruce.
– Julius -le dijo Maggie a modo de breve explicación, y empezó a hacer exageradas señas con los brazos.
El coche se detuvo y giró hacia Villa Esperanza. Dalgliesh vio que era un Mercedes negro. En cuanto aminoró la velocidad, Maggie echó a correr como una colegiala impertinente junto a él, vertiendo su explicación por la ventana abierta. El vehículo se detuvo y Julius Court salió ágilmente de él.
Era un joven alto, de miembros sueltos, vestido con pantalones de franela y un suéter verde con refuerzos en los hombros y los codos, a la manera del ejército. El corto cabello castaño claro le envolvía la cabeza como un reluciente casco. Era un semblante autoritario y seguro de sí mismo, con un matiz de indulgencia hacia sí mismo en las perceptibles ojeras que se advertían bajo la cautelosa mirada y el ligero mal genio del gesto de la boca pequeña, que se abría en la pronunciada barbilla. Cuando alcanzara la mediana edad sería grueso, incluso gordo, pero ahora daba una impresión de apostura ligeramente arrogante, realzada más que estropeada por la blanca cicatriz triangular que lucía como un sello sobre la ceja derecha.
Alargó la mano y declaró:
– Lástima que se perdiera el funeral.
Lo dijo en un tono que parecía que lo que hubiera perdido Dalgliesh fuera el tren.
– ¡Querido, no lo entiendes! -exclamó Maggie-. No ha venido para el funeral. El señor Dalgliesh no sabía que el viejo se había ido de este mundo.
Court contempló a Dalgliesh con algo más de interés.
– Oh, perdone. Quizá debería venir a la casa. Wilfred Anstey le podrá decir más cosas acerca del padre Baddeley. Yo estaba en mi casa de Londres cuando murió, de modo que no puedo contarle siquiera si hizo revelaciones interesantes en el lecho de muerte. Suban los dos. Llevo unos libros de la Biblioteca de Londres para Henry Carwardine y no estaría de más dárselos ahora mismo.
Maggie Hewson debió de pensar que había cometido una negligencia al no presentarlos debidamente porque dijo:
– Julius Court. Adam Dalgliesh. Supongo que no se conocerían de Londres. Julius era diplomático.
En tanto subían al coche, Court dijo sin darle importancia:
– No es un término muy apropiado si se tiene en cuenta el bajo rango que alcancé en el servicio. Y Londres es muy grande. Pero no te preocupes, Maggie, como la señora lista del concurso de la televisión, me parece que puedo adivinar cómo se gana la vida el señor Dalgliesh.
Sostuvo la puerta del automóvil con exagerada cortesía.
El Mercedes avanzó lentamente hacia Toynton Grange.
Capítulo 3
Georgie Alian levantó la vista desde la cama alta y estrecha que ocupaba en la sala de enfermos y comenzó a hacer movimientos grotescos con la boca. Los músculos del cuello se le tensaron y abultaron. Trató de levantar la cabeza de la almohada.
– Estaré bien para la peregrinación a Lourdes, ¿verdad? No me. dejarán, ¿verdad?
Pronunció estas palabras en un gemido ronco y discordante. Helen Rainer levantó el borde del colchón, le metió la sábana pulcramente debajo con ortodoxo estilo hospitalario.
– Claro que no te dejarán. Tú serás el paciente más importante de la peregrinación. Deja de inquietarte y trata de descansar antes de tomar el té -dijo animadamente.
Le sonrió con la sonrisa impersonal y profesionalmente tranquilizadora de la enfermera experta. Seguidamente arqueó una ceja mirando a Eric Hewson. Ambos se dirigieron a la ventana y ella dijo en voz baja:
– ¿Cuánto tiempo vamos a poder aguantarlo?
– Un par de meses -repuso Hewson-. Se disgustaría muchísimo si tuviera que marcharse ahora. Y Wilfred también. Dentro de unos meses los dos estarán mejor dispuestos para aceptar lo inevitable. Además, ha puesto todas sus esperanzas en el viaje a Lourdes. Dudo de que esté vivo la próxima vez que vayamos. Y desde luego no estará aquí.
– Pero ahora es un caso de hospital. Nosotros no somos una clínica. Sólo somos una residencia para enfermos crónicos e imposibilitados jóvenes. Dependemos de las autoridades locales, no del Servicio de Salud Nacional. No pretendemos ofrecer un servicio médico completo. Ni siquiera debemos. Ya es hora de que Wilfred o bien abandone o decida qué piensa hacer aquí.
