Le tendió la mano. Mitter la cogió.
– Siento mucho que no lo consiguiéramos. Lo siento sinceramente.
– No importa -dijo Mitter-. Haga el favor de dejarme solo ahora. Seguro que tendremos oportunidad de hablar en otra ocasión.
– Seguro -dijo Rüger, y se sonó una vez más-. Adiós y que tenga suerte mañana, señor Mitter.
– Adiós.
Es un tipo terriblemente hablador, pensó cuando la puerta se cerró tras el abogado. Tengo que acordarme de atarle corto en lo sucesivo.
20
– Bueno -dijo Münster-. Ya está.
– Vaya -dijo Van Veeteren.
– ¿En qué quedó?
Van Veeteren emitió un bufido.
– Majorna. ¿No ha contestado Caen?
– No, pero tenemos bastantes cosas a las que dedicarnos.
– ¿De veras? ¿A qué, por ejemplo?
– A esto, para empezar -dijo Münster acercándole el periódico.
El caso de la prostituta mulata que fue descubierta clavada en una cruz en el elegante barrio de Dikken mantuvo ocupados a Van Veeteren y a Münster durante un día y medio. Una organización neonazi asumió la responsabilidad del crimen y todo el asunto pasó a la sección antiterrorista de la Policía nacional.
Münster se fue a casa y durmió dieciséis horas seguidas y Van Veeteren habría hecho lo mismo de no haber sido por Bismarck. La perra estaba ya tan mal que lo único que quedaba era poner fin a su vida. Llamó a Jess y le explicó la situación, con lo que su hija sufrió un repentino ataque de sentimentalismo y le arrancó la promesa de mantener al animal con vida dos días más para que ella pudiera estar presente en el adiós definitivo.
En todo caso, la perra era suya.
Van Veeteren pasó esos días arrastrándose por el suelo de la cocina medio loco de cansancio, mientras unas veces le metía papilla a la perra a cucharadas por un orificio y otras la limpiaba con un paño húmedo por el otro. Cuando por fin llegó Jess, él estaba tan morado de rabia y de agotamiento que ella, en medio de la aflicción, no pudo dejar de echar mano del quinto mandamiento.
– Papaíto querido -dijo dándole un beso en la boca-. Casi podíamos cogerte a ti también de paso, ya que estamos en ello.
Ante esto, Van Veeteren soltó un rugido de tal calibre que la viuda Loewe que vivía en el piso de abajo consideró oportuno telefonear a la Policía. El sargento de guardia, un tal Widmar Krause, joven y prometedor, reconoció sin embargo la dirección y estaba un poco al tanto de las circunstancias. Por propia iniciativa suspendió la intervención prometida.
Jess se ocupó de Bismarck. La llevó en el coche al veterinario, donde el animal exhaló el último suspiro en sus brazos un par de horas más tarde.
Van Veeteren se dio una ducha y, con inusual entusiasmo, se colgó de Münster por teléfono.
– ¿Ha contestado Caen? -vociferó en el aparato.
– No -contestó Münster.
– ¿Y por qué cojones no lo ha hecho? -siguió el comisario.
– ¿Cómo está Bismarck? -le devolvió el relajado Münster.
– ¡Cierra el pico! -rugió Van Veeteren-. ¡Contesta mi pregunta!
– No tengo la menor idea. ¿Qué cree usted?
– ¡Creer, se cree en la Iglesia y Dios está muerto! Dame su número ahora mismo… y métele el fax en el culo a Hiller.
Münster buscó el número de teléfono y media hora más tarde Van Veeteren lo había logrado.
– Caen.
– ¿Eduard Caen?
– Sí.
– Soy el comisario Van Veeteren. Llamo desde Maardam, en el viejo mundo.
– ¿Sí?
– Quisiera hacerle unas preguntas. Lamento la distancia.
– ¿De qué se trata?
– De Eva Ringmar. Supongo que le suena el nombre.
Hubo unos segundos de silencio.
– ¿Y bien?
– Debo recordarle mi confidencialidad…
– Yo también. Y también debo recordarle que tengo autoridad para llamarle a declarar si me da la gana.
– Entiendo. Veamos, comisario. ¿Qué desea saber?
– Son pequeñas cosas. En primer lugar, ¿tuvo usted una aventura con ella?
