Pero todas estas cosas se confundían en mi entendimiento y tenía una idea muy embrollada de cuanto me ocurría o, tan siquiera, de lo que ocurría a mi alrededor.
Llegó así un tiempo en que, con cierta frecuencia, me sentí preso de un oscuro deseo: llegar a entablar, si no amistad -palabra cuyo significado ignoraba-, al menos conversación con alguien que no fuera la soldadesca, los mendigos, los pillos o mi buen caballo. El fraile, como los campesinos, me huía. Y aun le vi más de una vez santiguarse a hurtadillas cuando me cruzaba en su camino, como si mi persona se tratara del mismo demonio. A falta de lo que tan confusamente deseaba, busqué, en su lugar, la soledad más extrema.
Galopaba solitario y solía adentrarme en los bosques y aun rozar los límites de la estepa, allí donde Krim-Guerrero capturó a Krim-Caballo. Comencé a aficionarme a la caza y esto me produjo una de las escasas satisfacciones o alegrías de aquel tiempo. Cada vez se afinaban más mi instinto y puntería, de suerte que iban en aumento las piezas cobradas. Y por fin pude comer carne, e incluso saciarme de ella. Pues llegué a manejar el arco y las flechas con tanto acierto y habilidad (en ello siempre me distinguí) como puede proporcionar el hambre.
Incluso a veces me sobró comida. En tales casos la asaba y escondía, para devorarla en momentos más precarios. Pero llevado por aquel anhelo indeciso que me hacía aflorar o, al menos, llegar a hablar algún día con una criatura que no formara parte de los desechos habituales, en una o dos ocasiones me aproximé a un grupo de muchachos con la pieza aún sangrando en la mano. De lejos, antes los había observado: elegía uno y una vez a su lado, intentaba ofrecerle parte de mi caza, decirle, en suma, que deseaba compartir aquella suculencia con algún ser que tuviera mi edad y hablara mi lengua. Pero imagino que no atiné con las palabras precisas, pues apenas me veían salían huyendo, aterrorizados. Así tuve constancia de que todos me temían y, viendo cómo rechazaban neciamente mi oferta, sentía una cólera tan dolorosa que parecía rasgarme de la cabeza a los pies. Entonces saltaba sobre mi caballo y perseguía con saña al elegido, hasta derribarlo y golpearlo ciegamente. Tanto, que una vez mi vista se nubló bajo los golpes que yo mismo descargaba y comprobé, con estupor, que esta fugaz ceguera era debida a súbitas e incomprensibles lágrimas.
Estos arrebatos acrecentaron aún más mi fama de violento y despiadado, cuando en verdad sí era violento, pero no despiadado, como tampoco piadoso, pues no había tenido ocasión de practicar ninguna de estas cosas, ni hallado objeto que me inspirara tales sentimientos. Herido por un gran rencor, en esas ocasiones me traspasaba un dolor muy grande, hasta sentirlo en mi carne como el filo de una espada.
Un día en que permanecía oculto tras unos árboles, oí decir a unas mujeres que yo era tan desalmado como mis hermanos. Semejante opinión me dejó confundido: yo no era desalmado, pensé, más bien acaso carecía de alma. O ésta yacía tan acurrucada y falta de sustento, que poco le faltaba para expirar de inanición. Aquella revelación me hizo reflexionar, aunque lenta y pesadamente, sobre el hecho de que yo poseía, después de todo, un alma, como otro cualquiera. Y esta idea me dio que rumiar largamente. Pero tenía una idea tan vaga del alma humana, como de sus cualidades, o su simple objeto. Varias veces la emprendí a golpes con algún siervo, mendigo, o cualquiera que hallara propicio a tal contingencia. Y creo que, en ocasiones, sin mediar verdadero motivo para tales explosiones de mi temperamento, sin duda iracundo. Me digo ahora si sería aquélla la única forma que atiné a mi alcance para comunicarme con mis semejantes.
De todos modos en aquel tiempo no maté a nadie. Quiero decir, a criatura de mi especie. Y en cuanto a los animales, tan sólo abatía aquellos que podían nutrirme pues tenía suficiente pundonor o acaso conciencia de que la violencia, incluso la ira -y sabía que mucha albergaba dentro de mí-, no eran fuerzas que debían prodigarse sin objeto preciso ni provecho. Me decía que estas cosas sólo podrían ocurrírseles a criaturas de muy roma sesera, filas en las que no creía militar.
Así la caza llenó gran parte de aquel tiempo en mi vida. Y gracias a ella pude gustar una clase de alimento que de otra forma no habría catado sino muy raramente. Aprendí a deshollar los animales y a curtir su piel. Y con ella yo mismo apedazaba mi atuendo y mi calzado.
Seguramente por entonces mi madre murió, o ya había muerto. No puedo decirlo con exactitud. Sólo sé, porque conozco el lugar de su tumba, que un día las mujeres que la acompañaban la enterraron.
