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Por contra, mis sentimientos de cazador y jinete se agudizaron. Aprendí a diferenciar las distintas señales y llamadas de los cuernos de caza, a manejar debidamente la jabalina -las gentes del barón cazaban sin escrúpulo alguno el jabalí- y apoyar su extremo en el suelo, de forma que pudiera resistir el peso de la bestia. Afiné aún más la puntería, me instruí en el amaestramiento de los halcones de Mohl -su halconería era famosa, y en verdad la más nutrida y valiosa que pueda imaginarse-. Jamás volví a matar un corzo menor de ocho años, ni hostigar (y menos aún dar muerte) a cualquier animal en época de celo. Entre otras muchas cosas, en fin, llegué a gobernar y aun dominar la jauría, y a cuidar mi caballo como era debido, si éste caía enfermo, o herido: pues entendí que la vida de todo caballero depende grandemente de su montura.

Erguido como un huso sobre la silla, durante largas galopadas salvé zanjas, filas de empalizadas e incluso muros. Empuñé una espada desgastada por el uso, de punta cien mil veces afilada, con la que endurecía la fuerza de mi brazo ya que, sonada la hora del verdadero combate, blandiría una mucho más pesada en torno a mi cuerpo. Supe manejar la maza, el hacha y la bola con bastante brío y tino. Y, sobre todo esto, me adiestré con especial cuidado en el manejo de la lanza. Usé siempre aquella que mi padre encargó para mí, con mango de fresno y afilada punta. Llegué a portarla debidamente en mi diestra y apuntalarla sobre la cabeza de mi caballo, de forma que el escudo pudiera protegernos a ambos en el momento de la carga. Este ejercicio constituía un complejo y minucioso arte, nada fácil. Pues mucho ejercicio precisé hasta llegarla a balancear con el tino preciso y, en el último instante, arrojarla con la debida fuerza. Para este ejercicio -que entre todos prefería y en el que con gran ventaja sobresalí entre mis compañeros- había dos clases de entrenamientos: el uno consistía en lanzarse a caballo sobre una tinaja, hincada en tierra y provista de movibles brazos. uno de los cuales portaba una bola encadenada. Si se erraba el blanco, el brazo armado giraba en redondo, con riesgo de golpear al jinete y aun de abrirle la cabeza, como más de una vez ocurrió. El segundo adiestramiento consistía en el ejercicio llamado del anillo: un aro pendía de una cuerda y tras embestirlo a caballo, debía quedar ensartado en la punta de la lanza. Este difícil adiestramiento solía contemplarlo con particular (y aun diría que exaltado) interés, mi señor el Barón Mohl.

De este modo, aunque aún no nos estaba permitido participar activamente en los duelos y juegos guerreros, podíamos tomar parte en ellos como escuderos de ambos contrincantes, y adiestrarnos así en sus mil agudezas y sagacidades.

Continué descollando de tal guisa en todas estas cosas, que muy pronto desperté la admiración de algunos y la envidia de los más. De suerte que conocí también el sentimiento del orgullo y la supremacía de la fuerza. Se afinó mi instinto de defensa y alerta y, en fin, de todos mis sentidos. Pues no en vano percibía a mi alrededor el aleteo de una vaga, pero indudable amenaza. Aunque no sabía propiamente su motivo, ni de dónde partía (ni puse mucho empeño en averiguarlo).

Jamás volví a designar groseramente un apareamiento de perros y distinguí con propiedad jaurías, rebaños y bandadas, sin nombrar a todos los grupos animales, como tan burdamente solía, de una forma: montones (dado las burlas e insultos que en principio tan primitivo lenguaje me valieron).

En estos afanes pasó el tiempo y llegó el invierno. Grandes nevadas rodearon el castillo. Parecían aislarlo del mundo. En la forzada reclusión, aprendí a jugar al ajedrez y a los dados. Y también, por vez primera, a servir a mi señor.

Había tres aspectos a elegir en este aprendizaje: atender a su mesa, su cuadra o la propia alcoba y persona del Barón (en cuyo caso, debíase poner bajo las órdenes del Caballero Ortwin, su Ayudante Personal, señor que desde muy antiguo ostentaba tan honroso, al parecer, cometido). En verdad, el mismo Mohl resolvía generalmente estas dudas. Con voz que no admitía apelación, ordenaba quiénes debían desempeñar con mayor o menor asiduidad tales menesteres. Pronto entendí que me había destinado, con preferencia -y así fue durante mucho tiempo-, al servicio de su mesa. Con lo que tuve que adiestrarme concienzudamente en el arte de cortar el pan como él tenía mandado y mucho le placía contemplar: las rebanadas debían deslizarse con suavidad por el filo del cuchillo y saltar sobre la punta hasta su mano. Debo señalar que era diestro en recogerlas en el aire. Aprendí a servir el vino sin derramar una sola gota y a seccionar las diferentes clases de carnes y aves que comía -cabritos, patos, ocas, gallinas y pollos; ciervos, e incluso, jabalí-. Cada una cortada y dispuesta de distinta forma en los platos, según convenía a su clase y calidad. Fueron éstas unas obligaciones en modo alguno fáciles. Y mucho me extrañó que otros muchachos, más hábiles que yo en semejantes menesteres, no fueran preferidos por mi señor en tan engorrosas tareas. Durante estas comidas, debía concentrar todos mis sentidos en las manos o en los menores gestos del Barón. De pie junto a su silla, con un lienzo al brazo -que le ofrecía cuando deseaba enjugarse los dedos-, puedo jurar que me sentía muy desplazado e inquieto. Más de una torpeza cometí; pero en vano esperé que, por ello, me relevaran de aquel puesto.

