Estas cosas (y otras) puedo razonarlas ahora reposadamente, pero no así entonces. No sentía ni odio ni amor por mis hermanos. Ante ellos, sólo un frío húmedo y cauto, que se parecía al terror como gota de agua a gota de agua, me inundaba. Cosas peores que sus golpes tuve ocasión de conocer en esta vida, y albergaba la sospecha, incertidumbre o desánimo, de que alguna cosa podía sucederme aún peor que el dolor que pudiera venirme de ellos. En verdad que la injusticia, tan brutal como escandalosa, reptaba en todo aquello que tocaban. Y el husmo de esta desventura trascendía a la simple vista de sus rostros, y emponzoñaba mi conciencia. Pues si injustos fueron ellos conmigo, injusto era el mundo con ellos, y todo cuanto mora en él. Aunque no lo razonase entonces claramente, estas cosas alentaban y destilaban en mi ánimo su venenoso zumo.
Aquella noche el Barón prolongó sus libaciones más de lo usual. Habiéndose acabado el vino en la pequeña despensa, junto a la sala de los ágapes, me ordenó bajar a la bodega, y ordenase al bodeguero que abriera una de las cubas más añejas del vino de mi padre; aquéllas que, por sus años y calidad, se reservaban para grandes solemnidades y festejos.
Mucho sorprendió a todos semejante despilfarro o, al menos, desorden en las costumbres y tradiciones del castillo. Esto era de por sí poco común, pero aún menos presumible en un hombre como Mohl. Tal sorpresa, empero, no fue acompañada de disgusto por parte de los comensales sino al contrario.
La bebida y sus secuelas (la embriaguez no aviva el ingenio, ni esclarece las ideas, ni eleva el espíritu) se prolongaron mucho más allá de la media noche. Las pláticas de los caballeros, escuderos y toda clase de comensales, eran ya prácticamente indescifrables cuando mi señor, que a pesar de estar en verdad ebrio manteníase envarado y correcto (pues apenas si la lentitud con que modulaba sus palabras hacía suponer la enorme cantidad de vino ingerido), me ordenó que llenara una vez más su copa. Le obedecí, y al hacerlo asió con tal fuerza mi muñeca, que hube de reprimir un grito. No me tengo por alfeñique, ni asustadizo, pero puedo asegurar que ni el grillete más feroz me hubiera producido dolor y terror semejantes. Jamás antes había rozado su piel mi piel, al menos deliberadamente. Y por ser ésta la primera vez, me pareció muy poco afable.
Pese a que hablaba con cierto esfuerzo, sus palabras fueron muy reposadas y claras:
– Una vez seas armado caballero, librarás un hermoso combate, y te he destinado como contrincantes a tus hermanos. Uno por uno los derribarás, y tendrás libertad para disponer de sus vidas como te plazca. Espero que los mates, uno a uno. Luego, ceñirás para siempre la espada al cinto, guerrearás a mi lado, y jamás volverás a servir mi mesa. Por contra, te sentarás a mi derecha. Y este puesto que te designo, no podrá ser violado ni por el mismo Rey si nos desenterrara del olvido, y hasta aquí llegara. Ahora, baja otra vez a la bodega, y ordena que abran otra cuba.
Dijo estas cosas con la pausa y minucia con que ordenaba disponer de tal o cual prenda, o sus armas, o la comida que apetecía. Miré inquieto hacia el lugar donde solían sentarse mis hermanos. No estaban allí, y supuse que aguardarían en la bodega, o tras la cortina, o tras el biombo, para saltar sobre mí y prodigarme, a su sabor, las peculiares demostraciones de su afecto. No podía retardar la orden de mi señor, así que dirigí mis pasos a la salida. Mas esta vez me hallaba prevenido, y cuando en el oscuro corredor cayeron sobre mí, les fue muy difícil sujetarme. Me defendí a golpes y dentelladas, como mejor pude. En tanto descargaba mi furia, ciegamente, venían a mi mente los proyectos de mi señor. Y al comprobar entre golpes y furor que yo solo y desarmado podía aún zafarme con tal ímpetu de ellos tres -y sabido es que no eran gente frágil ante la lucha-, sentí un violento envanecimiento: mi fuerza era muy grande, pensé, y si yo quería, nadie podría aniquilarme ni vencerme jamás. Con este pensamiento redoblé mi natural fiereza y, si mi hermano mayor no hubiera apoyado la punta de su daga en mi garganta, tal vez el resultado de tan desigual combate hubiera tenido muy distinto fin.
Vi tres rostros crispados sobre el mío, y noté en mi garganta el filo cortante, de forma que relajé los músculos y aguardé, jadeando como perro. Sentí entonces una gran amargura y esa amargura me avisaba de algo que había en el mundo, o en los hombres, que manaba veneno suficiente para corroer los más inocentes hechos o, incluso, los más hermosos, tal como podía serlo, acaso, el amor entre hermanos.
– Oyeme bien, engendro de senil lujuria -mi hermano arrastraba sus palabras en un odio tan maduro que adivinábase largamente acariciado-. No vuelvas a interponerte en nuestro paso; deja este castillo y abandona al Barón antes de que te degollemos como a un cerdo. Ten por seguro que, si no lo haces, la muerte que te daremos será peor que la de tu antecesor, pues música de arpas celestes parecerá la de aquel desdichado, al lado de la que te propine nuestra mano.
