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Aturdidos y enajenados en los propios arrestos, arracimáronse en singular piña de codicias y rencillas intestinas, sólo endulzadas por la esperanza de posterior revancha. Tan gárrula y sanguinaria tropa, erizada de picas, lanzas, horcas y armas de todo tipo (entre las que no faltaban cachiporras, piedras e ignorancia suprema), se citó con abigarrada mezcolanza en la linde fronteriza de ambos dominios. Y allí dio rienda suelta a toda suerte de crueldades, haciendo víctimas de ellas a los infortunados moradores de aquellos parajes. Unas veces por considerarlos presa fácil. Otras, porque así les empujaba y hacía rodar de un lado a otro su furibunda naturaleza.

Considerada y desmenuzada tal manada desde la cámara privada de Mohl más movía a desdén e incluso risa, que a rebullir de pundonores e impulsos combativos. Así lo pensé yo, al menos. Pero no ocurrió lo mismo -su experiencia era mayor, a la par que su sabiduría- en el ánimo de mi señor.

Apenas el siguiente representante de las "gentes de vasija" portó al castillo noticias de nuevas violaciones de tinajas, de incendios y toda suerte de quebrantamientos, el rostro de Mohl últimamente melancólico y soñador, pareció renacer y alzarse en una llama que no hacía presumible bonanza alguna.

Reunió a sus caballeros, capitanes y soldados y, en suma, a toda su gente de armas más representativa. Y, tras meditado silencio, manifestó:

– Hora es ya de limpiar nuestra frontera de alimañas esteparias. Mañana al amanecer partiremos a su encuentro.

El viento levantó la arena de las dunas, lanzándola junto al Gran Río sobre las praderas. Y favoreció así las intenciones de mi señor de tomarlos por sorpresa. Ya que, entre los pardos remolinos, apenas podía distinguirse el confín de las planicies donde se litigaban tan variadas argumentaciones y codicias.

Revestido de su yelmo, cota y coraza, lanza en ristre, la capa de zorros agitando sus colas negras bajo el furioso remolino que llegaba de las dunas, el Barón se erguía sobre su montura. Su escudo, pulido con arena del Gran Río, brillaba con la nitidez de la luna y la furia del sol. Viéndole, pensé que ni el Gran Rey (tan fantasmal como temido) hubiera ofrecido a los ojos de su tropa tamaño espectáculo de suntuosidad guerrera.

Ibamos a partir, cuando el vigía avistó un jamelgo en loco galope hacia el castillo. Pero no era enemigo, muy al contrario, buscaba refugio tras sus murallas, y portaba a lomos la diminuta maltrecha figura de un monje. Cayó de hinojos ante Mohl y, con aguda y exasperada voz, relató las calamitosas nuevas que le obligaban a presentarse de semejante guisa ante tan digno caballero. Según manifestó, la sañuda trápala de dudosos parientes de Lazsko había caído materialmente sobre su Monasterio, y con tan mala fortuna para sus moradores que pilláronles en oración, y muy desprevenidos. a resultas de lo cual organizaban a poco, en tan pío recinto, una pavorosa carnicería y cúmulo de desacatos:

– ¡No son cristianos, señor, aunque así lo fingieran hasta ahora! -gemía el aterrorizado monje-. ¡Su origen radica en el infierno del Este, jinetes negros de Satán, sacrílegos e idólatras! Han crucificado a nuestro anciano Abad y a varios monjes, sin hacer entre ellos distinción de ninguna clase. Han cegado y atado a la noria a unos, han arrojado al pozo a otros, han ahorcado al que pillaron bajo un árbol y así por este estilo, cuanto oséis imaginar. Pero no han olvidado saquear el templo, ni llevarse los vasos de oro y plata que tan generosamente nos donarais, a más de cortar la testa y alas al Angel Blanco, e izar, en su puesto, la ovillada imagen del Príncipe de las Tinieblas, ¡ése que tanto se humilló, otrora, bajo la planta del dulce y pétreo símbolo…!

Llegado a este punto de su relato, hubo de frenarse por falta de resuello. Y en el intervalo tuve ocasión de imaginar el terror que debió infundir al legítimo pariente, obligado a esgrimir sus escasos entusiasmos guerreros a la sombra de tal enseña. Pero ya el monje había tomado impulso suficiente, y acaparó mi atención con la continuación de su relato:

– ¡Se han mofado de nuestra fe, leyes, y, en suma, de nuestra comunidad! Sólo en gracia a lo poco medrado y desnutrido de mi persona logré zafarme, entre el horroroso tumulto que siguió al incendio, la orgía y desbarato, de aquella horda de aberrados abusones. Pues sabed, también, que dieron fin a nuestro vino, transvasándolo desde las propias cubas y odres hasta sus gaznates. ¡Sin desdeñar ni una mísera gota!… Y os aseguro que con mis propios ojos he visto el vino, como surtidor nefasto, rebosar de sus narices y orejas; de manera que no sé qué resultaba más espantoso: si presenciar tan deplorables fuentes humanas, o percibir los bramidos que proferían entre sus libaciones… ¡Y no es esto sólo, pues al fin…!

