Apenas me asomó mi madre -en rigor, casi me precipitó- al borde de la alta explanada, pareció abatirse sobre la quietud de la primera tarde un vendaval tan insólito que sólo podía percibirse cerrando los ojos. Pero una fuerza superior a mi voluntad me obligó a abrirlos. Y se me antojó que, únicamente así, retornaba a las viñas el silencio maduro y encendido como sol de otoño.
Las jornadas de fiestas tocaban a su fin. Como era costumbre aquellos días, el vino había corrido en abundancia, toda la tierra hasta el río parecía empapada en él, impregnada en su olor. Se alzó en la tarde una voz: gemía, tal como suelen hacerlo los perros en noches de luna; y reconocí en aquel lamento la voz del maestro herrero de mi padre. Este hombre se había casado con una niña vagabunda, y pese a que ella sólo contaba nueve años, le dio un hijo. Por lo que pude entender entre sus gemidos, aquel niño había sido víctima de súbitas convulsiones y pataletas, hasta el punto de ahorrarle la vida en este mundo. Según sollozaba el maestro herrero, habíalo perdido por culpa del maleficio de aquellas dos arpías y ahora demandaba sin resuello un favor o don.
Ya estaban apilados la estopa, la paja y los sarmientos bajo los pies de las dos brujas y el herrero suplicaba le fuese permitido acercar a la hoguera la primera llama, la que empezara y acabase con tanta superchería. De tanto en tanto interrumpía la súplica, una especie de bramido (aunque esto tal vez fuese su forma de sollozar) que estremecía el aire hasta el río mismo. Y acto seguido pronunciaba una y otra vez el nombre muerto de la criatura en cuestión. Muchas lágrimas caían y mojaban entretanto sus peludas mejillas. Y aquel nombre de niño, tan obsesivamente pronunciado, se vio avanzar muy claramente, nubes adelante, en dirección a las estopas.
Pronto obtuvo el privilegio que tan desgarradoramente impetraba. Y, de súbito, tuve conciencia de que yo conocía, o había conocido tiempo y tiempo atrás (más allá del firmamento o río sin orillas hacia donde caía, como ave alcanzada, un nombre de niño) aquella misma vendimia, y aquellas mismas voces. Incluso el fuego que aún no habían prendido; y aún más: innumerables vendimias pasadas o aún por suceder yacían en lo más hondo de mi mente, teñidas de un color y un aroma que languidecían o se exaltaban en llamas sobre la sangre o tal vez sobre algún claro y perfumado vino.
Cuando al fin obtuvo su permiso, un júbilo poco común sacudió los ojos del herrero. Pronunció entonces muy despacio (ignoro con qué motivo) los nombres de sus tres cabras más queridas, tomó la antorcha, prendió la estopa y la acercó a la leña. Luego, agitado por convulsiones y jerigonzas propias de un hombre repleto de vino o de dolor, inició una suerte de cabriolas y de gritos en torno a la pira seguido por otros muchos hombres, mujeres e incluso creo recordar que animales.
Contemplando estas cosas supe que en mí yacía el suplicio desde muy remotas memorias, que seguiría conociéndolo y reconociéndolo aún muy largamente, a través de muchos hombres y de muchos tiempos.
Un fuerte olor a tierra y uvas se mezcló al doblar de la campana que en la capilla de mi padre zarandeaba el fraile. Y no atiné a descifrar si la campana y el aroma y el sabor que notaba en mi lengua pedían piedad o venganza. Ascendió a todo mi ser un olor a sarmientos quemados, a cielo mojado por la lluvia, a vino. Se introdujo por todo mi cuerpo y mi ánimo. Y ése será para mí, por siempre y siempre, el olor y el sabor del día en que nací.
Tal como hicieron otras mujeres con sus hijos, mi madre me abofeteó abundantemente. Según le oí gritar, de este modo no olvidaría el castigo que merecen quienes se apartan del bien y caen en los abismos de la impiedad, la herejía, los hechizos o cualquier otra iniquidad por el estilo. Quise hablarle, entonces: decirle que mal podía olvidar lo que de muy antiguo, desde infinitas vendimias anteriores a la que rodeó mi nacimiento, tan bien conocía. Pero un niño de seis años mal puede expresar estas cosas. Por contra, me convertí en un par de ojos inmensos, tan intolerablemente abiertos que acaso hubieran podido abarcar el más lejano confín del mundo.
Todos mis sentidos se fundieron en uno solo: ver. Y vi tan claramente como si apenas la zancada de un galgo nos separara uno de otro el cuerpo de la mujer más vieja; tal que uno de aquellos odres desechados y vacíos, que se apilaban al fondo de las bodegas y servían a los muchachos para fabricarse caretas el Día de los Muertos. Un odre era, en verdad. Mordido por los perros hambrientos, perros sin amo que buscan por doquier una sustancia con que nutrir sus viejos huesos; un cuero astroso, vejado por las ratas, con grandes manchas de humedad verdinegra. Degollados pingajos, desechos inútiles, a menudo vi en mis correrías infantiles odres semejantes, destinados a espantar en forma de caretas el fantasma de la muerte o del olvido.
Aunque el aire se mostraba todavía cálido, pareció helarse sobre mi frente. Entonces vi el viento. Diferente a cuantos vientos conocía (y muchos soplan en nuestras planicies). No movía la hierba, ni las hojas, ni el cabello o ropas de la gente.
