– También luchan, vencen y sufren derrotas las estrellas.
Esto me dejó muy admirado de su sabiduría. Mas existía una muralla (invisible, pero inexpugnable) que no sólo cercaba mi cuerpo, apartándome del mundo, sino mi ánimo. Y aquella muralla sofocaba todos mis impulsos, e impedía que me manifestara con la espontaneidad de otros tiempos. De forma que, aunque mucho lo deseaba, no le pregunté nada sobre aquella clase de guerra entre los astros, en la que él me veía triunfar tan gallardamente.
– Tu impiedad y tu inocencia unidas -dijo Mohl-, pueden convertirse en armas muy estimables. Bien gobernadas llegarían a devastar toda la podredumbre que nos anega. De manera que debo guardarte junto a mí: tú serás mi escudo contra el mundo. Y, acaso, contra mí mismo.
Estas palabras, aun asombrándome, me parecieron pronunciadas en una región donde yo no habitaba. Incluso parecían dichas en una lengua que no era la mía. Pero él tomó por sumiso acatamiento, quizá por gratitud, un silencio que no significaba sino la más profunda e insalvable distancia. Acaso, una aún confusa forma de indiferencia.
Mi señor me sonrió (creo que por primera y última vez en la vida):
– No tardará en llegar la primavera -dijo-, y te doy mi palabra de honor de que para esa fecha serás armado caballero.
Aquella decisión era la que yo aguardaba día tras día y noche tras noche, desde el momento en que entré en el castillo. Sabía que esta esperanza y esta promesa eran lo que en verdad me retenían allí. Pero en aquel momento tan deseado, no sentí alegría, impaciencia, ni siquiera asombro. La verdad escueta es que no sentí absolutamente nada.
Mis ojos resbalaron por sobre los escudos y las armas que pendían de aquellos muros, por los hermosos vidrios de la ventana donde el sol se tornaba de un verde tan delicado como misterioso. Y en ellos busqué desesperadamente algún destello de mis pasadas ilusiones, si no de júbilo, de satisfacción cuando menos. Pero sólo los reflejos y las sombras a través de la ventana ofrecían algún interés para mí: no las palabras, ni las promesas. Ni siquiera la seguridad -como en verdad tenía, viniendo de tal señor de que serían cumplidas.
El Barón me indicó, entonces, que me sentara frente a él, casi a sus pies. Y se extendió en mil argumentaciones, como si ante sí mismo justificase la necesidad que había de retenerme y no apartarme de su lado. Había decidido incorporarme a su servicio personal, a las órdenes del caballero Ortwin.
– Pero no por ello descuidarás, y con más rigor que ningún otro escudero, el ejercicio de las armas: he observado con gran satisfacción que sobresales singularmente en ello.
Tras oír todas estas cosas, creí había llegado el momento de retirarme. Pero Mohl, con un gesto, me ordenó que no me moviera. Permanecimos así mucho rato, sentados uno frente a otro y en silencio. Él miraba obsesivamente hacia la ventana, tras cuyos vidrios se adivinaba otra vez la caída de muy ligeros copos. Y parecía prendido de aquel resplandor. Cosa que, en verdad, era contemplar el espectro de la nieve. Tan atentos estuvimos a aquella nevada más adivinada que vista, que diría nos sumimos o quizás elevamos en un espacio sin cabida a otros sentimientos o reflexiones más que la contemplación del verde vidrio, o la luz blanca del mundo exterior y extraño.
Abandonados o resignados a aquella suerte de enajenación estuvimos tiempo y tiempo, no sabría cuánto.
Ni siquiera sé si todo esto sucedió entonces, o antes o después de todas las muertes. Sólo tengo una certeza: aquélla fue la última nevada del invierno.
En un principio, Ortwin me recibió con desvío, incluso con cierta animosidad. Pero como estas demostraciones humanas ya no me afectaban le serví y obedecí en todo, con extraordinaria docilidad. Fui aliviándole así de muchas tareas -las más pesadas, por supuesto-. De forma que poco a poco fue relegando en mí gran parte o casi todas ellas, con creciente complacencia. Desde aquel momento, hube de servir sin reposo a mi señor: sus armas, ropas, caballos, mesa (y mil detalles más) me fueron de día en día encomendados, con mayor confianza. Y con cierta frecuencia acompañé a Mohl en sus recorridos por tierras de su inmenso dominio cuando, como solía, vigilaba el trabajo y rendimiento de siervos y colonos.
Ortwin llegó a tomar por mansedumbre y sumisión lo que en mí era el más profundo despego hacia el mundo, sus criaturas y afanes. Y, cediendo al fin en su inicial frialdad (y aun recelo), me acogió, al cabo, sin reservas. Supongo que llegó incluso a celebrar la decisión del Barón, aunque era hombre totalmente opuesto a toda clase de demostraciones afectivas. En lo que a mí respecta, con tanta docilidad y eficacia le obedecía a él como a mi señor, y aun con idéntico respeto. Así de grande era la distancia o ausencia de mi vida entre sus vidas.
Sólo alguna vez, al contemplar los caminos donde ya se derretía la nieve y comenzaba a sentirse la pujanza de la tierra, de todas sus plantas, manantiales, tímidas flores o animales, notaba como una punta afilada que arañase mi cansancio y por su ranura asomase el olvidado deseo de otros días. Pero aun experimentado tales sensaciones, no llegaba a reconocerlas.
