El mayor se acercó a mi señor, con las primeras noticias:
– El Conde Lazsko envía dos emisarios, en son de paz. Él aguarda con gente armada en la pradera, mas no tiene ánimo de lucha. Sólo reclama, y repite sin cesar, un nombre.
Clavó luego sus ojos en mí, con tal aborrecimiento, que sentí mi cuerpo y espíritu desplomarse de un golpe.
De nuevo un terror nacido de mis propios huesos (o así me lo parecía) me obligó a apretar las mandíbulas hasta el dolor, para no sentir el convulso entrechocar de mis dientes. Y hundí las rodillas en los flancos de mi montura. Con gran esfuerzo, mantuve aún el cuerpo erguido, pero como si éste no fuera mío. Y así pude contemplarme caído en una zanja, derrotado por una oscura voluntad más alta y más feroz.
Aquel día comenzó mi verdadera historia. Muchas veces, después, intenté reconstruir el frío de la mañana, la luz de la nieve, la silueta de las almenas en el silencio de un espacio blanco, sin viento ni confines. Pero nada más consigo retener en mi memoria.
No hubo combate alguno. Tal como dijo mi hermano, el Conde Lazsko reclamaba -en verdad mendigaba- únicamente un nombre. Un nombre que nadie conocía (o nadie quería reconocer). Desde la pradera, lanzaba Lazsko su grito, tan terco como inúticlass="underline" jinete espectral, cargaba su furia desolada contra las murallas del castillo de Mohl; y el eco lo devolvía, convertido en huella, misterioso guerrero a cuyo desafío nadie respondía.
Aun mucho tiempo después de que Mohl, a través de mis hermanos, le diese su palabra de que nadie en sus tierras conocía a aquél a quien con tanto ahínco suplicaba, Lazsko permaneció allí clavado en la ventisca que, a poco, sacudió el cielo y la tierra. Patético y temible a la vez, Lazsko aguardaba la sombra de unas pisadas, de una voz acaso, en el huracanado invierno de la planicie.
Así perdió la única ocasión que, hasta el momento, se le ofreciera de realizar su viejo y acariciado sueño: combatir en duelo, cuerpo a cuerpo, con su aborrecido y admirado Mohl. Pero este sueño, parecía ser ya de todo punto indiferente, o ajeno, a él. Y aún se oyó largo rato, sobre el río helado por donde desfilaban los soldados, de regreso a las dunas, su voz desgarrada, que mezclaba al viento un nombre, tan hambriento y pavoroso como el aullido mismo de los lobos.
No recuerdo más porque, a poco, me caí del caballo. Y me sumí en una especie de fiebre, rodeada de tinieblas, donde sólo se oía el inconfundible galope de tres jinetes, que muy bien conocía: acercándose y alejándose, sin cesar, en mi delirio.
Al fin, con un júbilo bestial (al que gozosamente respondí), entró en mi noche la ogresa y me arrastró, una vez más, al sangriento -aunque ya muy deseado- torrente de sus dominios.
VI. Los dioses perdidos
Desperté confortado por un gran fuego, en una cámara limpia y abrigada. Los muros aparecían cubiertos de pieles y tapices. Y junto a ellos, distinguí muchos cofres de madera tallada y bellos herrajes. En lugar de las estrechas ranuras acostumbradas, sus ventanas eran tan amplias como jamás viera, cubiertas con vidrios de color verde claro. Estaba tendido en algo blando y muelle, volví la cabeza y con un sobresalto descubrí ciertas pieles negras, veteadas de plata azulada, que me eran harto conocidas. Cerré los ojos y deseé retroceder a un mundo inexistente, donde me alejara en la nada y me sumiera, al fin, en ella. No tenía valor para mirar a mi señor, ni para mantenerme en su presencia. Y comprendí que aquélla era la otra mitad de la cámara a donde solía arrebatarme la ogresa. Por lo tanto, era en la propia cámara del Barón donde me hallaba, por lo que no salía de mi estupor.
Cuando tuve valor para abrir los párpados, descubrí a un extremo de la habitación un lecho muy amplio, cubierto por dosel y cortinas, con bordados de pájaros azules y verdes, muy bellos. Entonces oí una risa apagada, casi un murmullo, e incorporándome alcancé a distinguir, sentados en el suelo, dos muchachos muy jóvenes y una niña casi tan rubia como yo. Jamás había contemplado, ni fuera del castillo, ni en el castillo, ni en parte alguna, seres tan hermosos ni tan extraña aunque lujosamente adornados: con cintas y flores por todas partes de su cuerpo. En rigor, estaban desnudos de otra cosa, lo que explicaba el enorme fuego que allí ardía. Empecé a creerme víctima de una alucinación, o embrujo: tal como había oído relatar, durante las veladas, a algún insensato -así lo juzgué, torpemente- a quien no diera excesivo crédito.
Uno de los muchachos se acercó, e inclinó su rostro hacia el mío. Vi que tenía la piel muy blanca, casi luminosa de puro blanca, junto a la intensa negrura de sus rizos. En cambio, tenía ojos tan azules como los míos.
– ¿Quién eres? -farfullé molesto, apartándole con bastante brusquedad.
Casi se tambaleó bajo el empellón, y poco faltó para que cayera sobre mí, de forma que el balanceo de sus rizos rozó mi frente. En lugar de responderme, volvieron a reír los tres tan suave y apagadamente como antes. Luego, con gran gentileza, el muchacho acercó una copa y diome de beber una bebida fresca, que me apercibió de cuanta sed acumulaban mi paladar y garganta.
