Cierto día que me disponía a enlazar, separar y anudar tan
ásperos manojos, para guiarme me asomé a una charca que el deshielo comenzaba a formar sobre la tierra. El sol apareció entonces tras mi cabeza y encendió aquella aureola blanca que, de niño, llenara de estupor y admiración a quien la mirara (e incluso a mí mismo). Un estremecimiento sacudió mis entrañas, y oí muy claramente, como brotada de la luz o el brillo del agua, la fría y tersa voz de mi bien amada ogresa, que como en otras ocasiones me confiaba: "No eres bello, ni lo serás nunca. Antes bien, puede asegurarse que eres muy feo. Pero tu singular naturaleza vive, desafía y deslumbra más allá de ese efímero y aun tornadizo atributo que se llama belleza. De suerte que, en verdad, resulta mucho más poderosa y turbadora, y aun alberga más seducción que la propia hermosura, la dulzura y la misma bondad…".
Oí, luego, los conocidos cascos de su caballo blanco. Huellas ya, cielo adelante, de un perdido y entrañable amor. Como aquel día que sobre la hierba, entre los gritos y el sol de los guerreros me hizo confesiones parecidas, no alcancé totalmente su significado. Inclinado el rostro sobre la verde charca, me pareció que aquella voz rasgaba una esquina al tapiz de indiferencia en que, últimamente, me cobijaba. De suerte que, por aquel rasguño, se filtró un áspero júbilo, y en él mezclábanse muy turbulentamente el orgullo, la conciencia toda de mi poder, e incluso una aún desordenada, pero muy violenta rebeldía. Estaba descalzo, pues -costumbre adquirida en mi infancia- apenas cedía el frío, me gustaba ir con las piernas desnudas, y calentarlas al sol. Cuando me hallaba solo, libre de servicios, liberaba mi cuerpo lo más posible de toda opresión; y trotaba de tal guisa, casi desnudo sobre la hierba o las piedras. Apenas desapareció en su mundo de ecos y reflejos el galope del caballo blanco, noté bajo mis plantas un crujido caliente, casi animal. Y supe que la primavera estaba al borde de estallar bajo la tierra; y sentí que ésta albergaba un relámpago, largamente prisionero, que acababa de romper sus ligaduras dispuesto a estremecer el mundo, de uno a otro confín.
Llegaron entonces a mis oídos voces y risas muy exaltadas. Una risa peculiar, cuyo rastreo se deslizaba, según tenía observado, en los actos de la más extrema crueldad humana. Yo había oído el serpenteo de esa risa, a los seis años, y no la había olvidado.
Más allá de la muralla vi tres soldados, muy divertidos por alguna cosa. Llegué hasta ellos, sin que pudieran verme ni oírme, pues el sigilo fue la escuela donde di mis primeros pasos entre los hombres. Y aunque iba con los pies descalzos y todavía brillaba la escarcha no me estremecía su contacto, ya que un frío más grande iba adueñándose de mi ánimo. Así, pude ver cómo golpeaban, llenaban de insultos y de burlas a una mísera criatura, un hombre escuálido, medio muerto por los golpes y, probablemente, por las muchas calamidades que le habían llevado hasta los pies de los soldados. tras la apatía y embrutecimiento invernal, despertaban éstos del sopor de la nieve, alimañas hambrientas de algún suceso que avivara sus embotados sentidos.
– ¡Cuéntanos otra vez cómo venciste al turco! -vociferaban-. Di cómo le diste muerte. ¿Con cuál de tus dos caras? ¿Con ésta? -y la golpeaban-. ¿O con ésta…? ¿Fue acaso a puntapiés en la boca? ¿Así…?
Remedaban grotescas muertes y grotescas luchas en aquel montón de carne derrumbada, entre harapos. Pero aquellas palabras reverdecieron mi memoria: hazañas gloriosas, historias heroicas, fantasmas de un remoto esplendor, regresaban. Y un jinete centelleante (imagen de la gloria, inventada por un niño) apareció cabalgando hacia oriente: por aquel cielo donde, aún tan apocadamente, se doraba el calor de la nueva vida. Entonces vi alzarse hacia mí un rostro partido en dos por un antiguo tajo, mal amparado bajo dos brazos flacos, llenos de informes y mal repartidos bultos (cual granos en vaina reventona), que antaño fueron carne poderosa. Del cráneo amarillento, cubierto de cicatrices, como último jirón de algún maltrecho orgullo brotaba y se bamboleaba a impulso de los golpes, y los inútiles esfuerzos por defenderse de ellos, un mechón pajizo, ceniciento, mal anudado con tirilla de cuero.
El relámpago que pugnaba por liberarse de la tierra, ascendió a mí; desde la planta de mis pies, a mis ojos. Un ejército de huellas cruzó el oscuro firmamento de mi infancia, y con un grito recobrado -un grito que partía de un humano árbol de fuego- salté sobre Krim-Caballo, blandiendo la lanza, bullendo en mis entrañas toda la furia de la tierra.
Cargué así contra los que tan burda y cruelmente maltrataban la fe, el orgullo y la esperanza de mis días niños. Uno por uno, los sorprendí y atravesé sin darles tiempo a defenderse -pues yo no era un ser humano, sino un relámpago de ira y amor, inútilmente amordazado años y años-. Y aun me ensañé contra sus cuerpos ya en la tierra. Entonces me sentí rodeado de ojos que aún se desorbitaban en asombro y miedo mezclados -ojos que, en noches de la guardia, me habían guiñado, compadres, y yo tenía como los ojos de mis únicos amigos-; pero sentí crujir sus huesos bajo las pezuñas de Krim-Caballo, tan enloquecido de odio como yo mismo.
