No lejos divisábanse los burgos y las villas nacidas a cobijo del castillo que les defendía. Y todos se afanaban sin reposo en servir a tan grande e imponente dueño de sus vidas y haciendas.
En verdad, Mohl era un hombre importante y puedo asegurar que jamás había visto otro parecido a él. Compartían su vida en el castillo muchos caballeros y escuderos de reconocida nobleza, pero ninguno podía compararse a Mohl, en gallardía, imponente figura, regios ademanes y autoridad singular. Amén de la riqueza y poderío que le hacían tan temido como respetado. Ni tan sólo el Gran Rey (caso de haberse personado en tan lejano punto de sus dominios y acordado alguna vez de nuestras vidas) hubiera empalidecido semejante prestigio.
La torre donde habitaban el Barón, su familia y la pequeña corte que le rodeaba, era la más grande y lujosa o así me lo pareció a mí que pudiera imaginarse. Y en ella se desarrolló mi vida desde entonces.
En un principio realicé las funciones de paje de las damas. La Baronesa era una mujer alta y hermosísima, de cabello tan suave, brillante y dorado que parecía metal bruñido. Hacía peinar por sus doncellas, con gran ostentación, sus largas trenzas, artísticamente entrelazadas en cordones de diverso color (aunque solía preferir el blanco). Su tez era tan pálida que a menudo parecía transparentar sus huesos. Y tenía cejas altas y muy bien curvadas, lo que daba una expresión de continuo asombro, o extrañeza un poco burlona a sus ojos de color de miel (un tanto fijos y como atónitos). pocas mujeres había tenido yo ocasión de conocer. Mi madre fue la única dama, propiamente dicha, que alcanzaron mis ojos hasta aquel momento. Y al recordar y comparar su cuerpo breve y nervudo, sus indiscretos ojos negros -bastante impíos-, su boca fruncida y su naturaleza áspera y lenguaraz, tuve para mí que la aseveración oída tanto a campesinos como a caballeros, de que todas las mujeres son iguales, debió cocerse en molleras muy hueras. No obstante y sin mengua de tanta mesura y elegante porte, el primer "Dios te guarde" con que me acogió la Baronesa fue la orden de que me zambullera en una cuba llena de agua y refregara mi cuerpo y rostro "hasta darle -según dijo- oportunidad de conocer el color de mi verdadera piel". Con gran empeño en complacerla, aunque un tanto asombrado, cumplí este cometido. Luego, me entregaron un jubón con los colores del Barón Mohl. Y éste, aunque resultó algo molesto -ceñía de tal modo bajo los brazos y en el cuello, que no permitía expansión suficiente a mi habitual holgura de movimientos-, me envaneció, sin saber con exactitud por qué razón. Luego, la Baronesa ordenó a sus doncellas que desenmarañasen mi cabello, lo cual resultó operación en verdad tan dolorosa para mí como para ellas. Desanimada al fin ante lo arduo -y hasta peligroso- de semejante capricho, hizo llamar al barbero, para que lo cortara según sus indicaciones. Lo que me apenó, pues estaba ya acostumbrado a los mechones que caían aquí y allá y que, dada mi hosca naturaleza, servían para ocultar el rostro según la ocasión conviniera. Esta tarea fue en verdad ingrata y para mí muy vejatoria ya que constituyó una regocijada diversión para la Baronesa, sus doncellas y damas. Sobre todo me molestó porque entre ellas se hallaban dos jóvenes sobrinas aproximadamente de mi edad y pude oír cómo cuchicheaban con gran aspaviento, que yo olía a cabra, jabalí y leña ahumada. Cosa que me irritó tanto como sumió en gran estupor, pues jamás pensé que tales olores pudieran chocar, ni aún menos ofender a nadie, ya que a mí no me resultaban en absoluto desagradables. A la par, me causó extrañeza que tan finos olfatos no hubieran percibido también otros muchos de los variados aromas que expelía mi persona, tales como el sebo con que me frotaba los brazos y piernas -Krim-Guerrero decía que esto los reforzaba-, o el del queso algo rancio que llenaba mis bolsillos.
Poco a poco, aprendía a salir de tamaños -y otros aún mayores- errores y aberraciones. La Baronesa me enseñó a pulsar el arpa, cosa en la que, confieso, no llegué a descollar, ni aun aprender medianamente. Y aunque muchos fueron sus esfuerzos por enseñarme a cantar, sólo llegué a emitir ciertos sonidos que, según la misma Baronesa apreció, poseían escasa semejanza con los comúnmente producidos por garganta humana. No debo insistir en el hecho de que estas cosas me parecieron tan fútiles -si es que no necias-, que durante aquellos primeros tiempos de mi vida en el castillo fue creciendo mi amargura y despecho hasta tal punto que pensé más me valía ensillar a Krim-Caballo y partir por esos mundos en busca de otro noble señor que, sin exigir a sus escuderos tanto remilgo y hueros aprendizajes, me preparase como yo esperaba. Esto es: a portarme como guerrero valiente y caballero digno. Sólo el pensamiento (y certeza) de que con tal huida daría una gran satisfacción a mis hermanos, detuvo mis impulsos.
