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Algo se le retorció en el estómago.

¿Miedo?

¿Podría Mitter empezar a recordar?

Tuvo una náusea ácida.

Se tomó dos tabletas para el estómago. Las tragó con soda. Volvió a la cama.

La idea ya estaba lista. No se preocupó de analizarla con más detenimiento. Todavía no era necesario. No había prisa… podía permitirse esperar y ver cómo se desarrollaba todo. El cosquilleo había vuelto a despertarse, pero lo mantuvo a raya. Cierto que estaba lleno de fuerza y de actividad, pero aún era demasiado pronto. Aún podía dedicarse a otras cosas. A otros cosquilleos.

Liz. Metió la mano debajo de las sábanas. Tenía eso por delante. Lo viejo y enfermizo se había terminado. El miércoles, Liz. Su mujer.

Ella le seduciría, lo había visto en sus ojos…, y él la dejaría hacer. Hasta el último momento la dejaría hacer, luego cogería él la iniciativa y la penetraría hasta hacerla gritar de placer. Por detrás y por delante y de lado.

Eva ya no estaba. Ahora estaba Liz. El miércoles.

18

– ¿Cómo coño es posible que no supiéramos nada de ese Caen?

Van Veeteren empezó antes de que Münster hubiera tenido tiempo de cerrar la puerta. Münster se dejó caer en su lugar habitual entre los archivadores y se tomó dos pastillas para la garganta.

– ¿Y bien?

– Se había dicho que no era necesario revisar todo su pasado… no comprendo por qué sigue usted dándole vueltas a eso. Me tropecé con el jefe en la cantina. Dijo que ahora teníamos que empezar a dedicarnos en serio a estos incendios intencionados.

– Münster, me importa un huevo lo que Hiller piense que debemos hacer. Si quieres saberlo, el pirómano se llama Garanin, es ruso y basta con que le pongamos a un hombre detrás a partir del incendio número doce.

– ¿Por qué?

– Es un lunático. Sólo actúa cuando hay luna llena. Lo miré esta mañana, también tengo su dirección, pero vamos a cogerle in fraganti. Ahora se trata de Caen. ¿Qué has sacado en limpio?

Münster carraspeó.

– No he hablado con él personalmente, le mandé un fax esta mañana. Es de suponer que llegará la respuesta durante la noche, no tienen la misma hora que nosotros.

– ¿De veras?

– Hum… sí, y luego fui a ver a Rüger. No quería decir nada, claro, así que le di un par de ideas para el juicio de Henderson.

– ¡Bravo, Münster! ¡Sigue!

– Caen era su terapeuta. Se ocupó de ella cuando estuvo ingresada en Rejmershus y luego siguieron en contacto cuando ella salió. En realidad Rüger no tiene mucho más que las fechas de sus encuentros. Lo que le interesaba era sobre todo apretar a la testigo que creía saberlo todo de Eva Ringmar, según dijo.

– ¿Eso es todo?

– Ha hablado por teléfono con Caen dos veces, pero no cree que eso tenga ninguna importancia para el caso. Yo me inclino a darle la razón.

– ¡Deja que yo decida lo que tiene importancia y lo que no, Münster! ¿Qué más sabes?

– Que se trasladó a Australia en marzo de este año. Por eso se interrumpieron los encuentros… él tiene una clínica privada en Melbourne. Su mujer es de allí, probablemente ése es el motivo…

– ¿Qué tenía que decir de Eva Ringmar?

– No mucho, al parecer, pero no creo que Rüger le presionara demasiado.

Van Veeteren se rascó la nuca con un lápiz y reflexionó.

– ¿Rüger? No, seguramente, no. ¿Qué le decías en el fax?

Münster se retorció.

Ya ha vuelto a hacer alguna tontería, pensó Van Veeteren. ¡Como haya metido la pata va a acordarse de su puta madre!

– Sólo le pedí que confirmara la fecha y que estuviera disponible para una llamada telefónica… suya, comisario. Si contesta al fax puede usted llamar mañana por la mañana.

Van Veeteren sacó su escarbadientes y lo contempló un rato.

– ¡Bien, Münster! -dijo por fin.

Münster enrojeció.

