Llegadas a este punto las distinciones del Barón, mis hermanos sintiéronse especialmente ultrajados. Así lo evidenciaba la dañina expresión de sus ojos clavados en mí cuando me vieron portando su jabalina. Y hubieran manifestado su odio y su despecho de forma harto más contundente, de no hallarse presente la gente del Barón y el Barón mismo.
Apareció entonces en la cumbre de un altozano la Baronesa, mi señora, sobre su blanco corcel. Peinaba las trenzas en torno a su cabeza, como una diadema de oro, y sus ojos mostraban su peculiar y asombrado desdén. Llevaba un halcón al puño y se cubría con un manto que, a la luz de la mañana, parecía de plata. Iba acompañada de la menor de sus sobrinas, aquélla por la que yo sentí un recatado e inane amor. Y comprobé al instante que este sentimiento había desaparecido por completo. Junto al rostro frío, delgado y blanquísimo de mi señora, el lozano y juvenil de la muchacha parecía una empanada. En cambio, todo mi ser ardía al contemplar y recrear en mi recuerdo a mi amada ogresa.
El Barón frunció el entrecejo y dijo:
– ¿Por qué ese halcón, mi señora…? No atino a comprender su puesto, en la presente cacería.
Ella sonrió, con los labios cerrados; pero había una profunda seriedad en sus ojos, al responder:
– Este halcón, mi señor, tiene su puesto en mi puño.
Entre la bruma de la mañana, su voz parecía un delgado río. Inclinó luego la cabeza, en una suerte de acatamiento y saludo, tan gentiles, que mucho contrastaban con sus palabras y actitud. Luego, con ímpetu inusitado en tan delicada persona, espoleó su montura y se alejó.
Cuando partió la comitiva y llenóse el aire con los ladridos de los perros, las voces de los ojeadores y el ulular del cuerno que abría la jornada de caza, sentí un deseo muy violento de subir hacia lo alto de la torre vigía: de allí había partido, una vez, un grito de alarma, sobresaltándome hasta el punto de no saber si relegarlo al reino de lo inmaterial o al de lo humano. El sol se alzaba ya tras las almenas y me pareció más brillante que nunca. Entonces recordé que estaba ya muy próxima la época de la vendimia, que pronto cumpliría quince años y que, según todos los indicios, sería armado caballero. Por primera vez, esta idea no me produjo alegría, el impaciente júbilo acostumbrado. Lleno de malestar, azucé mi montura, en pos de mi señor (tal y como me había sido ordenado) y noté físicamente, clavándose en mi nuca, el odio de sus escuderos. Con toda seguridad, en aquella jornada el número de mis enemigos en el castillo aumentó de forma singular.
Las sombras de tres jinetes, que demasiado conocía, parecían morder la grupa de mi caballo. Y aún más: creí verlas alzándose del suelo y extender un agorero vuelo sobre mí. Sentí entonces su peso, el chirriar metálico de sus alas, como si estuvieran hechas de una sustancia más densa y mortal que el hierro de la espada.
El Barón volvió la cabeza hacia mí:
– Yo no desdeño las advertencias de los dioses, tus dioses y mis dioses -dijo-, pero has de saber que en nada estimo el don de la fecundidad. Y aunque ningún hombre noble, mísero mendigo o simple villano entendería estas palabras, lo cierto es que no deseo descendencia, ni la deseé jamás. El día que yo muera, habré elegido mi heredero a mi placer, y otorgaré cuantos bienes dispongo a quien juzgue más digno de ellos, sin tener que debatirme entre mis sentimientos de padre y la posible -o quizá probable- imbecilidad de mis hijos.
Como puede suponerse, tras el inesperado comentario de mi señor tan confidencial y tan extraño, ningún juicio o parecer salió de mi boca. Aunque algo se me hubiera ocurrido decir -que no se me ocurrió-, me hubiera guardado mucho de exponerlo en voz alta: no era ya tan cándido, ni tan temerario como en el presunto o verdadero sueño de la nieve.
La caza no ofreció singular emoción, ni aun atractivo alguno. Pues tras haber manifestado -aunque de alambicada manera- su ausencia de escrúpulos por el acto de matar jabalíes, mi señor pareció perder todo interés en ello. Y si él perdía interés en algo, todos los que le seguían y acompañaban lo perdían en el acto y al unísono.
Ya descendía el sol hacia las praderas cuando Mohl manifestó su deseo de reposar un rato bajo la sombra de los abedules, a la orilla del río. Se detuvo la cabalgata y, aunque los pajes y sirvientes se apresuraron a izar la pequeña tienda y preparar las bebidas y refrescos, Mohl se alejó, solo y evidentemente olvidado de cuanto le rodeaba.
Lo vimos desmontar, junto a los árboles. Y luego se sentó en las piedras de la orilla, como un vulgar villano. A poca distancia, aunque respetando su manifiesto deseo de soledad, le seguí yo (tal como me había ordenado en un principio). Pues mucho me encareció que no me alejara apenas de él.
De nuevo noté, a mi espalda, las largas sombras de mis hermanos. En aquel momento el Barón alzó el brazo derecho y me hizo señas para que me aproximara. Al punto, viendo recortarse en el aire su guante negro, un extraño terror me invadió. Como si aquel o aquello que me reclamaba fuera el signo, o anuncio, de algo aún más oscuro que la misma muerte.