Sucedió en ese tiempo algo que conmovió profundamente mi vida: alguien aceptó el ofrecimiento de compartir la caza abatida por mí. No fue un siervo, ni un criado, ni siquiera un soldado, sino un mendigo. Ocurrió el hecho de la siguiente forma: hallábase apenas iniciada la estación en que más propicia se presenta la caza del jabalí y, por primera vez, pensé en cobrar una de estas grandes y en verdad temibles piezas. Hasta aquel momento se me hacía dura la empresa y no desdeño la posibilidad de que contribuyera a ello el haber oído desde muy niño innumerables historias que narraban siervos y villanos y aun algún soldado. Decían que el jabalí no debiera tocarse y aún menos matarse. Picado de curiosidad presté atención a estas creencias y al fin un poco por un lado, otro poco por otro, llegué a entender que esta prohibición nacía de un miedo más oscuro que el de la propia muerte. El jabalí -y especialmente el de pelaje de oro- era mitad sagrado, mitad criatura infernal. Pero, en todo caso, tratábase de una criatura sobrenatural, solía acompañar por bosques y praderas a la esencia, fuerza o quizá dios -sin duda ya muerto, o al menos enterrado por la fe de Roma- proveedor de la fecundidad. Descubrí más tarde, en las medio quemadas inscripciones o signos que cubrían ciertas estacas hincadas en los huertos, el contorno más o menos reconocible de un jabalí. Y en ocasiones llegué a vislumbrar, pendiente del cuello de algún campesino, el colmillo de uno de estos animales.
Pero aunque estas cosas despertaron en mi ánimo un cierto malestar, tiempo después deseché estos recelos. Fui en busca de mi presa con verdadera emoción y liberado de esta clase de suspicacias.
El día que alcancé a uno de estos animales, quedé casi enajenado en una suerte de íntimo y jubiloso placer, que me tuvo largo rato inmóvil, contemplando la fiera. Era en realidad un cachorro, mas, precisamente, de pelo dorado. En su último estertor emitió un sordo bramido, por entre los colmillos brotó un río diminuto y rojo que me exaltó hasta gemir, a mi vez. Fue un día importante para mí. Deshollé y vacié de sus entrañas al animal, tendí a secar su piel y al fin arrojé a un pequeño declive la cabeza y el verla rodar me produjo una desagradable sensación. Luego de cuartearlo, asé una pierna y saboreé su carne. Era en extremo sabroso, aunque durísimo.
Tras satisfacer la voracidad de mi naturaleza, quedé ahíto y amodorrado a la par por la emoción que tal hecho me producía. Contemplé con oscura melancolía lo que quedaba: por mucho que lo aderezase -y no era muy hábil, ni disponía de lo adecuado para tales menesteres-, tanta carne sobraba que comprendí se pudriría y apestaría mucho antes de poder dar cabal cuenta de ella. Amargas experiencias y mi orgullo me impedían acudir a una de las sirvientas o villanas en demanda de que lo curasen y salaran, como a veces les vi hacer con otros animales. Así que lo envolví en un trozo de cuero, lo escondí entre las piedras donde solía ocultar restos de otras presas y anduve melancólico, muy desazonado y ahíto, de un lado para otro.
Aquella noche tomé la silla de mi caballo, donde acostumbraba apoyar la cabeza, y fui a dormir bajo la escalera de la torre. Pues había llegado a ser más agradable para mí este lugar que la dura yacija amañada sobre las mazmorras. Allí, fingiéndome dormido o no -según mi buen sentido aconsejase-, podía ver y oír cosas que despertaban mi curiosidad o mi interés, ya que, a medida que el tiempo pasaba, todo intento de hablar con alguien solía ofrecérseme más arduo, si no imposible.
En tal ocasión habíase cobijado allí un mendigo, cuyo rostro se ocultaba casi enteramente bajo un capuchón. Sus pies descalzos sobresalían bajo el sayal roto, acurrucado en su rincón, como animal en su guarida. Pero al tenderme a su lado levantó la cabeza y al deslizarse algo la capucha vislumbré un rostro de muchacho, donde brillaban alerta y cautelosamente sus ojos claros. No sé aún cuál fue el verdadero impulso que me instó a sacudir su brazo y decirle que, si tenía hambre, yo podría satisfacerla. Quedóse unos instantes en silencio, como sorprendido (o así me lo pareció). Su rostro era oscuro y huesudo, con evidentes huellas de no haberse regalado en placer alguno, por nimio que fuera.
– ¿Qué me pides, a cambio? -dijo al fin. Con tal rudeza, que más que hablar parecía morder.
– Nada -negué, casi incrédulo ante el hecho de que no me rechazara-. Sólo quiero partir mi caza contigo. Hay suficiente para los dos.
Sin aguardar más, me levanté y tirando de su sayal le indiqué que me siguiera. Lo llevé entonces al escondite donde guardaba los restos de mis provisiones. Y así comimos juntos. Él lo hizo con voracidad equiparable a la mía y luego le di a beber vino del que hurtaba en las bodegas de mi padre y que allí ocultaba. Comiendo y bebiendo, permanecimos mucho rato, sin hablar más.
Cuando quedamos ahítos, nos apoyamos en el muro. Respirábamos con fruición, mirando hacia la noche. Yo quería decirle (o acaso preguntarle) alguna cosa; mas no hallaba las palabras precisas. Y esta comprobación me producía un insano y malaventurado resentimiento. Fue él quien habló primero, tan brusca e inesperadamente como antes lo hiciera bajo la escalera. Y dijo algo que en verdad me pareció extraño: