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Cuando el viento del invierno se enfurecía y cargaba contra los muros del castillo, en verdad que estremecía. Nada era el viento de nuestra tierra -protegida por el recodo del Gran Río, a cuyo amor se extendían los viñedos de mi padre- comparado a este otro viento, que envolvía y aun parecía, a veces, dispuesto a arrancar de cuajo almenas y torres. Levantaba la nieve en blancas polvaredas, tan ligeras como plumas, y, en la lejanía, las dunas semejaban una extraña fortaleza, que a trechos variaba su contorno, lo que -al menos para mí- le confería la amenaza de un inquietante y fantasmal ejército que avanzaba, dispuesto a no dejar piedra sobre piedra.

Erguido en su pequeño promontorio, el castillo de Mohl se mantenía como un desafío al viento, expuesto a su azote constante. Oyendo aquel rugido múltiple y ululante, a menudo sentía un largo escalofrío. Y me embargaba un espumoso terror, casi lánguido, al tiempo que se encendía mi ánimo en una oscura sed de matar o de aniquilar alguna cosa. Mas el blanco de tales exaltaciones no pude llegar a conocerlo nunca, ya que lo mismo abarcaba el mundo entero, que la desconocida y pavorosa sombra que inútilmente intentaba descifrar.

Pronto aprecié que durante las noches, o los días en que la furia del viento arreciaba -como si en ella se centrasen la ira, y el bramido de todas las guerras, o todas las vendimias, pasadas y futuras-, mi señora solía dar en ogresa. Y era en este viento donde súbitamente reconstruía el grito de mis seis años, frente a un árbol de fuego, cuando aparecían en la oscuridad de los corredores o en la blanca soledad de la nieve los rostros enjutos y los despiadados ojos de mis tres hermanos.

Seguían ocupando el último lugar en la mesa de Mohl y aquel invierno tuve varias ocasiones de comprobar con cuánta frecuencia éste les hacía objeto de su desdén. Un gran malestar me invadía entonces. Y si tropecé con ellos en las escaleras o en algún corredor, me golpearon sin motivo. Inútil era, en tales trances, que me revolviera como un lobo, que mordiera sus manos y tratara de atacarles con mi puñal. Solían sujetarme entre dos, mientras el tercero me apaleaba a su sabor. Y en este placer se turnaban con mucha escrupulosidad (desde los tiempos del reparto de muslos y alones, habíase agudizado grandemente su insobornable manía de aquilatar turnos y cantidades en cualquier cuestión). Yo notaba entonces cuánto les odiaba; y me juré que algún día, tal vez más pronto de lo que deseaba o parecía prudente, los mataría a los tres: uno a uno, en escrupuloso orden de edad y distribuyendo las puñaladas equitativamente, como correspondía a su ordenado sentido en el reparto de la vida y de la muerte.

Sin embargo, por aquellos días ocurrió algo que me dejó profundamente consternado y varió en mi ánimo la violencia de tales sentimientos.

Desde el primer instante en que hubimos de morar bajo el mismo techo, tuve oportunidades sin cuento para considerar el poco afecto que inspiraban mis hermanos en cualquiera criatura. Mi señora jamás les dirigía la palabra y bien entendí, por el modo como a veces les sorprendí mirándola, que alguno de ellos (o tal vez los tres) hubiera deseado ardientemente conocerla durante los ratos en que ella daba en ogresa. Esa clase de mirada ya no era indescifrable para mí, pues en las carnívoras correrías que efectué por el mundo de tales criaturas (no humanas o ferozmente humanas, que no sabría cómo mejor cuadra llamarlas), fui perfeccionando en gran medida tales distingos y sutilezas. Y puedo dar fe de ello, ya que la raza de los ogros (o al menos el ejemplar que me fue dado conocer) tienen de los humanos entresijos y de la disposición y buen juego de sus sentidos corporales, un muy singular conocimiento. Así como gran agudeza e infinitos recursos para despertarlos de su embotamiento (o simple candor). Y el candor y la ignorancia iba alejándose de mi vida, como se alejaba la infancia. Y la ruda y violenta naturaleza que me había distinguido -y aún me distingue de los demás muchachos aguzaba día a día sus aristas.

A su vez, los otros jóvenes escuderos mostráronse ora afables, ora malévolos hacia mi persona. Y con estupor y extrañeza, recordaba el tiempo en que deseé entablar amistad, cruzar unas palabras o siquiera tener simple oportunidad de compartir y roer huesos con una criatura de mi especie. Ya no experimentaba ningún deseo de hablar con ellos, ni solía prolongar una conversación más allá de lo preciso. Por contra, más amaba y añoraba, día a día, la antigua soledad, la reflexión y los sueños. Si alguna vez cambié palabras con algún muchacho, fue sólo a causa de temas guerreros, lances de armas o caballería. Por lo demás, prefería la plática silenciosa con mis propios pensamientos o consideraciones de cualquier tipo: mano a mano con mis descubrimientos y revelaciones. Y guardaba todos mis atisbos con gran discreción y singular prudencia.