Con ánimo conturbado, obedecí su orden de llevarle una bebida. Y cuando le tendí la copa, por vez primera me miró de frente y a los ojos. Con sorpresa y sobresalto comprobé entonces que en la sombra de sus párpados brillaban unas claras pupilas, tan centelleantes y grises como el resplandor del agua bajo el sol. "¿Cómo es posible?", me dije, sintiendo crecer el temor. "Siempre creí que no existían ojos tan negros como los suyos…"
El Barón apartó de mí su mirada y quedó pensativo, contemplando el borde de su copa.
– Observa con atención -dijo entonces.
– ¿El qué, mi señor? -balbuceé confuso.
– El Gran Río: él es, en verdad, el camino que lleva a nuestra patria. Y te confieso que nunca admití la creencia, tan común, de que mi raza proviene de la tierra. No, yo no procedo de esta árida y triste planicie, ni deseo tampoco que a ella vayan a parar mis huesos. Ordenaré a mis herederos que arrojen mi cadáver a las aguas, rumbo a aquella vasta pradera, que a menudo sueño; ésa donde acude a beber la gaviota.
Dio un sorbo a su copa y sus labios brillaron, teñidos de vino:
– Según oí a quienes saben estas cosas -añadió-, por esa corriente llegaron a esta tierra nuestros dioses. Y todos ellos eran tan rubios y tan feroces como tú.
No pude dominar por más tiempo mi lengua y me oí decir apasionadamente:
– ¿Desde dónde, desde cuándo navegaban ellos, mi señor…?
(Pues yo conocía también la gran pradera de la gaviota, y oía sus gritos en un viento salado).
Inmediatamente tuve conciencia de mi osadía y esta vez no era visión, ni fruto de la extraña dolencia que llamaban "pequeña muerte". Mas el Barón no tomó mi pregunta como impertinencia, antes bien, pareció complacerse en ella. Con una tristeza que hasta aquel momento nunca había percibido en su voz, murmuró:
– No lo sé, hijo mío.
Y antes de que pudiera anonadarme por tan insólito tratamiento, prosiguió:
– Sólo puedo decir que tengo por muy cierta (y así yace en mi memoria más remota) la imagen errante de un pueblo que navega sin cesar… Un pueblo temido, insaciable y profundamente desdichado.
Tras estas palabras, el detenido viento que de antiguo conocía llegó de nuevo a mí. Y no agitaba una sola hoja, o rama. Era otra vez el viento de mi infancia, atrapado, acechante. Me estrechó y rodeó de tal manera, que creí oír el crujido de todos mis huesos; pues me sabía preso en él, desde una perdida vendimia donde ardió, en mil llamas impías, un árbol humano. Miré desesperadamente hacia el río, y vi descender corriente abajo un enorme dragón, con la cabeza alta y los ojos de oro, donde aún brillaba la última mirada que me llevé de la casa de mi padre. En su lomo se erizaban cien lanzas y cien guerreros, todos tan altos y tan rubios como yo. Y proferían el mismo grito que yo llevaba en las entrañas. Supe entonces que era un largo, remoto y vastísimo grito de guerra: lo conocía y profería, desde mucho tiempo y muchos hombres anteriores.
El Barón me preguntó qué era lo que con tanto ahínco miraba, y aún me repitió por tres veces su pregunta. Y agazapado en su voz -a despecho de lo increíble-, descubrí el latido de un vago terror.
– Veo un dragón, mi señor -respondí. Aunque oía mi voz, pero no podía despegar los labios.
– ¡Mátalo! -gritó Mohl, con toda la furia que se escondía bajo su piel (la furia que le impelía a intercalar, sin motivo ni oportunidad aparente, en medio de la más plácida de sus pláticas, relatos atroces y sangrientos).
Luego, casi sin transición, su voz cambió y perdió todo matiz de flaqueza, de miedo o de furia. Se levantó del suelo, desenvainó su espada y, entregándomela, lanzó al aire la brusca y brutal carcajada que tanto estremecía a quienes la escuchaban. Noté cómo aquella risa paralizaba la sombra de mis hermanos, a nuestras espaldas. Y esto fue, en verdad, lo más sorprendente de tan insólitos sucesos. Pues mientras me ofrecía el arma, añadió, con tan salvaje alegría, que se antojaba aún más temible que su cólera:
– ¡Ve, corre y mata al dragón!
Creí que de mi ser brotaba un nuevo yo. Me vi a mí mismo tomar con ambas manos aquella inmensa espada casi sagrada y correr en dirección al Gran Río. Entré en el agua, blandiendo la pesada hoja en alto mientras sentía sobre mi cabeza un fulgor de relámpago y el blanco restallar de su látigo.
Cuando el agua me llegó a la cintura y noté su voraz deseo de hundirme y arrastrarme, el dragón ya había partido. Pues había sucedido todo en un tiempo muy alejado de mi vida.
Luché contra la corriente, abrumado en la angustia de una irremediable derrota. Llegué a la orilla empapado de agua. Y muy humillado, regresé junto a mi señor.
El Barón, sus caballeros y escuderos y la gente que le acompañaba se reían con gran alborozo. Y comprendí que todos se burlaban de mí.