– Desde luego que no. Yo nunca tengo aventuras con mis clientes…
– ¿Así que no fue por eso por lo que se fue a Australia?
– ¡No diga usted tonterías, comisario! De verdad que no pienso contestar ese tipo de…
En esto se interrumpió la comunicación temporalmente. Van Veeteren golpeó la mesa varias veces con el auricular y, al cabo de un breve interludio en japonés, volvió a encontrar a Caen en el hilo…
– ¿… ese tipo de qué?
– De insinuaciones -contestó Caen.
– Estoy buscando a un asesino -continuó Van Veeteren imperturbable-. Un hombre. ¿Puede usted darme alguna idea?
Se hizo un silencio.
– No… -volvió a oírse a Caen vacilante-. No, no realmente. Para hablar con sinceridad… ¿puedo confiar en usted, comisario?
– Por supuesto.
– Para hablar con sinceridad, no conseguí nada con ella; y sin embargo, mejoró. Fue a causa de los problemas con la muerte de su hijo por lo que acudieron a mí…, pero había algo que…
Da la impresión de que sopesa cada palabra que dice, pensó Van Veeteren. No tiene ni idea de lo que cuesta telefonear al otro lado del planeta.
– ¿Algo qué?
– No sé. Había algo oculto… ella ni se molestaba en disimular… que había algo, quiero decir. Quizá no se podía disimular. Había algo que no contaba y reconocía abiertamente que era así… ¿comprende? No es fácil explicar todo esto por teléfono.
– Ella tenía un secreto.
– Dicho con sencillez, sí.
– ¿Un hombre?
– No tengo la menor idea, comisario. Ni la menor idea.
– ¡Deme una pista!
– No hay nada más que yo pueda decirle. ¡Se lo aseguro!
– ¿De qué coño hablaban?
– De Willie… el hijo. Hablábamos casi exclusivamente de él. Ella se valía de mí para recordarle. Yo también tengo un hijo de la misma edad, a ella le gustaba comparar… muchas veces hacíamos como que Willie estaba vivo, hablábamos de nuestros hijos y discutíamos su futuro… y cosas por el estilo.
– Ya… y ella mejoró.
– Sí, sí. Estos encuentros en Maardam no tenían la más mínima justificación desde el punto de vista terapéutico, pero ella era muy insistente…, yo le tenía simpatía y me pagaba mis honorarios. ¿Por qué iba a negárselo?
– Sí, claro, ¿por qué iba usted a hacerlo? ¿Qué opinión tiene usted del marido… Andreas Berger?
– No tengo una idea definida. Nunca nos vimos y ella no hablaba mucho de él. Fue ella la que quiso separarse… a causa del accidente, sin duda alguna, pero no me pregunte cómo… yo creo que él quería seguir con ella, incluso cuando estaba peor.
Van Veeteren reflexionó.
– Tenía la impresión de que habían detenido a un sospechoso -dijo Caen.
– Procesado y condenado -dijo Van Veeteren.
– ¿Condenado? ¿Ha confesado? ¿Por qué están ustedes entonces…?
– Porque no es él -interrumpió Van Veeteren-. ¿Puedo pedirle una cosa?
– No faltaba más.
– Si se acuerda usted de algo, por insignificante que sea, ¿tendría usted la bondad de comunicarse conmigo? Tiene usted mi número, ¿no?
– No, creo que no lo tengo…
– Pero ¿no ha recibido usted nuestro fax?
– ¿Su fax? No, es que no lo he mirado desde hace una semana… estoy de vacaciones, ¿sabe usted?
– ¿Vacaciones en noviembre?
– Sí, aquí ya casi estamos en verano. Veinticinco grados y los limoneros en flor…
– Claro, claro. Debería haberlo supuesto -dijo Van Veeteren.
21
Cuando Lotte Kretschmer se despertó el domingo 17 de noviembre, decidió casi inmediatamente acabar con su novio, un electricista de Süsslingen que tenía veintiún años llamado Weigand. La decisión había ido germinando en ella durante varias semanas, pero ahora había llegado el momento. Weigand dormía a su lado con la boca abierta como de costumbre, y como ella no quería dejarle en la ignorancia de una cosa tan importante, le sacudió para despertarle y le explicó la situación.