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No era, ni mucho menos, la primera vez que los veía, aunque jamás habían llamado especialmente mi atención. Mientras me desnudaba, fui recordándoles en sus habituales afanes: engurgitando cerveza a tragos ruidosos, o vino -si así lo disponía o permitía el Barón-, con tal aplicación y contumacia, que no cejaban en su empeño hasta tambalearse, o -cuando menos- vomitar. No fue difícil rememorarles, a uno o a otro, cometiendo toda clase de abusos sin sombra de disimulo, en personas o contingencia capaces de satisfacer su avaricia o su brutal naturaleza: apaleando a troche y moche a cuanta miseria, debilidad o desventura cayera bajo su codicia o su simple fuerza; sonándose a manos llenas; orinando sobre la esterilla de juncos que tan cumplidamente cubría el suelo de la sala de ágapes; y un sinnúmero de cosas parecidas que, aun teniéndolas por habituales y sin relieve de particular importancia, el hecho de que jamás viera practicarlas en público a mi señor, me reveló (en un tiempo que ahora me parecía muerto) el gran abismo que va de hacer o no hacer lo que hasta el momento teníamos por natural y cotidiano, y que, de súbito, consideramos inútil o de todo punto ingrato.

Fue al entrar en el agua, cuando tuve realmente conciencia de todas las comparaciones que inconscientemente hiciera, desde que conocí al Barón Mohl. Y la rara melancolía que me produjo comprobar cómo mi señor había declinado de tal forma que, en los presentes días, si no igual, ya era parecido a ellos.

Mostrábase tan cálida la estación, tan dorado el sol de aquella tarde, que habían abierto las ventanas de la cámara de suerte que una de ellas quedaba justo frente a mi baño. Y pude aún distinguir el fresco resplandor del último cielo que asistiría a mis ya breves horas de joven escudero. Creí percibir, en la lejanía, el vaivén de los abedules, a la orilla del Gran Río; y luego, en el fulgor del sol, ya en declive, vislumbré -o imaginé acaso- la silueta del Barón, caballero sobre Hal; mas tan delgada y transparente que a poco fundíase totalmente en el relumbre de un recuerdo, cada vez más apagado. Pensé entonces en Ortwin, en su brusco abandono y quebrantamiento de obligaciones; en la limpia estolidez de sus ojos, en las batallas y avatares que siempre compartió, de algún modo, con mi señor; y en aquel cofre donde guardaba el guante negro: aquél que ni tan sólo precisaba pedir su dueño, para sentirlo al punto apresando su mano. Mano que por igual sabía abatir enemigos, amigos, o sus más encendidos afectos. Entonces no sólo oí, sino que vi, muy claramente, la voz del Barón: cruzaba el cielo de la tarde, el sol maduro y último de mi juventud, y repetía, cada vez más lejana, y sin embargo, cada vez más audiblemente: "Hombres errantes… ¿Hasta cuándo…?" Me pareció que la luz y el polvo lo habían devorado, hacía mucho tiempo. De forma que su recuerdo era ya igual a una nevada, una batalla o un amor, espectralmente contemplados a través de unos vidrios verdes.

Me tendí en el baño; sentía los ajados pétalos, rozando mi pecho, exhalando un último perfume que empezaba a despertar oscuras voracidades. En algún árbol invisible, miles y miles de criaturas, tan diminutas como ningún ojo humano podría llegar a distinguir, rebullían de gozo, en la víspera de algún siniestro banquete; un festín, cuya proximidad, aunque enigmática, me estremeció.