En aquel momento algo brilló, muy cerca de mis ojos: en el índice de la vellosa mano, que tanto acercaba su daga a mi muerte, resaltaba un curioso anillo. Era tosco, de hierro negro, pero en su centro relucían dos piedras largas, casi cegadoras en su blancura, agudas y delgadas como diminutos puñales. Un estremecimiento recorrió todo mi ser, al tiempo que murmuraba:
– Hermano… ¿dónde conseguiste las piedras de este anillo? ¿A qué sonrisa… a quién, las arrancaste?
Como mordida, la mano que apretaba la daga se apartó bruscamente. Vi cómo los tres retrocedían entonces, y pude apercibirme de que los otros dos ocultaban a la espalda idénticas manos, por lo que supuse ensartaban también en su índice tan tenebrosas joyas.
– ¡Idos, malditos! -grité, anegado en mi propio terror-. ¡Regresad al infierno de donde salisteis…!
Nunca hablaba así, y, cuando oía parecidas expresiones de labios de mis compañeros, juzgábalas necias. Pero en aquel momento comprendí que aquellas palabras me nacían de un lúcido terror, que al fin me derribó al suelo. En vano intenté asirme con ambas manos a los muros, pues resbalaron, sin fuerza, sobre las piedras. Y sin embargo, aun hallándome tan indefenso, y en tan propicia ocasión para ello, en lugar de matarme, mis hermanos retrocedieron. Miráronse unos a otros (con la torva complicidad de las bestias que se interrogan entre sí, antes de huir o atacar en manada). Y supe por qué sus rostros siempre me recordaron el gesto apaleado de los lobos en invierno, dispuestos a la más atroz carnicería con tal de saciar su vieja hambre. Súbitamente, en mudo acuerdo, mis hermanos se deslizaron en las sombras; y, a poco, oí el galope de sus caballos, alejándose.
Me levanté, despacio. Una fría humedad bañaba mis manos, cuello y frente. Volvía a mí, con estremecedora precisión, el momento en que tres jóvenes y muy valientes caballeros corrieron un día hacia el remanso maldito, allí donde las aguas eran más traidoras, y rescataron del río el cadáver de la Baronesa. Eran los más esforzados, los primeros en acudir al lugar del peligro; los últimos en la mesa y el afecto; eran, sin duda alguna, mis hermanos. En este punto de mis pensamientos, hube de apretar los puños sobre mis ojos y mi boca, y espantar, como a bandada agorera, la visión de aquellos tres guerreros turbiamente engarzada a la sonrisa de unos dientes blanquísimos, delgados y afilados; una sonrisa cuyos dientes recorrieran y arañaran mi piel de muchacho ignorante. Me vino un gusto a sangre roja y fresca y regresaron, hasta sentirlas clavadas en mi carne, las noches de mi bien amada ogresa, cuando acudía a arrebatarme del sueño, o de la inocencia. Y en estos recuerdos, tan vivos como un tajo en mis entrañas, mezclábase también la mirada celosa y sedienta de mis hermanos: aquellas ocasiones en que la descubrí frenada, como halcón que domina algún feroz deseo, sobre la indiferente arrogancia de mi señora. Y de nuevo fluyeron a mi sangre oscuros manantiales de placer y de pavor, y arrastraron la inútil añoranza de ella y de sus noches, pues éstas lucían entre las piedras húmedas del oscuro corredor (allí donde habían deseado matarme mis hermanos) como luciérnagas, o estrellas errantes, en la más negra ausencia. Y a pesar del terror que me invadía, una verdad abrióse camino en tan febril y lúgubre esplendor, pues, como vuelo blanco entre las brumas de la noche, como el guerrero que asola y destruye más allá del odio, aleteaba esa palabra -todavía más ciega- que llaman los hombres amor.
Cuando al fin regresé a la mesa de mi señor, su cabeza reposaba sobre el vino derramado. Como falsa sangre, el vino empapaba la blanca raíz de su sien; pero supe que alguna sangre verdadera brotaba allí, pues, por vez primera, me pareció un hombre viejo y muy herido.
Paseé mis ojos por la sala: los cuerpos derrumbados y ebrios de aquellos hombres, tan fuertes y temerarios, parecían ahora informes despojos. Roncaban unos, otros semejaban muertos, caídos bajo los bancos, o como rotos y desarticulados, sobre las mesas. El fuego moría sobre los leños calcinados, y en su rojo resplandor, alzábanse de los rostros contornos amenazadores; y doblaba las gargantas en remedo de la más grotesca muerte.
Algunos pajes y escuderos, con el rostro desencajado por la fatiga, disponíanse a arrastrar a sus caballeros al lugar del sueño. Ortwin me avisó entonces de que había llegado el momento de llevar al lecho al Barón, y en ese instante divisé algo, caído bajo el asiento de mi señor. Me agaché a recogerlo, y, al tomarlo entre mis manos, vi que era uno de sus guantes negros, y componía el gesto de su mano, llamándome hacia el Gran Río; la fiereza de su puño, el día que empuñó la lanza para ensartar la boca del muchacho rubio-fuego; el ímpetu que le empujara cuando, en el silencio de la nieve, atravesó el cuerpo de Lazsko. Solté aquel guante, como si se tratara de un animal dañino, presto a morderme. Y supe que en la negra llamada, y en el negro puño que tan bien sabía dañar -que en aquella gran ceguera, en suma- también ardía, y devoraba, la palabra amor.