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Todos, excepto mis hermanos, cuyas sombras parecían formar parte de la misma tierra que pisaban. En lo alto de la colina, mi señora también permanecía seria. Erguida y blanca sobre su caballo, el puño alzado y el halcón posado en él.

***

Declinaba la tarde, cuando la comitiva regresó. Los caballos avanzaban por la orilla del río y, entre los árboles, un prolongado eco o algún desazonado y triste augurio repetía la llamada de los cuernos de caza.

Por aquella parte del río había un profundo remanso que arremolinaba las aguas. En su verde nocturno giraban enloquecidamente ramas desprendidas y desdichados animales: ardillas o nutrias, inopinadamente muertas. Según decían las gentes, era aquél un lugar peligroso, donde se prodigaban misteriosas y menudas muertes de animales, mientras en las húmedas orillas danzaban los elfos en su proclama de la luna llena.

Al llegar a este punto, Hal, el caballo de mi señor, se detuvo en seco: los ojos desorbitados, temblorosos los remos y la crin encrespada por un viento en verdad imperceptible. La jauría lanzó al aire un aullido atroz e innumerable, algún perro arrancó las correas que le sujetaban y se lanzó, enajenado, hacia el río. En la tarde, aún dorada y hermosa, se recortó entonces el halcón de mi señora. Voló en círculos despaciosos sobre la montura de mi señor y luego, cual flecha embrujada, se lanzó sobre éclass="underline" los ojos inflamados de cólera y el pico dispuesto al ataque. En verdad que sus redondas pupilas semejaban diminutos soles, abrasados por un odio que se adivinaba muy largamente madurado. La mano enguantada de negro se alzó y protegió el rostro de Mohl cuando la flecha de uno de sus escuderos atravesó el ave, apenas a tiempo de que lograra alcanzarle. El halcón cayó sordamente sobre la cruz de su montura y salpicó su rostro de rojo.

Entonces vi por última vez a mi señora ogresa. Aquélla a quien amaba, sin saberlo, sobre todas las cosas de este mundo. Giraba en el torbellino maldito del remanso y su cabeza de oro sobresalía de la turbia espuma, como un redondo girasol. Se le había desprendido el manto y tras ella flotaba, como la estela de una nave sin rumbo: sus trenzas sueltas, en la huida, clamaban por alguna venganza o la tardía furia de una destruida inocencia. Caí de rodillas y sin que mi mente alcanzara otra más sensata o al menos dolorosa idea, me dije tan sólo que no debía mi señora haber puesto tanto cuidado en arrollar y trenzar sus cabellos (más resplandecientes que el verano y tan agonizantes como él) si al fin se habían deslizado de su frente y ahora de tal guisa naufragaban tras ella en innumerables hilos de oro.

Tres caballeros se arrojaron al agua del peligroso remanso. Y cuando la sacaron de allí, vi en la frente de mi amada una fosforescente corona de lágrimas vegetales y, en torno a sus labios, el azulado cerco del jugo de las moras.

Mi señor honró su memoria con suntuosos funerales. Y se le guardó un luto, aunque breve, tan riguroso como intachable.

VII. El viento

Con la desaparición de mi señora, empezó a llamear en mil sentidos la violencia de mi naturaleza y a veces la sentía estallar en mis entrañas, y fluir, igual que un río. Otras la veía desplomarse, como un ave alcanzada. Mas, casi siempre, sabía que se distribuía en mil y dispersábase luego, como lluvia o viento. Tomé más afición a los dados que a las armas y en compañía de la soldadesca -que no de los nobles escuderos, o caballeros pasaba cuanto tiempo me era posible. Llegué a obsesionarme y fijar todos mis pensamientos en cosas tan singulares como un número determinado. De forma que si en él pensaba intensamente, cuando lanzaba el dado el número respondía a mi llamada y ganaba la partida.

Pronto empecé a tener fama de peligroso y cada vez se me hizo más difícil hallar compañero, o rival, en estos lances. Por lo que, apenas encontraba ya quien quisiera probar su suerte conmigo y así decayeron, también, aquellas compañías que, aunque de baja condición, me placían más que otra alguna. Poco a poco mi ánimo se replegó en sí mismo; y a menudo me sentí un ovillado caracol, ligado a un cobijo del que desea liberarse al tiempo que teme hacerlo: como si conociera que en tal empeño había de perder la vida (vida que, en verdad, estaba aún muy lejos de mí). En tales momentos sentía la presencia y roce de una blanda, sumisa locura. Y cuando contra ella me revolvía y la rebeldía me salvaba de su acecho, descubría, galopando ante mis ojos, aquel joven corcel a quien mataron su primer jinete, y cuyo nombre era Tristeza.