Un tío que ha cumplido los cuarenta debería haber perdido la costumbre de enrojecer, pensó Van Veeteren. Además es policía. Pero daba igual. Van Veeteren se levantó.

– ¡Vamos a jugar al bádminton!

Dio unos cuantos pelotazos al aire.

– ¡Tengo la corazonada de que hoy voy a barrerle de la pista, intendente!

– Pero…

– ¡No hay pero que valga! Asome la nariz al despacho de Hiller y dígale que nos estamos matando a trabajar con el pirómano. Por cierto, tenemos que pasar por mi casa antes. ¡Tengo que ver a la puta perra… ja, ja!

Münster suspiró discretamente. Cuando al comisario le daba por bromear eso podía significar cualquier cosa… excepto que se le llevara la contraria.

– ¿Qué impresión sacaste de Andreas Berger? -preguntó el comisario mientras Münster intentaba encontrar la salida del laberíntico garaje del edificio de la Policía.

– Inocente, sin duda.

– ¿Por qué?

– Tiene coartada para toda la noche. Vive allá arriba, en Karpatz… con una nueva esposa y dos críos, y un tercero en camino. Muy simpático, su esposa también. Él trató de ayudar a Eva a enderezar su vida después de la tragedia, quería que volvieran a intentarlo…, fue ella la que se empeñó en divorciarse.

– Todo eso lo sé… ¿no hay ahí nada podrido?

– ¿Podrido?

– Sí, in the State of Denmark… quiero decir que si no trató de engañarte.

Münster aguardó unos segundos.

– ¿No ha oído usted la grabación?

– Sí, claro que la he oído. Quería simplemente asegurarme…

– Y ¿usted no puede pensar en informarme de por qué seguimos dándole vueltas a esto? Yo creía que se había decidido por Mitter hace tiempo…

– Son únicamente las vacas las que no cambian de opinión, Münster. Va como un tren todo este caso, ése es el problema. A mí no me gustan los juicios que van como trenes… por Dios, si hasta los testigos de la defensa llegaron a echarle sombras encima. Weiss y… ¿cómo se llama el otro?

– Sigurdsen.

– Eso, Sigurdsen. Y ese descolorido jefe de estudios. Han sido colegas de Mitter durante quince años y no son capaces de soltar nada mejor que, en todo caso, ellos no han notado en él tendencias violentas. «¿Eh? ¡Nosotros no hemos visto nada!» Con semejantes amigos no necesita uno enemigos, Münster. Parece que los profesores son igual de miserables que cuando uno estudiaba. Algunos siguen siendo los mismos, además.

– ¿Y Bendiksen?

– Algo mejor, pero tampoco él parece excluir del todo la posibilidad de que Mitter lo haya hecho. Ésa es la pega, Münster… todos y cada uno de esos cabrones, inclusive el propio Mitter, quizá, creen que es él quien lo ha hecho. Y sin embargo no tiene ni la más mínima sombra de antecedentes. Un par de bofetadas a su ex esposa, seguramente bien merecidas, y una infame historia de chivo expiatorio en una fiesta de alumnos. ¡Apuesto a que tu propio registro de delitos es diez veces más grande, Münster!

– No diga eso, comisario. En todo caso, nunca me han pillado.

Van Veeteren soltó una risita.

– ¡No faltaba más! Tú eres policía. A los policías no los pillan.

Se quedó callado un rato trabajando con el palillo.

– Como quiera que sea -siguió diciendo-, no hay absolutamente nada que hable en favor de Mitter y eso significa que van a condenarle. Luego se dedicarán a discutir con muchas fiorituras sobre la carga de la prueba por aquí o la carga de la prueba por allí hasta que les crezca moho en los morros. En este caso, eso no vale. El fiscal no ha presentado ni una puta prueba. Y sin embargo, Mitter será condenado.

– ¿Por asesinato?

– No me extrañaría… sí, la verdad es que estoy convencido. Pero aunque fuera por chaladura, da igual. Pobre diablo, ha perdido el control para siempre. Es una lástima porque parece un tío divertido… ¡Oye, para! ¿Por qué no sigues todo derecho, Münster? ¡Vamos a mi casa primero!