O, al menos, de homicidio.
Después habló Rüger. Se sonó la nariz y explicó durante una hora y doce minutos que nada de nada había ocurrido como había dicho el fiscal, que su cliente no tenía absolutamente nada que ver con la muerte de su esposa, y que esto iba a demostrarse sin dejar lugar a dudas.
Pausa de dos horas para comer. El moscardón abandonó el banquillo del jurado y se fue al techo a dormir, pero todos los demás se fueron charlando y manteniendo la compostura. Una de las chicas del graderío se atrevió a saludar a Mitter con la mano y él le hizo un gesto alentador como respuesta.
Le costó diez minutos tomar su plato de pasta en la celda de los Juzgados. Pasó el resto de la pausa de la comida acostado en una litera contemplando una mancha del techo, mientras esperaba la sesión de la tarde.
Esa sesión se dedicó exclusivamente a las llamadas pruebas técnicas. Una serie de funcionarios de policía de diferentes clases pasaron por el banquillo de los testigos, entre ellos Van Veeteren… y un médico especializado en autopsias, un forense y alguien llamado Wilkerson. Era tartamudo y se presentaba como docente de toxicología.
En lo alto de las gradas, las filas se habían vaciado un poco; era de suponer que el director Suurna hubiera recibido información de unas cosas y otras. Los periodistas, en cambio, estaban al completo, ligeramente reclinados mientras la digestión seguía su curso. Si alguno se durmió, al menos no hubo ninguno que roncara.
En lo que por lo demás desembocó la tarde, no era fácil hacerse una idea clara. Ferrati y Rüger se quitaban la palabra con diferentes argucias, en algún momento intervenía el juez Havel con una corrección o un miembro del jurado hacía una pregunta acerca de la posible presencia de restos de piel en las uñas.
En ninguna ocasión tuvo que tomar la palabra él y, cuando la vista se aplazó apenas pasadas las cuatro de la tarde, había dejado de escuchar hacía rato. Echaba de menos en cambio tres cosas intensamente: soledad, silencio y oscuridad.
Acerca de la cuestión de quién fue quien le quitó la vida a Eva Ringmar, todos sabían, en general, tanto como el moscardón.
11
Rüger se presentó cuando estaba desayunando.
– Quiero hablar un poco con usted.
– ¿Sí?
– ¿No tiene otra taza?
Mitter llamó al guardia y recibió una taza por la ventanilla.
– ¿Ninguna nueva imagen en la memoria?
– No.
– Pues vaya.
Se sentó a la mesa. Se apoyó en los codos y sopló el café.
– Quiero que… sopese su testimonio.
Mitter masticaba su bocadillo y miró inquisitivamente al abogado.
– ¿Qué quiere decir?
– Si va a darlo o no.
Mitter guardó silencio. Pensó un rato. Quizá no había nada de lo que sorprenderse, en realidad…
– Como ya le expliqué -siguió Rüger-, no es en absoluto necesario que el acusado se deje interrogar.
– Usted dijo que no era costumbre que uno…
Rüger asintió.
– Puede ser, pero a pesar de ello quiero pedirle que lo piense. Tal como veo las cosas, me parece que las posibilidades son iguales si no declara.
– ¿Por qué?
– Porque no puede aportar usted nada. Ni siquiera hablar en su favor. A fin de cuentas no tiene la más mínima prueba de que no fue usted quien la mató en realidad. Lo único que va a poder decir es que no recuerda, y verdaderamente eso no es una declaración muy fuerte, como comprenderá. No vamos a ganar nada en esa cuestión y es, sin embargo, la cuestión esencial.
Hizo una pausa y tomó un poco de café.
– ¿Y por lo demás? -dijo Mitter.
– Por lo demás… este café es un puro matarratas. No entiendo por qué no pueden aprender nunca… bueno, lo que queda por saber es si va a dar una impresión buena o mala al tribunal.
Mitter encendió un cigarrillo y se tocó la barba de dos días. El abogado siguió hablando:
– Porque es de eso de lo que se trata. Nadie va a saber si usted la ahogó realmente, así que tendrán que adivinar. Ferrati va a hacer todo lo posible para que pierda usted los estribos y Havel va a permitir que lo haga. Si Ferrati lo consigue puede estar todo perdido. Es un fiscal muy duro. No es seguro que yo sea capaz de recomponerle a usted después…
Mitter se encogió de hombros.
– ¿No hay que dar motivos?
– En realidad no, pero se acostumbra… hace mejor impresión. Diremos que no tiene usted fuerzas, que las tensiones han sido demasiado grandes. Fuerte presión psíquica, estado de shock, etcétera. Tengo un médico que puede escribir un certificado ahora, esta mañana. Van a aceptarlo y no va a perjudicarle, se lo prometo. ¿Qué le parece?
– ¿Qué le parece a usted?
Rüger reflexionó. O fingió reflexionar. Indudablemente era un poco raro que llegara corriendo a las siete y media de la mañana si no estaba decidido. No quería verle en el banquillo, sencillamente.
– Yo quiero que renuncie -dijo finalmente.
Mitter fue hasta el lavabo y apagó el cigarrillo. Se tendió en la cama y cerró los ojos.
– No voy a renunciar, abogado. Eso que se le quite de la cabeza… puede usted irse a casa y lavarse las manos.
Rüger permaneció en silencio un rato antes de contestar.
– Como usted quiera, señor Mitter. Como usted quiera. Aunque piense usted otra cosa, yo voy a hacer todo lo que pueda. Nos vemos en el juicio.
Llamó al guardia y se fue. Mitter no abrió los ojos hasta que la puerta se cerró tras él.
Ferrati ese día llevaba gafas. Cristales redondos con una montura clara de metal que le hacían parecer un lémur recién despierto. O tal vez un hipnotizador.
– Janek Mattias Mitter… -empezó.
Mitter afirmó con la cabeza.
– ¿Quiere hacer el favor de contestar con claridad a las preguntas del fiscal? -intervino el juez Havel.
– No he oído ninguna pregunta -respondió Mitter.
Havel se volvió a Ferrati.
– ¡Haga el favor de repetir la pregunta!
– ¿Es usted Janek Mattias Mitter? -precisó Ferrati.
– Sí -contestó Mitter.
Algo que podía ser unas risitas se oyó por las gradas y Havel golpeó la mesa con su gran mazo.
Ya estaba irritado. No empezaban bien las cosas. Rüger se sonó la nariz y contempló su bolígrafo.
– ¿Quiere usted decirnos cuándo conoció a Eva Ringmar?
– Fue… en septiembre de 1990. Cuando empezó el trimestre.
– ¿Cuál fue su primera impresión de ella?
– Ninguna.
– ¿Ninguna? ¿No le pareció una mujer hermosa?
– Bueno, tal vez sí.
– Pero ¿no se acuerda muy bien?
– No.
– ¿Cuándo empezó su relación?
– En abril.
– ¿De qué año?
– De este año.
– ¿Puede usted contar cómo fue?
– Habíamos ido los dos a un viaje de estudios un fin de semana y habíamos hablado bastante. Yo la invité a ir al cine y luego tomamos una copa.
– ¿Y así empezaron su relación?
– Sí.
– ¿Eran los dos… libres?
– Sí.
– ¿Puedo preguntarle por qué empezaron su relación?
– Me parece que es una pregunta bastante estúpida.
– Bueno. La retiro. ¿Cuándo decidieron casarse?
– En junio. Empezamos a vivir juntos a principios de julio y nos casamos el día 10.
– ¿Poco antes de ir a Grecia?
– Sí.
– ¿Una especie de viaje de novios, pues?