– Ya lo sé.
Y lo sabía; los dos lo sabían. No era un problema reciente. Se preguntó por qué su conversación se había convertido en una tediosa repetición de lo evidente, dominada por la aguda voz didáctica de Helen.
Contemplaron juntos el pequeño patio enlosado, bordeado por las alas de una sola planta que contenían los dormitorios y las salas de estar, donde el grupito de pacientes que quedaba se había reunido a pasar el último rato al sol antes de tomar el té. Las cuatro sillas de ruedas estaban situadas a cierta distancia y de espaldas a la casa. Los dos observadores sólo alcanzaban a ver la nuca de los pacientes. Éstos permanecían sentados inmóviles con la vista fija en el promontorio. Grace Willison, con el desarreglado cabello canoso agitado por la ligera brisa; Jennie Pegram, con el cuello hundido en los hombros y la aureola de cabello rubio flotando sobre el respaldo de la silla de ruedas como si lo hubiera puesto a aclarar al sol; la testa de Ursula Hollis sobre el fino cuello, alta e inmóvil como una cabeza guillotinada en el extremo de un poste; de cráneo oscuro de Henry Carwardine sobre el cuello retorcido ladeado como un títere roto. Pero todos eran títeres. El doctor Hewson sintió un absurdo impulso momentáneo de bajar corriendo al patio y hacer que las cabezas asintieran y oscilaran tirando de unos hilos invisibles atados a las nucas para que el aire se llenara de gritos discordantes.
– ¿Qué les pasa? -dijo de repente-. Aquí pasa algo raro…
– ¿Más que de costumbre?
– Sí. ¿No te has dado cuenta?
– Quizás echan de menos a Michael, Dios sabe por qué. No hacía nada. Si Wilfred está decidido a seguir adelante, más vale que busque un uso mejor para Villa Esperanza. De hecho, he pensado sugerirle que me deje vivir a mí. Sería más fácil para nosotros.
La idea lo sorprendió. Así que aquello era lo que tramaba. La habitual depresión se apoderó de él, física como un peso de plomo. Dos mujeres decididas y descontentas que querían algo que él no podía darles. Trató de disimular el pánico mientras decía:
– De nada serviría. Te necesitan aquí. Y yo no podría ir a Villa Esperanza viviendo Millicent al lado.
– Con la televisión encendida nada puede oír. Eso ya lo sabemos y hay una puerta de servicio por si tienes que escapar rápidamente. Más vale eso que nada.
– Pero Maggie sospecharía.
– Ya sospecha ahora. Y un día u otro tiene que saberlo.
– Ya hablaremos luego. No es momento de preocupar a Wilfred. Todos hemos estado nerviosos desde que murió Victor.
La muerte de Victor. Se preguntó qué perverso masoquismo lo había llevado a nombrar a Victor. Recordó los primeros días de estudiante de medicina en que descubría con alivio una herida que supuraba porque la visión de la sangre, los tejidos inflamados y el pus lo asustaba menos que imaginar lo que había debajo de la suave gasa. Bueno, había acabado por acostumbrarse a la sangre. Había acabado por acostumbrarse a la muerte. Y con el tiempo quizás incluso se acostumbraría a ser médico.
Marcharon juntos al diminuto consultorio de la parte delantera del edificio. Él se dirigió al lavabo y comenzó a lavarse minuciosamente las manos y los antebrazos, como si el breve reconocimiento del joven Georgie hubiera sido una completa intervención quirúrgica que requiriera una limpieza en profundidad. A sus espaldas oía el tintineo del instrumental. Helen estaba ordenando innecesariamente una vez más el armario de instrumentos quirúrgicos. Se dio cuenta con desánimo de que iban a tener que hablar. Pero todavía no. Y ya sabía lo que diría ella. Ya lo había oído todo en otras ocasiones, los viejos e insistentes argumentos expuestos con aquella voz de director del colegio llena de seguridad. «Aquí estás malgastando tu talento. Eres médico, no repartidor de medicamentos. Tienes que liberarte, de Maggie y de Wilfred. No puedes anteponer la lealtad a Wilfred a tu vocación.» ¡Su vocación! Aquélla era la palabra que siempre había usado su madre y le provocaba una risa histérica.