Mientras yo bebía ansiosamente, en el mismo tono, bajo y ligero, murmuró que no debía incorporarme, ni moverme: pues así lo había ordenado el físico. Obedecí con laxitud y de nuevo recliné la cabeza. Entonces, un grande y apacible descanso me ganó enteramente. Un descanso y una paz que, en verdad, hacía mucho tiempo no había experimentado. (O que, acaso, no había conocido nunca).
Un tironeo de brazos y piernas, nada gentil, me devolvió al mundo vulgar y conocido: el físico me zarandeaba. Alzó duramente mi cabeza y me miró los dientes. Luego acercó a mi nariz un frasco, por el que asomaban unas ramitas. Tras guardarlo de nuevo entre los pliegues de su túnica, me informó de que ya estaba curado.
– ¿Curado? -murmuré, como si me extrajesen de un pozo de confusiones.
Y desazonándome de nuevo, el anciano me comunicó que no tenía que asustarme, puesto que sólo había sufrido "la pequeña muerte", muy común, al parecer, en los muchachos de mi edad.
– Eres duro y fuerte como un jamelgo; pero demasiado alto -manifestó, con severo reproche-. ¡Procura detener tu crecimiento!
Secamente me indicó que debía reincorporarme a mis tareas habituales. Según comprobé, me hallaba de nuevo sobre el suelo, cubierto de juncos que hasta entonces me había parecido confortable. A mi alrededor despertaban los muchachos escuderos; se acordonaban la ropa y el calzado y me miraban con burla. Soporté en silencio sus chanzas, pero no atinaba a descifrar su significado. Y supuse que aquella limpia y mullida cámara, con sus bellos adolescentes (y tal vez, todo lo que creí vivir en la nieve, junto a mi señor: el frustrado combate, y el grito desgarrador del Conde Lazsko sobre el río helado), no eran sino frutos de una pesadilla, encantamiento o visión. "Algún mal -me dije- ha entrado y salido de mi cuerpo". Por lo que, después de todo, debía felicitarme de salir tan bien parado de ello. Pero una idea me desazonaba: "Una pequeña muerte", meditaba, "Una pequeña muerte…". Y por más que lo intenté, no lograba hallar sustancia alguna en estas palabras, ni atinar qué clase de mal embrujo, o ensueño, encubrían.
Nadie dio importancia a mi enfermedad, sueño o desvanecimiento: lo consideraban un mal pasajero. Tan sólo alguna irónica alusión me recordó, a veces, el incidente. Mi vida de sirviente y escudero se reanudó, igual que antes. Ni mi señor, ni su esposa, daban señales de haberse apercibido de mis osadías o mis turbulentas noches. Sin embargo, un cambio muy profundo tenía lugar en mí. O mejor dicho, sentíame objeto de una suerte de recuperación o encuentro conmigo mismo. Pero por más que atormentaba mi memoria, tampoco lograba descifrar qué clase de reencuentro se verificaba en mi ánimo. Y a menudo, en cualquier rincón oscuro, o lugar solitario, tropezaba con la sombra de mis hermanos. Aunque sólo los encontré, realmente, en presencia de otras personas. O los veía de lejos, galopando en la nieve.
Cierta noche, bajé a echar una partida de dados con los soldados. Uno de ellos, de edad avanzada y barba encanecida, había luchado con mi señor en muchos combates. Él y aquel exsoldado de Lazsko, usaban con más frecuencia que los otros el lenguaje de sobreentendidos y oscuras alusiones que yo no alcanzaba. Sin embargo, a través de la recóndita burla que en sus palabras entreveía, me pareció que en los ojos del hombre de la barba blanca alentaba una inmensa tristeza.
Aquella noche, guiado por un raro presentimiento, le pregunté casi en voz baja, de manera que no me oyeran los otros, mientras lanzaba los dados:
– Dime, ¿quiénes son los muchachos que se ocultan en la cámara de mi señor?
Él alzó los ojos; y vi un destello de sobresalto en ellos. Pero mantuve su mirada con toda la serenidad que me inculcaron las lecciones de mi señora, y que tan ejemplarmente observaba mi señor, de forma que el recelo de sus ojos declinó en una vieja y conocida socarronería, ésa que habita, agazapada, entre los arrugados párpados de todo campesino. Al tiempo que reía quedamente, respondió:
– Joven escudero, ¿eres tú, por ventura, un muchacho inocente…? ¡No lo creo!
Y a través de tan cautas como lacónicas palabras, supe que, al fin, se había rasgado un velo; y que, en adelante, su lenguaje ya no sería oscuro, ni incomprensible para mí. De forma que respondí como mejor pude a su sonrisa, y no le pregunté nada más.
Noche tras noche, partida tras partida de dados, fue desvaneciéndose en mi mente la sombra de cuanto me pareciera incomprensible o misterioso. Comprendí que, en verdad, hasta el momento fui sólo un joven cándido, salvaje y desprovisto de toda aptitud para entender el humano lenguaje. Pues día tras día habían ocurrido muchas cosas a mi alrededor y ante mí, y no las habían percibido mis ojos, ni captado mis oídos, ni albergado mi espíritu. Y palabras claramente pronunciadas en mi presencia no revestían sentido alguno hasta entonces, cuando todos los jóvenes escuderos del castillo y los caballeros y las damas y los soldados (y hasta el último de los sirvientes) tenían por viejo y conocido cosas que yo ni siquiera sospeché.