– Ya pasará el invierno, puedes estar seguro -me dijo Ortwin un día.
Acaso imaginaba que me consumía de impaciencia, en espera de que llegase la fecha de mi investidura. Miré en silencio su rostro grueso, rubicundo y lleno de pecas, donde las espesas cejas casi ocultaban sus ojos, aquella boca donde faltaban tantos dientes como sobraban agujeros, y sentí una vaga desolación. Una vez, durante un combate, le propinaron un tajo de tal envergadura que casi le arrancaron la mandíbula. Pero Ortwin contuvo la sangre y así, imagino, salvó su vida mordiéndose la barba. Esto es, metiéndosela en la boca. De tal guisa, continuó luchando y pudo resistir con dignidad, hasta que aplacada la furia de ambos bandos el físico lo remendó como mejor pudo.
– Pero no fue un acto de valor, ni demuestra fiereza alguna en mi carácter -explicó-. Sólo escrúpulo y minuciosidad en los detalles. Me gusta la corrección, tanto en las ropas como en el aspecto de las gentes en general. Esta minuciosidad y celo me valió el honroso puesto que ostento junto al Barón Mohl.
Mesábase luego la barba (a la que tanto debía) con verdadero cariño. Como si se tratara de un ser muy amado, y no de una exuberancia más de su persona. Aquella barba rojiza constituía, con toda seguridad, su más preciada riqueza. Todos los días la desenredaba con un gran peine de hueso, cuyo borde ostentaba una cenefa finamente labrada.
A medida que nuestro trato se hacía más estrecho, pude apreciar la lealtad de sus sentimientos hacia el Barón. Ortwin era un noble de origen casi tan pobre como yo mismo. Poco después de su investidura, prefirió seguir al servicio personal del Barón, como Ayudante de Cámara, y abandonó casi por completo las armas. Mohl lo había elegido y consentido en tales deseos, precisamente por su inquebrantable discreción y fidelidad, por el buen gusto y esmero con que atendía su ropero y enseres. Cualidades éstas que no hacían presumibles su robusta y alta figura, ni el atroz y mal disimulado tajo de su mandíbula. Creo que Ortwin me llegó a cobrar tanto afecto como pueda sentirlo un padre por su hijo -excepto el mío-. Pero aunque yo le trataba siempre con respeto y deferencia, no podía albergar sentimiento de ninguna clase hacia éclass="underline" ni malevolencia, ni amistad, ni afecto. Y lo mismo me ocurría respecto a las demás gentes que allí, y conmigo, convivían. O, al menos, así me lo parecía entonces.
– Deberías ser más cuidadoso de tu aspecto -me dijo Ortwin en cierta ocasión. No había pasado por alto a su atenta mirada el hecho de que, desde un lejano día en que mi amada señora lo hizo cortar, jamás osó nadie poner la mano o el filo de una cuchilla en mi cabeza, totalmente invadida por antojadizos mechones. Cada uno de estos grupos crecía en la dirección que estimaba más conveniente, y en espesa y nutrida proliferación. Nada ni nadie -y yo menos que ninguno- se opusieron hasta entonces a la libertad y goce de tales desórdenes. Pero al oír la insinuación de Ortwin, mansamente incliné la cabeza ante él, con el mismo gesto que hubiera tenido ante el verdugo, si me hubieran condenado a morir bajo el hacha. Sorprendido y alborozado ante tal resignación, ya se disponía Ortwin a despejar la indómita pelambre, cuando en el momento justo de blandir su afilada cuchilla atinó mi señor a sorprendernos y su grito apabulló toda la dicha de Ortwin:
– ¡Detente! -vociferó.
Ortwin le miró sobresaltado. Y aun yo mismo elevé sorprendido mis ojos hacia Mohl; pues había en su voz algo que me recordaba al miedo.
Casi con furia, el Barón arrebató la cuchilla de manos de mi defraudado esquilador, y dijo ante el pasmo de Ortwin y mi curiosidad:
– Jamás toques un solo cabello a este guerrero. Ya no estimo a mi lado la belleza. Antes bien prefiero en su estado más puro la fuerza salvaje de la vida.
Me pareció que en tales palabras yacía una derrota, o tal vez, sólo una inmensa desolación. Pero Mohl añadió:
– Si durante el combate te estorban estos mechones que caen sobre tus ojos, sepáralos en dos mitades y trénzalos muy alto, de forma que ambos caigan a cada lado de tu frente.
Al oír tan minuciosas como extrañas órdenes, Ortwin pareció atacado en lo más sensible de sus leyes o códigos.
– ¡Trenzar su pelo, señor! ¡Como los esteparios…! -aulló, en verdad escandalizado.
Pero Mohl replicó que así lo hacían nuestros dioses muertos.
– Y acaso -añadió, tras una breve meditación- los dioses por nacer…
Por tanto, separé los susodichos mechones, causa de sus zozobras. En verdad, saltaban sobre mi frente y orejas, en tal estado de abandono que mucho estorbaban durante los ejercicios y, tal como dijo Mohl, llegaban a metérseme en los ojos. Untados con un seboso ungüento que me proporcionara el dolido Ortwin, los trencé aplicadamente, y desde este punto y hora constaté cómo se incrementaba de forma singular el recelo, y aun temor, que por lo común despertaba mi persona.