En este punto de sus descripciones, el Barón debió juzgarse suficientemente informado, pues ordenó que obstruyeran de algún modo la información del infortunado. Dos soldados taponáronle la boca, con bastante brío, y de esta guisa hubieron de llevárselo mientras aún agitaba pies y manos, en un patético esfuerzo por describir tanta superchería como presenciaran y percibieran sus, hasta el momento, cándidos ojos y plácidos oídos.

El Monasterio fue erigido por el abuelo de mi señor, y abundantemente enriquecido con las donaciones de éste. El Abad actual era primo de Mohl, y por ello -aunque, en lo íntimo, las relaciones entre ambos eran más bien enconadas- la ofensa resultaba tan grande, como jamás, ni en los más desaforados delirios, hubiera soñado el malogrado Lazsko (ya, por otro lado, indiferente a estas cuestiones).

A poco, mezclado a la arena de las dunas, trajo el viento un acre olor a madera, ropa y carne en llamas. Y en él regresó -y hube de reprimirla como mejor pude- la antigua náusea.

Entonces, el Barón se volvió a mí:

– Toma tu caballo, armas y arreos, pues desde este momento te nombro mi escudero.

– Ya no poseo caballo, mi señor -murmuré.

Clavó en mí sus ojos, de tal modo, que creí me atravesaban dos puñales.

– ¿Qué hiciste con él?

– Partió, con el hombre que me lo había dado.

– Entonces, Mohl ordenó me entregaran un caballo, cuya sola vista me estremeció, pues aquel blanco corcel (hasta el momento por nadie más montado) era el que perteneció a mi bien amada ogresa.

– Tuyo es -me dijo, con misteriosa lentitud-. Tuyo fue, y tuyo será por siempre y siempre.

Un silencio salpicado de negras partículas caía sobre nosotros y se extendió por las dunas; y las praderas parecían temblar, enrojecidas, bajo el viento incendiado.

Mohl añadió:

– Confío en la estolidez de tu naturaleza, más que en cosa alguna. Para mí, vale más que la pericia, y aun el valor de otro más experimentado en estas lides. Tú no amas, ni odias, mi feroz escudero; sólo puede empujarte la extraña distribución del bien, o el mal, que tan curiosamente eliges (y aun, a veces, confundes). Tenlo bien presente: no te apartes de mí, vigila si pierdo el arma, caigo de mi montura, o recibo una herida. Pues quiero que tan sólo tus manos restituyan estas cosas a su debido lugar.

Asentí con la cabeza, pues no me era posible emitir una sola palabra. Notaba mis labios entumecidos por un frío semejante al que, durante mi infancia, los bordeara el invierno con un cerco azul. Ahora, esta mudez no era causada por el helado mutismo que, según oí, antecede al combate, sino por el recuerdo, revivido hasta la alucinación, de cierto mechón de cabellos rojos en lo alto de la torre, junto a las horcas; y de otro amasijo de insólito y parecido fuego, que prendió en las llamas incandescentes de un árbol humano. Y ambos crepitaban y me abrasaban, memoria adentro.

Desde las márgenes del Gran Río llegó, entre el viento y la arena, una nube negruzca y agorera; cayó sobre nosotros, con pestilencia de muerte. Entonces, Mohl pasó su mano enguantada de negro sobre el cuello tembloroso de su amado Hal. Con la reptante suavidad con que, a buen seguro, acariciaba la creciente borrasca de su ira. Al fin estalló:

– ¡Horda esteparia, hambrientos despojos de un engendro infernal!

Su voz no era tal, sino un rugido. Y no es exagerado designarla así (antes bien, considero esta definición harto recatada), como podría atestiguarlo -si fuera capaz de estas cosas- el escalofrío y espeluznante piafar que sacudió, de parte a parte, al valeroso animal donde mi señor asentaba su ira y persona (en verdad, una misma sustancia). Y si tal rugido estuvo a punto de desbocar al valiente Hal, excusa decir la repercusión que hubo en las demás criaturas que rodeaban al airado señor.

Tras dominar a Hal, Mohl prosiguió, en tono algo menos peligroso para su apostura ecuestre:

– ¡Devastados residuos de la peor derrota, mal paridos retoños de la tierra esteparia, hijos de tal madre sois, como revela la imbecilidad que cabalga a lomos de unas bestias del todo superiores a vosotros! ¡Juro por mi honor, que aquel que jamás descendió a enfrentarse con tamaña componenda de carroña y necedad, ha rebasado en el presente día los límites de su generoso desprecio! Y, pese a la repugnancia que me inspira enfrentarme, no a vuestras desdentadas armas, ni a vuestras astucias de alimañas, sino a vuestro hedor, saltaré sobre vosotros montado en mi noble Hal (cuya suerte deploro), hasta sentir el reventón de tan obtusos cráneos bajo sus patas.

Al llegar a este punto de sus desahogos, tanto tiempo reprimidos, pareció no poder evitar un mayor brío a sus palabras, ya que la violencia que albergaba y que, sin duda, hasta el momento sólo habíamos atisbado a través de una rendija, le obligó a pronunciar su último y más sonoro reto guerrero: