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En aquel momento supe que no moriría. El Barón, y los soldados me rodeaban, en un espeso silencio. Sentía el resplandor de una llama creciente que se alzaba de entre las más viejas raíces de mi ser, una llama que nadie podría sofocar jamás. Y volví a creer que si el joven del cabello de oro-fuego se hubiera negado la muerte como me la negaba yo, la muerte no habría llegado a él.

– Éste es un litigio entre soldados, y por tanto a los soldados confío la última decisión -dijo el Barón.

Reuniéronse entonces los soldados, y deliberaron, para decidir mi suerte. Mientras esto ocurría, continuaba mi señor erguido en el patio, como una estatua negra, y yo frente a él, maniatado, apenas vestido con la camisa, y las piernas desnudas. Mas no experimentaba frío, ni dolor alguno. Como si fuera otra estatua, blanca e indiferente a todo lo sucedido o por suceder en ese mundo.

Cuando regresaron los soldados, el anciano tomó la palabra:

– Señor -dijo- vuestros hombres estiman que el joven escudero no cometió crimen alguno, sino un acto de justicia.

El Barón ordenó me libraran de las ligaduras, y cada uno regresó a su puesto, tan silenciosos como jamás se habían mostrado. Mientras el viejo soldado me desataba las manos, murmuró:

– Gracias, joven caballero.

Y aunque yo no era todavía caballero, ni había hecho nada que directamente pudiera agradecerme, mis ojos y los suyos se encontraron, y supe que al defender los ecos de una gloria o una vida pasada, soñada o deseada, defendía en él mismo lo único digno de vivir que le quedaba en este mundo.

Pero una vez devuelto a mis habituales quehaceres, sentí una avasalladora tristeza. Durante varias noches persiguieron mis sueños los cadáveres atravesados de aquellos a quienes hice blanco de mi ira. Revivía sus risas, la cerveza, los dados y todas las noches que pasé en su compañía. Y no me producían orgullo alguno sus muertes, ni sentía la paz que imaginaba.

Por contra, la negra dama perseguía mis actos, y oía por doquier su amarilla carcajada.

***

Los comentarios malévolos, picantes unos, soeces otros, que suscitaba entre caballeros y escuderos la predilección mostrada últimamente por el Barón hacia mi poco atractiva persona, subieron de tono tras aquel suceso y el sucinto juicio que siguió a él. Cuando estos comentarios y maledicencias llegaron a oídos de Ortwin, movía la cabeza y decía:

– ¡No comprenden! ¡Nunca comprenderán, raza mostrenca y desdichada!

Esta raza comprendía, para él, la humana naturaleza en peso. Ortwin denostaba entonces contra la obtusa y maligna especie que utilizaba en tales menesteres el precioso don de la palabra -del que, por su parte, tan comedido uso hacía él-. Aseguraba que mejor se entendía con los caballos y los perros, que con hombre alguno. Lo cual, según aprecié, era muy cierto, pues no tenía más amigos que su caballo y su perro. Y los sentimientos que albergaba hacia el Barón, y hacia mí mismo, eran de índole muy distinta a la amistad: por el uno sentía admiración y respeto sin límites, y por el otro una oscura sed de protección. O de prolongar, o suscitar, algún eco a sus enseñanzas, experiencias y reflexiones. Igual que cuando enseñaba ágiles pasos o sabias precauciones a sus dos adorados animales.

Algunos días más tarde de estos acontecimientos, tuvimos noticia de los primeros disturbios fronterizos. Los parientes del Conde Lazsko y sus aliados -solitarios feudales, verdaderos lobos esteparios, cuyos torreones se alzaban más allá de las dunas- parecieron reverdecer, también, al empuje de la primavera. Mas no en floridos frutos, sino en turbias ambiciones, rencores, odios y venganzas aún por solventar. Dudo mucho que alguno de ellos sintiera afecto, o el más mínimo interés, hacia el Conde Lazsko cuando éste aún vivía. Pero su muerte y la desaparición de su bello ahijado ofrecían tentadora presa a repartir. Había mucha molla donde hincar el diente de los viejos agravios y presentes codicias (en verdad, nunca satisfechas por ningún hombre conocido). La misteriosa historia del joven ahijado, su leyenda de bandido-cortesano, su cabello oro-fuego, hallaron buen recipiente donde bullir, crecer y desbordar. No necesitó este caldo mucho aderezo para ser profusamente saboreado y destinado a nutrir odio, represalias y desatinos. Incluso entre los infelices que, tanto por parte de Lazsko como de su ahijado, sólo habían recibido palos, abusos y despojos. La enseña multicolor donde enlazábanse horror, gusto de la sangre y lágrimas de la más inane y placentera sensiblería, fue bien ondeada y esgrimida. En verdad, esta enseña es grata a las gentes de toda clase y condición, pues me dio mucho que pensar ver cuánta delectación despierta, tanto en villanos como en señores, cualquier truculencia donde se guisen a la par historias lloronas y crueles. Cuánto conmueve el revoltillo de aventuras amorosas, sanguinarias y necias, hasta inducir enardecidamente a la revuelta y tropelía. Con tal virulencia como no lograran provocar la opresión, la miseria y el hambre, causas, a mi ver, más explicables. De nuevo vi el cielo cruzado por un grito que arrastraba dos nombres: el del niño muerto del herrero, y el del ahijado de Lazsko.

