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Soltó las llaves del coche. Echó una mirada al reloj y empezó a andar en dirección al mar. Siguió por uno de los rompeolas y se quedó en la punta observando las picadas olas que perezosamente se colocaban en la base de cemento. El aire era una trinidad de humedad, sal y gritos de gaviotas. De pronto sintió frío.

Algo hay, pensó…, algo que todo el tiempo me retiene.

Se metió las manos aún más adentro en los bolsillos y emprendió el regreso a la tierra.

15

Había pedido papel y le habían dado una gruesa entera.

Arriba, su nombre y luego una sola línea. No más. Una línea. Clavó los ojos en ella.

¿Cómo no la echo de menos?

Era una formulación rara. Subrayó cómo. ¿Cómo no la echo de menos?

Subrayó también no.

¿Cómo no la echo de menos?

Más rara todavía. Cuanto más consideraba la pregunta, más fuerte se volvía el sentido; y no al revés, lo que habría sido más lógico. Sonrió y se concentró y no la soltó ni un segundo ni con la vista ni con el pensamiento, y muy atrás en lo inconsciente empezaron a tomar forma las respuestas.

De la misma manera que no echo de menos el tiempo pasado.

De la misma manera que no pido que el pasado sea el ahora.

Cuando me declaren inocente o cuando tenga permiso, pensó, iré a su tumba y me sentaré un rato. Me sentaré con cigarrillos y con vino.

Culpa, castigo, gracia. Culpa, castigo, gracia. ¿Qué más daba si el castigo era por otra cosa?

¡Que me condenen! ¡Que me condenen duramente, pero que sea rápido!

Arrojó la pluma lejos de sí. Volvió a encogerse en la litera con las rodillas dobladas y las manos debajo como un niño pequeño. Cerró los ojos y las imágenes llegaron una tras otra como en un flujo…

El 29 de junio, un jueves.

– ¿Sabes lo que me pasó hoy, Janek? -había dicho ella-. Se me han declarado.

Su sangre se había detenido. Se quedó de piedra.

– Pues sí, un hombre desconocido se me acercó cuando estaba esperando el autobús y me preguntó si quería casarme con él. Algunos saben aprovechar el momento.

– ¿Y qué le contestaste?

– Que lo pensaría.

Ella también había sonreído, pero él sabía que tenía el sexo abierto de par en par y había sangre entre sus dientes.

– Nos casamos, Eva.

Y eso fue todo.

Apoyó la frente contra la pared. Era agradable. En cualquier momento podía decidir volverse completamente normal, era un acto de voluntad, nada más… elegir la más fina, la más resistente y la más gris de todas las mareas de pensamientos y aferrarse a ella firmemente como un sacerdote ciego.

¿Cómo no la echaba de menos?

De la misma manera que no se echa de menos lo insoportable.

Como un tigre joven no echa de menos su propia muerte.

Ese hombre.

Que existía. Que no existía.

Que llamaba y colgaba si contestaba él. Una y otra vez.

Con quien ella hablaba cuando él no estaba en casa.

Que no existía y que la hacía soñar malos sueños. Que la hacían decir:

– Si me muero pronto, ¡perdóname, Janek! ¡Perdóname, perdóname!

Que ella negaba una y otra vez.

– No hay ningún hombre. No hay ningún hombre. Sólo hay tú y yo, Janek. ¡Créeme, créeme, créeme!

Era tan acojonantemente teatral que él comprendió que tenía que ser verdad. Porque tenía que ser la sangre y el dolor y la muerte lo que era verdad… no el engaño. Y cuando su sexo se ceñía a él, eso no podía ser más que verdad. No había preguntas. Tenía que ser la fuerza, no la debilidad. La culpa y el castigo y la gracia no tenían ningún sitio ni ningún nombre en esto.

¡Olvídame! ¡Olvidémonos el uno del otro cuando no estemos! ¿Podríamos amar alguna vez si no existiera la muerte?

¿Por qué reñían?

¿De qué hablaban allí en el balcón?

Golpeó la pared con la cabeza. Riendo y llorando.