Como a los odres, también al cuerpo de la anciana le faltaba el rostro. En su lugar, un jirón de cuero parecido a las pieles de ardilla oreándose en el cobertizo se mostraba a la furia general. Y vi al odre rugoso en todos sus arañazos y miserias: dos ubres llegábanle hasta el vientre, y rozaban en sus colores de otoño, que iban del siena al malva, el muy plegado ombligo. Así, distinguí el mísero contraste que ofrecía la ancianidad de aquel ser con el insólito nido de vello rojo (tal que el mismo fuego que se aprestaba a devorarla) bajo su vientre; resaltaba allí de modo tan singular, que apenas si pudo extrañarme la avidez de las llamas que prestamente lo prendieron. Fue lo primero que ardió en ella.
El viento inmóvil que yo distinguí claramente, se desató. Un múltiple rugido brotó de las raíces de los árboles, y creí partiría en dos la tierra. Lo primero en abrirse fue el vientre, grande y seca fruta que ofreció la extraordinaria visión de sus entrañas, encrespadas en una blanquísima y grasienta luz: tan blanca como sólo luce el relámpago. Mas no uno, sino mil relámpagos se habían detenido allí. Y un olor denso y vagamente apetitoso invadió el aire que respirábamos y se introdujo tan arteramente en mi nariz, boca y ojos, que empecé a vomitar de tal guisa que creí volvíase mi cuerpo entero del revés, como una bolsa.
Mi madre me sacudió entonces por brazos y piernas, alzó mi cabeza entre sus fríos dedos, y rugió a su vez (pues toda voz se volvía allí rugido):
– ¡Recuerda siempre este castigo!
Me pregunté atónito qué cosa debía recordar, a quién o a qué. Y otro grito más áspero y sonoro se levantó por sobre el exaltado clamor de horror, o júbilo, o venganza que envolvía el humo sobre la carne quemada. Era mi propio grito, nacía de mí desde alguna inexplorada gruta de mi ser. Pero nadie sino yo pudo oírlo, ya que se enredó en mi lengua y lo sentí crujir como arena entre los dientes.
En aquel instante el viejo odre se estremeció de arriba abajo y pareció que iba a derretirse, como manteca. Tomó luego los colores del atardecer, negreó sobre sus bordes abiertos, fue tornándose violeta. Aquí y allá se alzaron resplandores de un verde fugaz y crepitante. Al fin, convertido enteramente en árbol, con llameantes ramas en torno a un calcinado tronco, se deformó.
Tan sólo quedó el fuego, recreándose en cárdenos despojos, allí donde otrora alentaba tan sospechoso espíritu. Y me pareció entonces que la noche se volvía blanca, y el día negro; cuando, en verdad, no había noche ni día sobre las viñas. Sólo la tarde, cada vez más distante.
De este modo, asistí por vez primera al color blanco y al color negro que habían de perseguirme toda la vida y que, entonces, creí partían en dos el mundo.
Durante tres días permanecí sin poder cerrar la boca. En tan molesto incidente creyó ver mi madre -y otras muchas gentes a quienes ella lo relató, con toda clase de pormenores- la confirmación del último maleficio de la bruja. Según opinión de algunos presentes, la anciana no apartó sus ojos de mi persona, mientras tuvo fuerza, aliento (o simplemente ojos) para ello. Pero yo no vi nunca esa mirada, como tampoco vi su rostro, ni a su hija, que ardía junto a ella.
Perdí la voz por algún tiempo. Luego, poco a poco -no sé con precisión de qué manera- la fui recuperando. En mi memoria quedó, en cambio, un firme convencimiento: la anciana -bruja o no bruja- no me había maldecido. Antes bien, de entre todos los hombres, mujeres, niños y bestias que presenciaron su tormento, me supe objeto de su especial elección.
Muchos días anduve mohíno y solitario, sin mezclarme a otros niños de mi edad, ni gente alguna. Incluso huía de mi madre. Luego, el invierno interrumpió mis solitarias correrías en torno a viñas y bodegas. Y el frío me encerró en el torreón, junto a mi madre y las demás mujeres.
A medida que el tiempo pasaba, fui olvidando -o al menos relegando en el arcón de la memoria- la certidumbre de que entre la anciana y yo existía un pacto y de que aquel viento inmóvil, que con mis propios ojos vi, me apartaba a distancias muy grandes de los seres con quienes convivía, y entre los que había nacido.
Tan sólo a veces me estremecía el espectáculo de una luz demasiado blanca, junto a una sombra demasiado oscura; pues entonces una especie de lucha, atroz y exasperada, se ofrecía a mis ojos. Creo recordar que en tales ocasiones, solía revolcarme por el suelo, entre alaridos. Pero mi madre -que siempre vio en estas cosas los restos del último mal de ojo de aquella desdichada- me volvía a la razón metiéndome de cabeza en una tinaja de agua (previamente bendecida por el buen capellán). O, simplemente, cubriéndome de bofetadas.
Algún tiempo aún discutieron mi madre y las mujeres sobre si debieron obligar a la anciana a presenciar el suplicio de la hija, antes de sufrir el propio, o a la inversa. Las solteras inclinábanse a lo último, y las casadas con hijos, a lo primero. Pues, según aseveraciones exhaladas por entre los fruncidos labios maternos, ninguna otra cosa en el mundo, por mala que sea, puede compararse al tormento de una madre que ve morir, o padecer, al fruto de sus entrañas. Oyéndola hablar así, mientras cardaba lana, hilaba o desgranaba legumbres, sentía mucha extrañeza de ser un fruto suyo. Y me imaginaba a mí mismo como uno de aquellos higos secos y arrugados que conservaba en melaza, con destino a endulzarnos las frías noches de invierno.