Tras los habituales saqueos, pasadas a cuchillo e incendios de burgos, aldeas y cabañas en terrenos de Mohl llegaron a oídos del Barón rumores sobre la decisión tomada por los ofendidos parientes; llevarían sus quejas y acusaciones hasta el lejano (pero indudable) Gran Rey y clamarían de tan poderoso y sabio monarca -a quien ninguno de ellos echó jamás la vista encima- justicia, orden y escarmiento. Sin que para ello importase que, por su cuenta, ninguno de ellos hizo uso jamás de los dos primeros y, en cambio, mucho prodigaron el último.

Cuando le informaron de estas nuevas y propósitos, hallábase mi señor en la halconería. Acariciaba a una de sus preciadas aves, y yo permanecía atento a la expresión de sus ojos; pues en ellos erraba la resignada dulzura de quien anhela y teme (sin lograrlo) sustituir un amor por otro. El halcón ahora objeto de sus ternezas era un animal de bello plumaje y ojos ávidos. Y tenía un parecido bastante notable con el desaparecido Kurth. Se mostraba tan necio y arrogante como el malogrado "Avechucho".

Cuando el espía o militante de las "gentes de vasija" (así solían designar los soldados a los apostados tras las tinajas, lindero y causa de puntapiés y desdichas sin cuento) hubo exprimido hasta la última gota de sus averiguaciones, Mohl le despidió con un expresivo gesto, y se volvió hacia mí:

– El Gran Rey… -pronunció suavemente.

Luego alzó su barba, donde ya había más hilos de plata que dorados, y profirió una de sus más breves y brutales carcajadas. Nunca he oído reír a un lobo, pero supongo que lo haría como él.

Después, con delicado ademán, depositó el halcón en mi hombro. El ave me miró con hastío, mientras tanto mi señor añadía:

– El Gran Rey, y el mundo, están muy lejos. Yo soy mi rey, y mi mundo.

Pero había tal melancolía en sus palabras, que me hicieron pensar si, acaso, ni reino ni mundo alguno ofrecían otra cosa que la más absoluta soledad.

Apenas comenzó el deshielo, no se hicieron esperar los primeros desafueros provocados por los llamados parientes del infortunado Lazsko. Entre este grupo difuso y siniestro, dudo hubiera más de uno capaz de demostrar que llevaba la sangre, más o menos mezclada, del Conde. Y este único pariente legítimo se trataba de un imbécil segundón, hijo a su vez de segundón, cuyas nebulosas entendederas debieron poseer, durante el tiempo que duraron las enardecidas y reivindicadoras trapacerías, una idea menos que sucinta del verdadero móvil que le arrojara -en su sentido exacto: pues sólo a empujones y lanzazos lograron arrear montura y jinete- al frente de una vocinglera, desordenada y desdichada leva de rústicos labriegos. Y de tal guisa, y con tan escaso entusiasmo, enviáronle contra un señor del prestigio de Mohl más temido aún que la imagen del propio Satán. Y eso que ésta resultaba para aquel infeliz tan detestable y empavorecedora que, con tal de no pisar la iglesia, jamás cumplía con el precepto pascual. Ya que, bajo los pies del llamado Angel Blanco (orgullo del Monasterio), un muy vejado y enroscado diablo mostraba dientes y desesperación a quien tuviera a bien contemplarlo en tal postura.

Tengo fundadas sospechas para creer que el segundón, tan súbitamente sacado de las plácidas espesuras en que discurría su vida, partió al combate reculando; tan ayuno de los móviles que le pusieran en semejante apuro, como regresó de él. Poco después del primer encuentro, la muerte de viruelas, según unos, o la espada de uno de sus aliados, según otros -ya que se consideraba cumplido cuanto de él se apetecía-, puso punto final al cúmulo de míseras calamidades que hubo de afrontar, entre los energúmenos que ostentaban pretensiones de consanguinidad con tan poco codiciable familia. De suerte que el único y verdadero pariente de Lazsko, en manos del tropel de frenéticos ilusos -a quienes, en puridad, no faltaba una migaja de razón en sus quejas- fue una simple excusa. Aunque portadora de sustancia suficiente para lograr aunarles en una sola fuerza, y revestirles del valor necesario para llevar a cabo un anhelo que desde tiempo atrás acariciaban y temían. Este abominable ejército lanzó su reto al Barón de sus envidias y aborrecimientos, reto tan ostentoso y arrogante como sólo inspira el pánico más contumaz. Pero, curiosamente, el pánico es sentimiento que en más de una ocasión reúne la energía precisa que, por lo común, no llega a infundir la razón, o el convencimiento de poseerla.