16

– ¿Su nombre completo, por favor?

– Gudrun Elisabeth Traut.

– ¿Profesión?

– Profesora de alemán e inglés en el instituto Bunge.

– ¿Es usted colega de Janek Mitter y de Eva Ringmar?

– Sí. Soy colega de Mitter. Era colega de Eva Ringmar.

– Claro, claro. ¿Tiene usted… o tenía… una relación más cercana con alguno de los dos?

– No, no podría afirmarlo. He trabajado en el instituto más o menos tanto tiempo como Mitter, pero tenemos asignaturas diferentes. Nunca hemos tenido nada que ver.

– ¿Y Eva Ringmar?

– Ella llegó hace dos años, cuando se jubiló el catedrático Monsen. Las dos trabajábamos en el departamento de lenguas.

– ¿Eran ustedes amigas?

– No, no, en absoluto. Participábamos en las mismas reuniones de planificación, hacíamos bastantes pruebas conjuntas, nos sustituíamos en alguna clase si una de nosotras estaba enferma; es lo habitual en nuestro departamento.

– Pero ¿no tenían ninguna relación fuera del trabajo?

– ¿Con Eva Ringmar?

– Sí.

– No, nunca.

– ¿Sabe usted si Eva Ringmar solía verse con alguno de los otros profesores del instituto… fuera del trabajo, por así decir?

– No, no creo que hubiera nadie… excepto Mitter, claro…

– Por supuesto. Señorita Traut, le ruego que nos cuente el suceso que le ha contado a la policía y que tuvo lugar el lunes 30 de septiembre, es decir, cinco días antes de que Eva Ringmar fuera asesinada.

– ¿Se refiere usted al episodio en el cuarto de trabajo?

– Sí.

– Bien. Fue después de la última clase del día. Yo había hecho una prueba de alemán en un segundo curso y se había alargado un poco. Debían de ser las cuatro y cuarto cuando entré en el cuarto de idiomas, donde tenemos nuestras mesas de trabajo. Estaba convencida de que yo era la última, pero para mi sorpresa veo a Eva Ringmar sentada a su escritorio. No es normal que ninguno de nosotros se quede después de la última clase. Uno está tan agotado al cabo de seis o siete clases que no se tienen fuerzas, sencillamente, para emprender ningún trabajo a esas horas, es preferible coger lo que hay que corregir y llevárselo a casa para hacerlo por la tarde o por la noche. Ésa es nuestra situación…

– Entiendo. Pero ese día Eva Ringmar se había quedado…

– Sí, pero no estaba trabajando, estaba sentada con la cabeza apoyada en las manos mirando por la ventana.

– ¿Le habló usted?

– Sí. Le pregunté si no iba a irse a casa.

– ¿Qué contestó?

– Primero se sobresaltó como si no se hubiera dado cuenta de que yo había entrado en la habitación. Luego dijo…, sin mirarme… con los ojos fijos en la ventana…, que tenía miedo.

– ¿Miedo?

– Sí.

– ¿Recuerda usted exactamente lo que dijo?

– Naturalmente. Dijo: «Ah, es usted, señorita Traut. Qué bien. Tengo tanto miedo hoy, ¿sabe usted?».

– ¿Está usted segura de que empleó justamente esas palabras?

– Sí.

– ¿Hablaron ustedes algo más?

– Sí, yo le pregunté si tenía miedo de volver a casa.

– Y ¿qué respuesta le dio?

– Ninguna. Dijo sólo: «No, no es nada». Luego cogió su bolso y se marchó.

– Señorita Traut, ¿qué conclusiones sacó usted de lo que dijo? ¿Cuál fue su primera impresión?

– No sé… tal vez que parecía más resignada que asustada, en realidad.

– ¿Tiene usted la impresión de que esperaba a otra persona y no a usted? Su réplica parece indicarlo.

– Sí, me parece que es así.

– Usted pensó que se alegraba de que fuera usted la que entraba y no otro de sus colegas.

– Sí, así me lo pareció.

– ¿Quién podía haber sido?

– ¿Hay más de una posibilidad?