La estancia más importante del castillo de Mohl la constituía, sin duda alguna, la sala destinada a las comidas y cenas. Era amplia, pero con ventanas tan pequeñas y estrechas, que, dado la cantidad de gente allí congregada -amén del gran fuego que siempre ardía dentro-, a menudo el aire se hacía irrespirable; y a ello contribuía no poco el humo y el olor de los asados, que solían llegar desde la cocina. A la derecha de la mesa de Mohl, tras un biombo, guardábase el pan, el vino y varias clases de viandas. El suelo aparecía cubierto con esterilla de finos juncos y así los residuos de comida y los orines, o los excrementos de los perros -Mohl no se separaba nunca de su jauría, que jadeaba amorosamente a su espalda-, quedaban muy bien enjugados y aun disimulados. La mesa de Mohl se armaba como las otras, sobre caballetes, pero alzada en una plataforma, de modo que quedase por encima de las cabezas de todos sus comensales. Esto prestaba a su figura un aire aún más poderoso. E inspiraba toda su persona gran suntuosidad y respeto.

Durante las comidas, Mohl solía conversar abundantemente, pero sin que diera la impresión de acaparar excesivamente la atención, o de abusar de su autoridad (como, en rigor, hacía). Procuraba invitar a casi todos a participar en sus pláticas, demandando respuestas y aun provocando sutilmente opiniones diversas a la suya. En estas comidas (en verdad muy largas) la conversación se desarrollaba libre y extensamente. Y mi señor ponía cuidado en que su voz no sufriese alteraciones demasiado vivas. Llevaba pocas joyas: sólo una gruesa cadena de oro al cuello y en su índice algún anillo con los signos de la Caballería, o su propio escudo. Generalmente, el tono de su voz componía una rara mezcla de altivez y dulzura, pese a la energía que serpenteaba en ella. Pero había algo muy chocante en mi señor. De improviso se aunaban a estas virtudes otras particularidades de más notoria agresividad (e incluso brutal tinte), muy sorprendentes en caballero tan lleno de mesura. Así, en ocasiones, brusca y en verdad bronca -hasta me atrevería a decir que grosera- saltaba su risa. Una risa tan infrecuente como estremecedora, que tenía el don de alejar en quienes la escuchaban toda sospecha o ánimo de regocijo. Según pude apreciar, esta explosión de sentimiento, tan poco acorde con su natural compostura, tenía la virtud de esparcir en sus oyentes un silencio muy ostensible y cuajado de temor. Como si aquella risa fuera preludio o augurio de muy poco estimulantes consecuencias. Después de oírla, costaba un verdadero esfuerzo romper el silencio y proseguir cualquier tema. La otra particularidad (también inesperada, pues ningún incidente o comentario anterior daba lugar a suponerlo), era la importuna inclusión de relatos o recuerdos guerreros narrados con tal minucia y delectación en sus más cruentos pormenores (la forma detallada, por ejemplo, de cómo llevó a cabo la muerte de un rival derrotado, o el tormento elegido para un castigo ejemplar) que oírle erizaba el pelo. En estas ocasiones, tras su máscara prudente y bien compuesta, creí percibir estallando de ahogo, una naturaleza cruel y casi tan salvaje como la mía. Pese a que, oyéndole, un largo escalofrío recorría mi espalda -y he de admitir que esto ocurría muy raramente-, me sentí fuertemente atraído por aquel aspecto tan inusitado en la naturaleza de mi señor. Mucho más atraído por esto que por las cualidades de equidad, señorío y buenos modales que, por otra parte, le daban justa fama. (Más tarde tuve constatación de este amordazado aspecto de su ser. Y llegué a comprender que se trataba del más pujante o acaso verdadero de su persona).

En el curso de tales comidas y conversaciones, muchas cosas aprendí, entreví, y aun confusamente adiviné. Y llegué -como todos- a acostumbrarme al lenguaje de mi señor, que pasaba con facilidad y ligereza envidiable (o al menos sorprendente) del tema delicado, incluso poético, al más feroz de los delirios guerreros.

De otra parte, mi señor era tan refinado que jamás le vi sonarse, ni pegar a sus sirvientes, ni orinar en el suelo, ni llorar ruidosamente -aun tras las muchas libaciones-. No se embriagaba nunca de forma tan indecorosa que rozara la dignidad y aplomo de su continente y cuando arrojaba los huesos sobrantes de su plato, lo hacía siempre en dirección a su jauría (que amaba muy sinceramente) y cuyos componentes permanecían alerta, sentados sobre las patas traseras. En suma, y sin desdoro de la verdad, aseguro que mi señor no se parecía a ningún hombre, noble o villano, de cuantos conocí.