A veces, por algún motivo en verdad muy fútil, la ira ascendía a mí. Entonces creía oír una voz llamándome desde muy lejanos manantiales. Y esa voz avisaba para que no la malgastase. Pues, según creía entender, tal violencia e ira eran la llave con que algún día abriría la última y definitiva puerta por donde huir de una mísera condición. En tales ocasiones fui desvelando, con irritación y desasosiego, la imagen verdadera del mundo en que me hallaba. Y con dolor físico (como no lo hubiera arrancado de mi carne arma alguna) contemplaba el mundo y lo veía yacer, presto a la defensa y al ataque. De cada piedra, montículo, planicie, valle o comunidad humana, brotaban muros defensivos: piedra, empalizadas, horca, fosos poblados de reptiles, lanzas, fuego; el mundo contra el mundo, defendía y agredía vanamente algún terror vasto y común, sembrando aquí y allí la negra semilla de la muerte, y así, más que a temerla, llegué a odiar esa muerte. Muchas veces desperté con la certeza de haber luchado sin esperanza alguna con semejante dama; y puedo asegurar que jamás hubo, ni habrá, despertar menos halagüeño. La muerte seguía mis talones a lo largo del día (como la sombra de tres jinetes que se decían mis hermanos). Lanzaba su amarilla sonrisa sobre mis torpes afanes, se burlaba de los dados, del vino, de las espadas. E incluso de mis esperanzas, o de mis ya marchitas ilusiones de llegar a ser, algún día, investido caballero. Luego cuando la sonrisa de la muerte se alejaba, de nuevo me parecía distinguir la silueta de mis hermanos recortada en los arcos, o cabalgando junto al río.

No me volví, empero, cobarde. Ni me hurtaba a la pelea. Muchos fueron mis lances agresivos, y hasta hechos sanguinarios. Mas, por no haber sido aún investido, tales cosas se producían en rigurosa clandestinidad. En alguna ocasión, por puro desafío, robé su espada a un escudero somnoliento. E iba luego a dirimir estas cuestiones junto al Gran Río, a la hora del mediodía, la más peligrosa de las horas cuando el mundo parecía dormir. En dos ocasiones vi negrear en el suelo las sombras de los abedules y en otra, la de mi propio cuerpo bajo mis pies. Y de tal forma las vi, que trajeron a mi memoria la conocida lucha o contubernio -no podía esclarecer tal cosa- de la sombra y de la luz, del color blanco y el color negro.

Dejé entonces caer el arma y huí, como el peor de los cobardes. Aunque no era blandura lo que me dominaba, ni cobardía, sino muy al contrario, la deslumbrante certeza de cobijar en todo mi ser una grande y escondida fuerza, que tanto presagiaba un viento lúgubre y salado, como, por contra, llenábame de luz, y me traía esperanza; pues intuía que tal vez algún día me permitiría sobrevivir, a despecho de tanta sangre y desolación como rodeaban mi existencia. Quedaba luego asombrado de mí mismo: de mis manos, mis piernas, e incluso de mi propio peso sobre el suelo. Por lo que, en suma y como desquitándome de tanta confusión y pesadillas, me mostré jactancioso, peleador y osado. Al tiempo que, de tarde en tarde, huidizo y como enajenado. No es raro, pues, que al cabo de estas cosas, se me llegara a tener por criatura extravagante y aun peligrosa (como, en rigor, lo era).

A nadie, excepto ahora, pude explicar que desde el día de la frustrada cacería distinguí muchas veces en el río cien hombres con cien lanzas, a lomos de un dragón. Todos ellos guerreros, y tan rubios, feroces y desdichados como yo. Y no podía explicarme por qué, al verlos, yo sabía que había sucedido en otro tiempo, anterior o posterior. Ni por qué me hallaba en el centro de tan grande e insalvable soledad. Una soledad en verdad de todo punto desquiciada, dado que habitaba en abigarrada compañía, en una fortaleza donde tanta gente se apretujaba y rebullía ruidosamente. En ocasiones, tres abedules blancos solían contemplarme, y puedo asegurar que nunca un rostro humano tuvo, a mis ojos, mayor expresión de tristeza.

Tristeza que ya se repetía en todas las cosas: en el gesto del soldado al lanzar los dados, en las agudas estacas de la empalizada o en las cabalgadas o gritos de aquellos jóvenes escuderos, que hubieran debido ser mis amigos y no lo eran.

***

Estaba ya entrado el otoño y rebasado en mucho el día que cumplí quince años. Pero nada decía hasta el momento el Barón referente a la fecha, si es que ésta llegaba, de mi investidura.

En los últimos tiempos menudeaban las solitarias salidas a caballo de Mohl. Regresaba tarde, fatigado y pálido. Retirábase a su cámara en lúgubre silencio y yo oía o creía oír la voz de aquel soldado, que murmuraba: "Va en busca de carne fresca…".

Las animadas veladas, los conciertos, las lecturas y danzas y la vida en suma del castillo, declinaron, ya que no estaba mi señora para presidirlas, ni complacerse en ellas.

Desde la muerte de la Baronesa, las damas habían abandonado casi completamente la fortaleza. Las comidas y las cenas transcurrían, muchas veces, en silencio absoluto. En cambio, las libaciones aumentaron.

Cierta mañana en que mi señor partió a sus solitarias galopadas -hacía ya mucho frío, y el viento se arremolinaba sobre las dunas-, tardó más de lo usual en regresar. Durante su ausencia, se agitaron sin cesar las ramas de los abedules y la noche estremecida parecía apresada en el grito de las lechuzas o el acecho de las ya hambrientas alimañas. El aullido de los lobos se aproximaba a las villas y cuando siervos y campesinos se acercaban al bosque o las dunas, se armaban de horcas y cuchillos. Negras manadas de relucientes ojos y fauces abiertas, empujadas por el cercano invierno de la estepa, avanzaban hacia los poblados.