Los caballeros me rodeaban. Alcé los ojos hacia ellos y, en un estupor donde se mezclaba el terror más inane, contemplé sus nobles y sabias bocas, abriéndose y cerrándose sobre mí. Probablemente hablaban de honor, justicia, limpieza de corazón y protección al débil; pero no oía sus voces. Y me parecía que, al igual que los pétalos flotaban y se arremolinaban en el agua, giraba yo, sin peso, en el dulce y falaz torbellino de un mundo sustentado en reflejos, ecos de voces, sombras de cuerpos, frágiles huellas en la arena movediza del olvido. Y sentí, y vi, que todos -ellos, y yo, y todas las cosas visibles o no visibles que guardaba aquella habitación- nos habíamos convertido ya en un recuerdo, empalidecido, cubierto de musgo; un abandonado recuerdo que ya nadie recreaba, ni guardaba del viento, que tan impíamente borra las pisadas de los hombres. Muy negras me parecieron, entonces, aquellas bocas que se abrían y cerraban entre el amasijo de barbas entrecanas, rojinegras, o casi azules, de los nobles caballeros cuyo prestigio había arracimado en torno a mi baño. Ya no sabía, ni podía recordar, el significado de aquella ceremonia, o rito, ni qué clase de purificación simbólica, ni cuál era la encomienda, o el destino, de mi nueva condición privilegiada entre los hombres. Cerré los ojos, sumido en un perfume sensual, casi nauseabundo; en la tibieza de una clase de abluciones que jamás, antes, practicara, pues sólo las aguas del manantial, entre escalofríos, habían mojado mi piel. A través de los cerrados párpados, adiviné que el día se volvía ceniza, y la noche lo aventaba hacia su húmedo reino de estrellas y luciérnagas; y en el centro de ambos poderes -que, bien lo comprendí, jamás se encontrarían- deslizáronse por la fina arena de mis ojos cerrados legiones de criaturas sedientas, feroces, tristes e insatisfechas; nómadas sin reposo sobre la vieja corteza del mundo. Comprendí que si no me resistía a aquel éxodo, éste me ganaría y arrastraría en su corriente, tan dulce como insidiosa. De forma que, sobreponiéndome a aquella suerte de embriaguez, abrí de nuevo los párpados, y vi que la noche se había apoderado de la tierra y del cielo. Alguien había cerrado las ventanas y encendido antorchas. A través de los vidrios verdes, la noche vibraba en un tenue soplo, como hierba mecida por el viento (aquélla que una vez, apenas roto el invierno, se mostró tan oscura y azul en la pradera que llegó a parecer un mar a mi alcance jamás conocido).

Entonces, los pálidos Señores de la Guerra me ofrecieron las prendas que simbolizaban lo más esencial e imperioso de su encomienda: camisa blanca y nueva de lino, cota negra, y manto rojo. Colores que portaban consigo, y para siempre, consignas de pureza -o acaso ignorancia-, de muerte y de sangre. Luego, el más anciano, noble y feroz de mis verdugos -o víctimas- alzó mi nueva espada: la vi, levantándose entre sus manos, negra y agresiva como un grito de guerra; para mostrar a mí y al mundo la razón más poderosa y pesada de la tierra. Brillaron sus dientes, y repitió una vez más, sobre mi cabeza, que al día siguiente, luego de la ceremonia y el torneo -donde acaso mataría, uno por uno, a mis hermanos-, podría lucirla para siempre al cinto, sin rebozo ni temor alguno. "Pues por tus méritos te has hecho acreedor a un honor semejante, y así, con el nuevo sol, alcanzarás aquello a lo que todo noble aspira, promete y está obligado a cumplir".

Mas yo sabía que no había mérito alguno en mis actos, que no había alcanzado ninguna victoria, ni era acreedor a reconocimiento u honor de ninguna especie, pues -ya sin remedio- me sabía simple navegante, o jinete; alejándome sin freno, ni retorno posible, de todos los hombres, todas las espadas, todas las promesas y todos los recuerdos.

***

Tras vestir la camisa blanca, me dejaron a solas. A poco, entró el Barón. Y sin hablarme, ni mirarme apenas -como si le inundara una suerte de resignada cólera, aunque no podría precisar hacia quién iba dirigida-, me indicó con un gesto que me sentara: en aquel mismo lugar, casi a sus pies, donde una tarde permanecimos tanto rato en silencio; aquélla en que miramos juntos la última nevada de cierto invierno, tras su ventana. Me pareció que había envejecido de una forma casi monstruosa. No envejecía un hombre -pensé- en años, ni en meses. Sino, acaso, en un minuto, un día o una noche.

Inútilmente, aguardé que me hablara. Que me dijese -que repitiese, una vez más- aquello que ya empezaba a sonar en mis oídos casi como un sangriento escarnio: que en adelante debía comportarme con la mayor nobleza y valentía; que debía mostrarme generoso, devoto, compasivo, escudo del desamparado y azote del tirano; que repartiera, mundo adelante, justicia y amor entre los hombres… pero no fue así. Mohl no dijo nada.

Y luego de transcurrido un tiempo que me pareció largo -aunque no sé si duró apenas unos minutos-, tomó bruscamente mis manos; y pude percibir, en mi propia piel, el helado temblor de las suyas. Después las abandonó sobre mis rodillas tan dulcemente como abandonaba sobre una mesa uno de sus negros guantes. Y dijo:

– Guarda el más certero golpe de tu lanza para cuando te lo reclame. Pues algún día llegará en que te pida -como me lo pidió Lazsko- que me devuelvas lo imposible, o me atravieses con ella.

Y sin más, me despidió.

Varios caballeros -entre los que en vano busqué a Ortwin- me condujeron al patio de armas. Allí me aguardaban mi escudo, lanza y espada, junto al blanco caballo que fue de mi señora, y me donó el Barón. En la verdosa luz de la noche, aún reciente, me pareció ver sobre su lomo el vacío que en el aire abría la ausencia de un cuerpo alto y blanco; y el suave resplandor de unas trenzas de oro.