Un gran apego a la vida alejó la angustia de mi soledad: nunca había experimentado la posesión de mi propia vida hasta tal punto, y me juré que, a través de esta posesión, alcanzaría un día la máxima posibilidad de mi existencia. Y me dije que, acaso, todos los hombres -como todos los pueblos- traían al nacer esta imagen de sí mismos, aunque no supieran defenderla, como estaba dispuesto a defenderla yo. Semejante voluntad ya no me abandonó, y bajé de allí con renovado tesón en mis propósitos. Pues albergaba tan encrespada capacidad de poder, que hubiera abatido un ejército, dispuesto a arrebatármela. Convertido, por propia decisión, en vigía perenne de mí mismo, me sentí múltiple peldaño de una vida limitada, libre y poderosa; desligada de toda cobardía. Y en tanto descendía los escalones de la torre, pensé que el mundo de allá abajo creía avanzar, y crecer, cuando en realidad permanecía atrapado en la maraña de sus dudas, odios y aun amor. Y supe que el mundo estaba enfermo de amor y de odio, de bien y de mal; de forma que ambos caminos se entrecruzaban y confundían, sin reposo ni esperanza. "Nunca más viviré en el terror", me juré. "Ni en el temor de mí mismo, ni en el de los dioses que olvidé, que conozco o que no conozco; ni en el de las pasiones que se marchitan al acecho de imposibles paraísos". Existía en mi vida, y en la vida toda, algo más que dolor y que placer, que alegría y llanto, que dudas, aseveraciones o negación, que crueldad y amor. Pues -me dije- estas cosas flameaban unos necios banderines, y conducían a los hombres al saqueo, a la injusticia y a la muerte, aunque fueran a esta lucha con lágrimas de dolor, o con espíritu intachable. El mundo no era un grito de guerra, ni se debía alcanzar la vida a través de la violencia, la rapiña o el engaño, como siempre habían visto mis ojos, y enseñado todos los hombres; no podía ya sustentarse sobre el espectro del honor, o de la gloria, ni en repartos de bienes o de lágrimas, cual mísera mercadería. Salía de una profunda oscuridad, donde sólo a trechos brillaba un centelleo, rápidamente sofocado en nuevas tinieblas. Deseaba, con todas mis fuerzas, desprenderme de la piel de una existencia semejante, donde por igual se agitaban invasores e invadidos, vejando la historia de los hombres. Y regresó a mí la violencia de una tarde de vendimia, y comprendí el mensaje, o el pacto, de un viejo odre, mordido por las ratas y los perros (aquel cuero que despedazaban los muchachos, para fabricar caretas donde ocultar el rostro a la muerte, o a las intolerables desapariciones que nos afligen, humillan y envejecen). Y comprendí entonces que hasta aquel momento había crecido ciego, sordo y mudo, y me vi errante, en un páramo de soledad e ignorancia absolutas. "Nunca he vivido", pensé. "Sólo atrapé, al alcance de mi torpe mano, aquí y allá, jirones de una vida inmediata; sólo ecos, o fantasmas, de un grotesco y atroz banquete, del que apenas si he recogido las migajas".
Como todos los hombres conocidos, me vi sañudamente obstinado en el encierro de todas la criaturas, en guaridas, cabañas, fortalezas, torreones. "Hombres encerrados, hombres levantando muros", me dije. Veía a la humanidad recluida en sus ciudades, villas, pueblos, cercando hasta sus deseos y pensamientos; tal y como cercaban el trigo con espinos, y los rediles con estacas aguzadas; erizados de lanzas, ovillados caracoles, temerosos de alcanzar su libertad. Para mí, había muerto el mundo de los guerreros y de los alquimistas, de los vagabundos, de los ogros, de los navegantes y de los dioses; mi vida ya era una parte de las infinitas formas de un tiempo sin límites, ni murallas, ni cercos espinosos. Yo era una gota, y a un tiempo alcanzaba la totalidad, de la gran luz: lluvia incesante, de alguna poderosa especie a la que, sin duda alguna, llegaría a integrarme.
Me prometí que jamás volvería a participar en una vida que no era mi vida; que no me mezclaría y confundiría a una raza que subsiste y trepa a fuerza de golpes, artimañas, renuncias, desesperación, odio, amor y muerte. "No moriré, no envejeceré jamás…", me repetía, en un júbilo casi doloroso. "Nunca harán de mí un odre mordido, sacrificado a la incuria del espíritu, humillado por la estupidez, calcinado por el terror".
Día a día, el Barón Mohl fue abandonándose a la bebida; de forma que la moderación de que tenía fama (y fue cierta) se resquebrajó.
Cada vez se embriagaba con más frecuencia, y cada vez con menos compostura. En compañía de caballeros y gentes de armas, menudearon los festines nocturnos, rodeado de pajes, escuderos, y algún jovencito o jovencita a los que hacía objeto de sus mezcladas y volubles burlas y ternuras. Todas estas cosas, menudearon de tal forma, que una suerte de locura llegó a sacudir de parte a parte el castillo. Y así, podía adivinarse por doquier creciente exaltación, como encendida brasa. Menudearon las riñas, y los duelos a muerte; y los torneos se volvieron de día en día más sangrientos, y aun torvos, entre los jóvenes caballeros. De forma que, a veces, podía olerse la sangre en el mismo aire que respirábamos.
Este olor despertaba otros escondidos apetitos; y así, a ejemplo de Mohl, los soldados se emborrachaban, y reñían entre sí con frecuencia. Y los castigos más crueles caían sobre ellos. Hasta que llegó un momento en que por doquier parecían ensancharse, hasta en el mismo cielo, oscuras manchas rojas… de vino, o de sangre. Sentía sobre mí la mirada amenazadora, cada vez más intensa, de mis tres hermanos. Veía las sombras de sus caballos por doquier. Pero como el Barón me tenía siempre a su lado, me liberaba de sus golpes. Y cuando no estaba a su lado, y me refugiaba en la torre, sabía que allí jamás los encontraría.
Lo cierto es que no tenían ocasión de cumplir en mí la venganza prometida. Mas, aunque no fuese así -y me asombraba de mi propia seguridad-, no sentía miedo de ellos. Pues toda brizna de temor había sido aventada de mi vida.
En varias ocasiones, los restos vencidos de Lazsko penetraron en las tierras de Mohl, y allí sembraron su cotidiana muerte. Los hombres de Mohl respondían de igual forma; y, vivíamos encerrados en un círculo de traiciones y de violencia, de cuyo centro igualmente manaba violencia y sangre. Y, no obstante, yo permanecía apartado de todo, y día tras día me ganaba la certidumbre de vivir lejos de allí, de contemplarlos a todos desde una altura o una región cada vez más desentendida de cuantos vivían conmigo. Ya que, al fin, ni su júbilo, ni su dolor, llegaban siquiera a rozarme.
Una noche en que Mohl estaba más embriagado que de costumbre, me dijo:
– Hijo mío -últimamente solía nombrarme así a menudo, aunque ya semejante tratamiento no me sorprendía, ni afectaba-, cuando seas armado caballero te enviaré a mi mejor fortaleza; mas no a la frontera esteparia y mísera, ni a las lindes del que fue dominio de Lazsko, ese maltrecho puñado de tierra que ya sus antiguos vecinos se disputan como perros… Nunca enviaré a semejante lugar al mejor de mis soldados, al más querido de mis hijos. Te enviaré, por contra, al norte, allí donde sólo me detuvo el antiguo respeto hacia la selva. Hacia el norte se extiende, o navega, acaso, nuestra verdadera patria. ¡Un día la encontraremos!…
Quedó un rato como sumido en un sueño, a medias tierno y perverso, hasta continuar:
– En la tierra norte crecerás, poderoso Señor de la Guerra, Príncipe de la Guerra, Angel de la Guerra… Mas no por generosidad mía, ni de nadie, sino por tus grandes méritos.
Por primera y última vez en la vida, me ordenó que brindase con él. Él mismo llenó mi copa, enlazó nuestros brazos y, de semejante guisa, bebimos juntos, mirándonos a los ojos. De forma que, nuevamente, comprobé el raro y casi transparente gris de sus pupilas -que todos (como yo en un tiempo) tenían por la más honda negrura-. Luego bajó los párpados, y miró hacia un lugar que se hundía muchas y muchas distancias bajo tierra. Como en busca de los muertos o los desaparecidos o los ya olvidados afectos de su vida. Y había de nuevo tal sombra bajo sus cejas casi rubias, que en verdad asombraba su contraste. Entonces cerca de mi oído, murmuró:
– Sólo te pido una cosa: cuando estés allí, nutre y cuida bien mi caza. Pues en aquel lugar abunda el ciervo y el jabalí, y sobre ellos cabalgan las voces de oro que avisan el rumbo de las flechas. Son los dioses que persiguen, acechan, y dan muerte, junto a los manantiales, a los incautos cazadores; pues les atraviesan el corazón con su puñal de hueso labrado. Sí, hijo mío, aunque no lo vi con estos ojos, sino con otros insomnes, y aferrados a una reconstruida memoria que mucho turba mi ánimo… -se rió, casi suavemente, y añadió en voz muy alta, de forma que todos le oyeran-: Y deja que los cerdos coman las bellotas.
Dicho lo cual, miró con dura sorna a mis hermanos: o mejor, al lugar donde se sentaban. Pues sus ojos poseían la rara facultad de atravesar los cuerpos que no se dignaba apreciar. Como cuando su mirada se prendía (con oculto dolor) tras las verdes ventanas de su cámara.
Los puños de mis hermanos se aferraron al pomo de sus espadas; y los nudillos de la vellosa mano del mayor palidecieron hasta parecer blancos.
El Barón ordenó que llenase nuevamente su copa. Volvió a beber -esta vez solo- y prosiguió:
– Allí donde te envío, verás muchos caballos, libres y abandonados. Déjalos, no los apreses: son últimos vestigios de un pueblo que olvidó o asesinó a su rey… ¡Déjalos vivir, hijo mío!
Y, cosa en verdad insospechada, sus manos temblaron, al murmurar, como para sí:
– Hombres errantes, tristeza errante… ¿hacia dónde rodó el trueno de vuestra marchita cólera…? ¿Qué arrastráis, con tan insaciable descontento…?
Tanto vino había ingerido aquella noche, que su copa, por vez primera -al menos a mis ojos-, cayó de sus manos; y, acto seguido, su cabeza chocó violentamente contra la mesa, como si el invisible y silencioso verdugo que rondaba su vida, le hubiera abatido bajo un filo más atroz y poderoso que el del hacha. Ya no quedaba -pensé- un resto, tan siquiera, de la compostura y moderación que otrora me habían maravillado.