Al fin me detuve exhausto y lleno de sangre, medio asfixiado en la saciedad y gula de mi venganza. La lanza inclinada, como último homenaje hacia aquel que ya era sólo el fantasma de un tiempo, un tiempo que tuve como el más puro y brillante de mi vida. A mis pies alentaba apenas Krim-Guerrero, de su boca sangrante surgió una voz antigua, que no pudo acabar su frase:
– ¡Si hubiera resistido mi caballo tanto como yo, te juro, muchacho, que no osarían…!
También sus ojos me miraban, pero eran igual que estrellas renacidas de una espesa niebla donde se mezclaban mentiras, espectros de batallas, asombro y una en verdad muy hermosa recuperación. Pues desde el más lejano confín del cielo, volvió grupas el resplandeciente jinete de la gloria, descendió hasta él, y se alejaron juntos hacia el paraíso de los recuerdos.
Después que el sol se los llevó, me incliné sobre el cadáver de Krim-Guerrero.
"Vencedor del turco", me oí decir. O tal vez sólo oía las lágrimas de algún amanecer, ya alejado de mi vida, inundado de rocío, centelleante, triste y airado ante la vasta mentira que cubre nuestra tierra. Aproximé entonces mis labios a su oído:
– Adiós, hijo de los pueblos tensadores de arco -le dije-. En la alta estepa, hacia donde galopas, está aguardándote un niño a quien no terminaste de aleccionar, ni de maravillar con tus hazañas; búscale y llévale contigo. Le reconocerás porque es fuerte, solitario, y te llama Krim-Guerrero… Llévale contigo, te lo ruego: pues a menudo el eco de su soledad estremece mi corazón.
Como antaño hizo él conmigo, coloqué a Krim-Guerrero en la grupa de mi Krim-Caballo. Y de este modo, galopamos en dirección al norte, hacia las desconocidas sombras de la selva.
Por vez primera me sumergí en la noche de sus árboles y un enardecido aroma a raíces y manantiales secretos me invadió. Al fin un rayo de oro me indicó un claro, cubierto de helechos y escarcha. Suficiente, empero, para enterrar en él toda mi infancia.
Entonces noté el temblor de Krim-Caballo; comprendí la desesperación de sus ojos y, poniéndole una mano en el cuello, dije:
– No tenía montura, por eso le atacaron tan cobardemente. Ahora, Krim-Caballo, vuelve junto a Krim-Guerrero: regresad juntos a la estepa más alta y más vasta, sin principio ni fin…
Partió al galope, al viento su crin, resplandeciente entre la oscuridad. Y en su huida atravesaba árboles y distancias para todos imposibles. No lo vi desaparecer, porque una nube muy brillante se adueñó de mis ojos y, tras ella, comenzó a temblar la selva entera.
Ya era de noche cuando regresé. Mi brutal hazaña había corrido ya, en el castillo, de boca en boca, y atado de pies y manos (tal como un día devolvieran a mi señor la destrucción de un gran amor) los soldados me llevaron ante Mohl.
Me aguardaba en el patio de armas, y reconocí, de un golpe, la estatua de hierro de aquel sueño. Y también la blanca distancia que nos separa -a él y a mí- del resto del mundo.
– Has cometido un crimen -dijo, y su voz venía de muy lejanas zonas, o de muy lejanos tiempos-. Has matado indignamente a tres hombres, sin darles ocasión a defenderse, ni aun de tomar sus armas. Eran tres de mis mejores soldados, y, por tanto, la más feroz de las muertes parece muy pequeña para castigar tu osadía. Pero soy un hombre justo y, conociendo tu naturaleza, mucho me sorprende la gratuidad de tamaña tropelía. Ante mis soldados, pues, te juzgaré: dime, qué razones, o qué locura, o qué necia sed de sangre te ha llevado a semejante crimen.
Miré hacia los soldados; y, entre ellos, vi a aquel anciano de barba cana que había luchado tantas veces junto a mi señor. Había en sus ojos un temblor de escarcha bajo el sol.
No sentí miedo, ni temblor, ni inseguridad.
– He matado a esos hombres -dije-, porque no eran dignos de llevar vuestra enseña; y si como perros se portaban, como perros los maté, no como soldados. En verdad que estaban desarmados, ya que sólo a puntapiés, y a golpes, agredían a un hombre que, sin duda alguna, fue el más valiente guerrero que yo conocí: vencedor del turco y de la estepa, Maestro de Armas de mis primeros años. Y éste, a quien tan groseramente pateaban vuestros hombres, sólo había sufrido una derrota en este mundo, y por un enemigo común, bajo el que todos sucumbiremos, pues la vejez nos acecha y vence a todos por igual. Al verle así tratado por quienes menos valían, no pude contener la ira y, si es cierto que un día ostentaré el título de caballero, y como tal me instruyen en la defensa del débil contra el abuso de la fuerza, la cobardía y el deshonor, eso me limité tan sólo a hacer. Castigué, como creo merecen quienes de tan injusta y humillante forma dieron muerte al que me enseñó a admirar el valor y a creer en la gloria. Y muy tranquilo quedé, tras matarles, y aún lo estoy ahora. Y en la paz que dio a mi ánimo tal reparación, fui a enterrar al hombre que un día -para mí memorable- capturó al caballo que es toda mi fortuna (y que vos, señor, tanto admiráis). Si después de lo que os he contado, creéis que debo morir, poco me importa la muerte: jamás hubiera vivido con el remordimiento de no haber sabido vengar algo para mí tan precioso.