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No había llegado la primera tarde cuando el vigía dio la señal de alarma.

Esta vez, sólo un jinete se divisaba en la pradera. Pausado, macizo y oscuro, avanzaba en el silencio de la nieve. Un cielo quieto, reluciente como un inmenso escudo, parecía aguardar un grito, alguna cólera. El jinete cruzó el río helado, y las sombras de los abedules se agitaron al recuerdo de un eco, que traía el espectro de un nombre. Por sobre la torre vigía, oí el aleteo de dos buitres. Después los vi volar hacia las dunas.

Aún no se distinguía el rostro del jinete, cuando Mohl lo reconoció. Y pese a saber quién era, no mostró desdén o repugnancia. Antes bien, requirió prestamente su caballo, lanza y escudo.

Entonces retornó a mis ojos una escena soñada -o quién sabe si verdadera-. Mas esta vez no fui yo, sino el propio Barón quien requirió:

– Ensilla tu caballo, y sígueme.

A nadie más permitió acompañarle. Pero eran tan extraordinarias todas las cosas, que ni siquiera sentí mi propio asombro, o el odio que tan desacostumbrado mandato hubiera despertado en sus caballeros. Le seguí, consciente de que no pisaba la blancura de un sueño, sino tal vez de un recuerdo que aún no había llegado a mí, al que observaba desde muy vastas lejanías.

El viento levantó nubes blancas del suelo. El jinete atravesó el río y, siempre en la misma calma, fue a nuestro encuentro. Cuando estuvo a una cierta distancia se detuvo. Recio, torpe y casi anciano. Bajo la bruñida tersura del cielo, brillaban sus cabellos rojiblancos, y mecíanse, junto a su rostro, dos flacas trenzas.

Un aullido largo, mucho más largo y ululante que el de los lobos de la estepa, rasgó mis oídos. En él crecía, de nuevo, aquel nombre: se tensaba como el arco, y huía una y otra vez hasta fundirse en el brillo del cielo.

– ¡Vete! -le gritó Mohl-. ¡Vuelve a la estepa! ¡No quiero luchar contigo!

Pero el Conde Lazsko avanzó aún: primero en un trote menudo, luego más briosamente. Se arrojó al fin, con pesada furia, lanza en ristre, contra mi señor.

Mohl paró y resistió el golpe; su escudo pareció abrirse en cuatro rayos blancos. Pero en lugar de responder al ataque, retrocedió en su montura, y gritó de nuevo:

– ¡Vuelve a la estepa! ¡Nunca debiste salir de allí!

Lazsko tomó nuevo impulso, alzó el arma en su corto brazo y aulló:

– ¡Devuélvemelo, maldito! ¡Devuélvemelo!

Aún dos veces más cargó con furia contra Mohl. Cuando chocaba su lanza contra el escudo de mi señor, comprobaba la firmeza de éste al parar la furia, torpe pero poderosa, de cada embestida. Aunque me causaba estupor ver que Mohl no respondía a los ataques: se limitaba solamente a rechazarlos.

El viejo Lazsko reculó de nuevo su caballo. Y de pronto, sus hombros se desplomaron, e inclinó la cabeza sobre su pecho. Sobre las pieles que cubrían su pecho vi balancearse las escuálidas trenzas, de un oro rojizo e impropio, cuya visión acreció en mi ánimo un inconcreto malestar. La voz del viejo Conde se abandonó entonces a aquel nombre, un nombre que parecía desgarrarse entre los dientes de los lobos, o formar parte misma del viento estepario. Un bramido ronco, totalmente inhumano, surgió de su garganta.

– ¡Devuélvemelo, o mátame…!

Mi señor blandió su lanza y, por primera vez, galopó y cargó contra su viejo y ya inexistente enemigo. Lo atravesó, sin que el grueso brazo de Lazsko alzara siquiera su escudo. El macizo jinete se tambaleó: un trozo de la astillada lanza se erizaba, aún, en su vientre. Luego cayó al suelo, de lado, y levantó en la nieve una blanquísima polvareda.

Me pareció que transcurría un tiempo largo, donde sólo habitaban el relincho y el coceo asustados de su hermoso corcel estepario. Al fin, el caballo volvió grupas y partió, sin jinete, hacia las dunas.

La mano enguantada y negra de mi señor se alzó en el aire, llamándome. Obedecí, presa de un súbito terror, sin voluntad, ni voz. El Barón acercó nuestros caballos al cuerpo derribado de Lazsko. Y juntos estuvimos durante mucho rato contemplándolo.

El viento levantaba su cabello, arrojaba grandes manchas blancas sobre el antiguo enemigo, se arremolinaba en su cuerpo, y parecía lamer o saborear la muerte.

Al cabo, dijo Mohclass="underline"

– ¿Quién hará igual conmigo, el día que lo precise…? ¿Quién, hijo mío?

Y me llamó hijo, aún dos o tres veces. O quizá, mil veces más. Sólo esta palabra traía el viento, en tanto regresábamos, vencedores sin gloria, hacia el castillo.

En verdad que aquel combate no fue el que yo soñaba tantas veces, cuando aún era una pobre y salvaje criatura, la espalda contra la hierba, cara a las nubes, la vista nublada por un sanguinario y ya imposible placer.

Cuando llegamos a la muralla, un sol casi transparente iluminaba las almenas. Lo primero con que mis ojos tropezaron fue la sombra triple de mis hermanos. Y tan negra aparecía en el suelo, como blanca mostrábase la nieve.