Como antes señalé, mis hermanos eran siempre los últimos en recibir distinción o muestra afectuosa alguna (si es que alguien se la hubiera prodigado, cosa que yo no presencié jamás). Pero sus esfuerzos para lograrlo eran tan grandes, que incluso resultaba extraño no fueran, al menos una vez, acreedores a una palabra, si no de halago, cuando menos reveladora de que alguien se había apercibido de tan patéticos afanes. Contrariamente a esta indiferencia y aun ignorancia de sus vidas, tan pronto se precisaba de la fuerza, o el valor, o el sacrificio, eran puntualmente elegidos por el Barón. En muy peligrosos y arriesgados trances los vi, durante mi vida entre aquellas gentes. Y justo es reconocer que de tan ingratas encomiendas salieron siempre airosos, y que las llevaron a cabo aún más cumplidamente de lo que de ellos se esperaba. De forma que no mentiría si aseguro que, en ocasiones, llegaron a excederse en el celo y cumplimiento de las misiones encargadas. Apaleaban, mataban, o castigaban muy sanguinaria y fríamente, sin vacilación ni temor alguno, a cuantos a tal efecto designaba mi señor. En recompensa, retornaban a la oscuridad, el olvido y el humillante último lugar en la mesa de Mohl. Jamás, empero, oí una queja de sus labios. Cosa que me hubiera parecido asaz comprensible, e incluso disculpable. Por lo que no vacilo en considerar que, después de todo, pese al rigor y poca honorabilidad con que solían celebrar nuestros encuentros o tropezones por los pasillos solitarios, puede llegarse a la conclusión -e incluso disculpa- de que eran muy desdichados.

***

Entre las muchas comprobaciones que tuve ocasión de verificar en aquel tiempo, destaca la que me hizo apreciar la gran distancia habida entre un soldado auténtico y lo que hasta entonces tuve por tal. Durante aquel invierno en que tantas veces la reclusión se hacía forzosa, pese a las muchas amenidades que se esforzaba en acumular la dueña del castillo, la vida se tornaba a menudo pesada, sofocante y monótona.

A despecho del ejemplo de los jóvenes escuderos -que lo juzgaban cosa desdeñable e impropia de un caballero entablé entonces, si no amistad, cierta relación con los soldados de Mohl. Su vida y relatos me atraían más que cualquier otra distracción al alcance. Los dados fueron el mejor camino para llegar a un más profundo conocimiento entre ellos y yo. Y así, muchas noches, cuando mis nobles compañeros dormían abrigadamente en la sala de los ágapes, sobre la esterilla de junco, me alejé de allí con cautela. Y agitando los dados, fui a probar mi suerte con la guardia, y beber, en su compañía, algún que otro jarro de cerveza.

Supe por ellos de muchas andanzas en verdad pavorosas, tanto referentes a mis hermanos como al aparentemente imperturbable señor de nuestra vida. Así como del tenebroso carácter que se agazapaba tras la oscurísima sombra que ocultaba su mirada. En honor a la verdad, cuando le servía a la mesa -únicas ocasiones, hasta el momento, en que le tuve cerca-, más de una vez pude apreciar la rara negrura que cubría sus ojos, de forma que parecía jamás pudiera, no ya entrar en ellos, sino rozarlos siquiera la luz.

Según oí repetidas veces a la soldadesca, de entre los muchos y variados enemigos con que contaba Mohl, el peor y más peligroso era, sin duda alguna, el Conde Lazsko. Habitaba este Conde en un torreón grande y bien defendido -aunque, según oí también, dado lo soez de su naturaleza y escasez de su entendimiento, carente del más sucinto bienestar-. Poseía abundante tropa, extraída de la leva campesina, pero casi tan bien adiestrada y armada como la mesnada de Mohl. No obstante, el poder de Mohl era más sólido y vasto: poder que, en el caso presente, me parecía, a pesar de todo, un tanto exagerado. Comparábalo con el Conde, cuyas fuerzas, armas y aun astucias guerreras eran semejantes a la suya. Y llegué a la conclusión de que la supremacía de Mohl consistía en la muy superior naturaleza que le distinguía, no sólo de Lazsko, sino de los demás hombres que hasta el momento conocí. Aquella singular naturaleza, que le obligaba a dominar un carácter tan violento, o más aún, que el de sus enemigos. Que le impelía a cultivar y ejercitar su espíritu tanto como su cuerpo, tierras y gentes de armas. Tal circunstancia le llevaba a proteger a estudiosos frailes, o sabios, tanto como a las caravanas de mercaderes; y aun, para éstos, abrió libres pasos en sus dominios, en vez de agredirles y robarles, como era más común. Se interesaba por las rutas del Sol, la Luna y las Estrellas, por los textos latinos y la Matemática. Y con frecuencia adquiría objetos raros, más bellos que valiosos. Tenía a gala anteponer la justicia a sus sentimientos y así se le tenía por el más ecuánime noble señor conocido. En éstas y otras cosas residía, según llegué a decirme, su verdadera fuerza. Y aunque confusamente, empecé a comprender aquella forma de dominio, y día llegó en que tuve constancia de lo acertado de mis suposiciones. Por contra, ninguno entre sus vecinos -amigos o enemigos- hallóse más torpe sanguinario (a fuer de ignorante y obtuso) que el Conde Lazsko.