Día a día fui, si no amoldándome, al menos resignándome a tan peregrinas enseñanzas. Y así puse empeño en avanzar cuanto pudiese en amaestramientos tan insulsos. Pues me decía, debía tomar estas cosas como quien se enfrenta a una complicada aunque estúpida y menuda pero necesaria batalla. Sólo tras su victoria alcanzaría un puesto en el grande y verdadero combate.
De este modo, me enseñaron y aprendí a moderar mis expresiones, voz y ademanes. A comer con dignidad y elegancia: tomando las porciones de comida con el índice y el pulgar de la mano derecha -y no a puñados, como solía-, sin verter salsa o grasa en mi traje, ni dejar churretes esparcidos aquí y allá. Procuré, según me aconsejaban, no dar rienda suelta a explosiones intempestivas de disgusto -tampoco de risa eran aconsejables, pero en mi caso no era necesario reprimirla, puesto que no me reía nunca-. Escuché canciones, lecturas poéticas y pasajes de la Biblia sin roncar, y me instruí, día a día, en otras menudencias que me hicieron reflexionar sobre lo contradictorio y en verdad misterioso de esta vida. Pues, a juzgar por lo que veía hacer a la mayoría de caballeros y escuderos, estas cosas (que sin duda les habían inculcado y probablemente llegaron a aprender a tierna edad) en su habitual comportamiento brillaban por su ausencia.
No resultaba de todos modos tan muelle o vana la totalidad de mi jornada. Entre mis muchas obligaciones junto a la Baronesa, las había bastante más pesadas. A menudo me encargaba cuidar su caballo o su jauría y acompañarla en pequeñas cacerías. He de admitir que, pese a la fragilidad de su apariencia, era mujer muy dura y hasta cruel, pues alguna vez se ensañó con su presa, o así me lo pareció. Y éstas fueron las únicas ocasiones en que la vi sonreír. Con ello, tuve oportunidad de sorprenderme ante la largura y delgadez de sus blanquísimos dientes.
Por lo demás, se mostraba muy delicada. No tejía lana, ni hilaba, como mi madre: sólo bordaba, o se ocupaba de labores harto complicadas. Y huelga añadir que jamás vi entre sus manos la vaina de una legumbre. Pero no tardé en sospechar que mi señora no amaba las tareas exquisitas y, por el contrario, prefería galopar en su caballo y cazar. Sentía verdadero placer y entusiasmo al presenciar los encuentros de caballeros y los ejercicios o juegos guerreros que, con mucha frecuencia, se celebraban en el castillo.
Esta primera época en dominios de Mohl fue la única en que mis hermanos me dejaron relativamente tranquilo. E incluso llegué a imaginar que me habían olvidado (cosa, para mi mal, del todo falsa).
Al fin, más pronto de lo que suponía, la Baronesa consideró que ya había alcanzado suficientes conocimientos a su lado, y pasé al aprendizaje propio de un joven escudero, entre muchachos de mi misma edad. Pero no por ello dejó de llamarme a menudo. Y disponía de mis servicios con más frecuencia de la que yo hubiera deseado.
La primavera se mostraba espléndida y en sazón. En las grandes praderas, junto al río, la hierba se mecía, alta y verde. Y los juncos de las riberas brillaban, como delgados ejércitos de lanzas, entre los arces y los abedules. Una selva espesa y negra se extendía hacia el norte, atravesada por gritos misteriosos y sensuales de pájaros, u otras desconocidas criaturas, según oí decir. Hacia la estepa, tras las dunas, el mundo parecía infinito y a menudo lo observaba yo con inquietud y deseo mezclados. Amaba tanto las planicies como los árboles y la caza. Y si torpe fue mi educación en cuanto a maneras cortesanas y señoriales, no así mi vida solitaria en los bosquecillos y praderas que rodeaban el pequeño dominio paterno. De suerte que muy pronto me destaqué entre los escuderos por la fuerza y habilidad de mi brazo, tanto en el manejo de las armas como en cualquier otra empresa de habilidad y destreza. Y puedo asegurar que entre todos los jóvenes nobles que conmigo llevaban a cabo su aprendizaje de futuros caballeros, fui el mejor jinete y el mejor cazador. En estas cosas logró al fin explayarse y desarrollarse mi naturaleza, e incluso gozar en ello, de suerte que mi existencia en el castillo empezó a tornarse no sólo soportable, sino, en ocasiones, henchida de alicientes y hasta hermosa.
Hube de aprender aún muchas cosas que ignoraba y perfeccionar otras ya conocidas. Me enseñaron a cabalgar con mejor estilo y eficacia, a defenderme y parar los golpes tan sólo con mi escudo, sin usar la espada, destinada únicamente a abrir o traspasar la carne. Hube también de pasar por las lecciones del capellán y con gran asombro mío, aprendí fácilmente a leer. Asombro que fue compartido por todos -nadie, supongo, imaginaba que yo pudiera conseguir semejante cosa- pues, incluso, llamó la atención del Barón.
De esta forma pasaron la primavera y el verano. Y cuando entró el otoño, a menudo me hicieron leer en voz alta durante las veladas nocturnas. Y esto no sólo no me molestó, sino que incluso llegó a agradarme de forma insospechada. Pero el propio capellán me dijo que un noble guerrero no precisa en demasía saber leer, y así lo comprendí. De forma que una vez aprendí algo de Matemáticas, geografía, y unas cuantas oraciones en latín, este aspecto de mi educación no alcanzó mayores vuelos.