VIII. El envés del odio

Los buitres y el viento redujeron a la pura nada los sangrientos despojos de quien fue muy amada criatura. Mas no llegó a desaparecer, y persistió durante mucho tiempo -ondeante al viento cual vengativo banderín- un mechón de su pelo rubio-leonado. Contemplándolo, regresó a mi mente un abominable cortejo de gritos y memorias, donde se abría paso, con estremecedora nitidez, otro rojo mechón preso en las llamas de una hoguera. Así, recuperé el atónito pavor que un día me fulminara y derribara en tierra. Igual que entonces, permanecí sin voz tres días seguidos, privado no sólo de la palabra, sino de casi todo entendimiento. Frente al fuego, mirando las llamas sin cesar, pasé tiempo, mucho tiempo: no sé cuánto. E incluso los más despegados y malévolos de entre mis compañeros tuvieron para mí, en aquel trance, una palabra amistosa o un silencio compasivo.

Así pasaron muchas jornadas. Yacen en mi recuerdo, insoportablemente blancas. Ni el vino hubiera dado más pesadez a mis párpados, ni el más violento combate podría magullar hasta tal punto mis huesos.

Al fin, un día, me sobresaltó el piar de unos pájaros en la nieve. Aleteaban y disputaban en torno a las migajas que les arrojaba un pequeño marmitón de cocina. Y en tanto los animales se lanzaban vorazmente

sobre tan exigua sustancia, el niño arrojó sobre ellos, cautamente, una pequeña red. Cuando los tuvo atrapados, fue atravesándolos uno a uno con una larga aguja (de las que usan los cocineros, para asar aves). Sus mejillas se encendían de placer, movía la cabeza, y los negros cabellos se mecían, medio ocultando sus ojos. Creí entonces salir de un dilatado sueño. Brillaba el sol de invierno en el silencio peculiar de la nieve, y el día se mostraba como impregnado de una resignada cólera, sólo rota por los gritos de los pájaros y la entrecortada risa del pinche. No conseguía recordar por qué estaba allí, frotándome brazos y piernas, pateando de frío, mientras contemplaba, pasivo y lejano, los juegos del muchacho. Sobre nosotros, masas de nubes transparentes se diluían en una luz líquida, incolora, y sentí que algo se desprendía de mí. Un sopor, o una vida, donde aún vagaba el solitario jinete de mi infancia. Entre rubios guerreros navegantes por un inmenso mar de vino en el que flotaban las trenzas de la ogresa. Mezclados a la bruma de estas visiones, no conseguía separar los cuerpos de mi padre y del Conde Lazsko: el uno atravesado por la lanza de Mohl y el otro a lomos de los jorobados.

Poco después me avisaron de que mi señor reclamaba mi presencia.

La voz y las palabras volvieron a mí en tanto dirigía mis pasos, por primera vez -si es que la otra fue delirio-, a la cámara privada de Mohl. Y cuando al fin entré en ella, reconocí objeto por objeto todos sus enseres, muebles y ventanas: los vidrios verdosos, los cofres, las pieles y el gran lecho con dosel. Tuve entonces un pensamiento extraño, y en verdad muy violento. Tanto, que parecía beber en él mi antigua fuerza, hasta saciarme de ella. Tenía la absoluta convicción -a despecho de no poderla razonar- de que, aun en el trance de hallarse encadenado, caído y aguardando la lanza de su señor, si el muchacho del cabello de fuego se hubiera negado a sí mismo la muerte, no habría muerto. Y aunque tal idea incluso me irritaba (dada mi incapacidad para desentrañarla), aquella certidumbre persistía y crecía en mi ánimo, allí donde la razón se negaba a alojarla. En todo lugar, objeto o suceso donde ponía mi pensamiento, recuerdo o simple zozobra, se encendían ahora llamas solitarias. Y veía un fuego esparcido, dividido, pero constante, y anuncio de una inmensa hoguera.

El rostro del Barón mostraba, de nuevo, la serena distancia casi añorada por quienes, en los últimos tiempos, presenciamos su declive. Pero vi diminutas arrugas al borde de sus labios, y en las sienes, junto al cabello que otrora se mostrara castaño dorado, brotaba la blanca raíz donde se ahínca y extiende el árbol de la muerte.

Estuvo hablando mi señor durante mucho rato. Dijo que me apreciaba por leal y fiero, y por el inquebrantable hierro de mi naturaleza. Dijo que era yo el mejor de entre los jóvenes escuderos y que, con toda seguridad, llegaría a ser un valiente caballero: verdadero Señor de la Guerra, temido y respetado a la par. Al fin, rozó mi hombro con su mano, y aseguró que creía contemplar mi futuro, que me veía pasar por entre y por sobre innumerables guerras. Algunas, de todo punto inimaginables para el humano entendimiento, pues en ellas yo permanecía inmune al hierro y fuego, y a todas las derrotas que estremecen de parte a parte el mundo. "Es más -añadió-. Te veo avanzar como espada alada, y atravesar así la tierra, el mar y el aire".

Ensoñadoramente, cerró los ojos. Y me vino a la mente una lucha entre águilas y gavilanes que, siendo niño, presencié en el cielo de las dunas. Pero mi señor no se refería a esta clase de luchas en el cielo o aire, puesto que murmuró, como para sí: