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A los dos minutos apareció Krause.

– ¡Al fin! -exclamó Klempje-. ¿Y?

– Nada -contestó Krause-. Falsa alarma.

– Pero si duele, duele, ¿no?

– Klempje, en lo que a mujeres embarazadas se refiere, tú eres un mozalbete inexperto.

– Llámame lo que quieras, con tal de que pueda irme a dormir. -¿Ha habido algo especial?

Klempje reflexionó.

– No… llamó un loco de Majorna hace un momento que quería hablar con el antipático… Gracioso, ¿no? ¿Quién crees que puede ser?

– ¿VV?

– ¿Quién, sino?

– ¿De qué se trataba?

– Ni la menor idea. Colgó. Y Joensuu y Kellerman están en el arresto luchando con una puta colgada. Hay que joderse, de qué glamour nos rodeamos.

Klempje salió dando traspiés y Krause se instaló en la garita de cristal.

¿El antipático?, pensó. ¿Majorna?

Pensó durante unos minutos. Luego llamó al piso cuarto.

No hubo respuesta.

Luego intentó hablar con Münster.

Tampoco le contestaron.

A la mierda, pensó, y sacó su libro del bolsillo interior. Ser padre.

23

La carta llegó con el correo de la tarde.

Se la metió en el bolsillo sin pensar; tenía que hacer unas cuantas cosas que no podían esperar y le daba lo mismo leerla cuando llegara a casa. Tal vez pensara durante una fracción de segundo en qué podía ser; no solía recibir correo en el trabajo y esta carta parecía de carácter privado.

Como es natural, luego se olvidó y no la encontró hasta que rebuscó fichas para la lavandería en los bolsillos. La abrió con un lápiz y sacó un pliego doblado.

Era una sola línea. Pero suficientemente clara.

Durante los primeros segundos, su conciencia se quedó en blanco. Permaneció inmóvil, medio inclinado sobre la mesa escritorio con la mirada clavada en las palabras.

Luego su cerebro empezó a trabajar. Despacio y metódicamente. De nuevo le sorprendió cómo podía sentirse tan excitado y tan frío al mismo tiempo. Cómo podía sentir al mismo tiempo que la sangre le crecía mientras los pensamientos extraían la realidad que había tras la carta con una falta de pasión total.

Miró el matasellos. La fecha era del día anterior.

Miró más de cerca. Algunas letras eran confusas, pero debía de ser de Willemsburg.

Así era. Él estaba allí, todos lo sabían. Algunos incluso habían ido a visitarle…

Se estiró en la cama y apagó la lámpara.

Sintió el cosquilleo claro e intenso en el diafragma, pero lo rechazó sin esfuerzo. La cuestión era si…

La cuestión era tan fácil de formular que casi daba vergüenza.

¿Había más cartas?

¿Había más cartas?

Fue a la cocina y abrió una cerveza. Se sentó junto a la ventana. Se tomó varios sorbos largos y parpadeó para despejar las lágrimas provocadas por el gas de la bebida.

Con seguridad sonámbula encontró la respuesta.

No, no había más cartas.

Llevaba en casa tres horas. No había llamado nadie; un retraso así no sería más que un absurdo… no había más cartas.

Golpeó la botella con los dedos.

Salvo una posibilidad… su cerebro trabajaba ahora con relampagueante claridad… salvo la posibilidad de que el reparto de correo a la Policía fuese más lento. Podían recibir una carta mañana… ésa era una posibilidad… había que reconocerlo.

Se tomó otro sorbo. Los grajos alborotaban fuera. Se acordó de Hitchcock y de Los pájaros, y había algo atrayente en ese recuerdo, algo que le hacía sentir afinidad… pero tal vez no fuera éste el momento oportuno de reflexionar sobre ello.

Pero si… si había otra carta, ya escrita y enviada, imparable… tenía que llegar a su destino mañana. Lo más tarde, mañana.

Mañana. Si7 no tenía ninguna noticia antes de las doce, mañana, estaba a salvo.

Ésta era la respuesta. Se llevó la botella a la boca y la vació. Miró al cielo sobre los tejados de las casas. Oscurecía con rapidez; sin duda se anunciaba de nuevo otra noche estrellada… se preguntó vagamente si era una ventaja o un inconveniente.

Quedaba sin embargo la respuesta final. Él había esperado y había tenido paciencia. Había esperado el momento.

Exhaló un profundo suspiro. El cosquilleo era ahora fuerte y agradable. Casi erótico.

Era la hora.

24

Se despertó y no recordaba su nombre.

Seguramente había ocurrido antes. Tenía el recuerdo de otra mañana.

Pero ahora era de noche. Una pálida luz de luna caía sobre los pies de la cama y sobre una figura que estaba allí.

Era una mujer, seguro. Su silueta se dibujaba claramente contra la ventana, pero la cara estaba en la oscuridad.

– ¿Diotima? -susurró de repente, no sabía por qué.

Era un nombre que afloró del pozo del olvido, sencillamente. Alguien a quien había echado de menos.

Pero no era posible que fuera ella.

Ella se acercó. Fue despacio bordeando la cama, se puso a su lado derecho. Levantó el brazo y algo brilló en su mano…

Mitter… Janek Mattias Mitter… recordó en el mismo instante en que el dolor le partió en dos.

Y antes de que el grito llegara a su garganta, una almohada sofocante se había aplastado contra su cara. Tanteó con las manos, consiguió en vano agarrar las muñecas de la visita…, pero las fuerzas le traicionaron y el dolor bombeaba oleadas candentes de su vientre y su pecho.

Yo no soy nadie, pensó. Sólo un gran sufrimiento.

Lo último que le llegó fue un dibujo.

Un dibujo antiguo que quizás hubiera hecho él mismo un día. O quizá lo hubiera cogido de un libro.

Era un dibujo de la muerte, y era una verdad altamente personal.

Un buey.

Y un pantano.

Ésta era su vida. Un buey que se había hundido en un pantano. Que lentamente se hundía en el barro. Lentamente se hundía en la muerte.

Al llegar la noche, una noche tranquila y estrellada, sólo la cabeza estaba por encima del fango, y lo último… lo absolutamente último que desapareció fue el ojo asombrado del buey clavado en las miríadas de estrellas.

Así fue la última imagen.

Y cuando el agua se cerró sobre el ojo, todo se volvió nada.

II

Viernes 22 de noviembre – domingo 1 de diciembre

25

– Rooth, ¿quieres pedirle a la señorita Katz que traiga unas botellas de agua mineral?

Hiller se quitó un pelo de la solapa de la americana y pasó revista a la concurrencia.

– ¿Dónde está Van Veeteren? ¿No dije que tenían que estar todos aquí a las cinco? Son las cinco y tres minutos…, la conferencia de prensa es a las seis en punto y hay que estar preparado. ¡Ésta es una historia acojonante!

Reinhart se levantó.

– Voy a buscarle. Está amargándole la vida a un psiquiatra.

Münster se reclinó y trató de mirar por la ventana. El despacho del jefe de Policía estaba situado en el quinto piso y se le conocía bien con el nombre de «fifth floor», bien con el de «invernadero». El primero se refería a cierta organización de espionaje; el segundo, a la debilidad del titular por las plantas. La ventana panorámica con vistas a la parte sur de la ciudad ofrecía también una generosa toma de luz para que tanto las azaleas como las buganvillas y toda suerte de palmeras se sintieran enteramente a gusto. Tan a gusto, en realidad, que el panorama previsto había sido sustituido desde hacía tiempo por una pared verde prácticamente impenetrable.

Münster suspiró y pasó a contemplar al jefe de Policía. Éste se mecía de acá para allá en la silla del escritorio. Movía papeles, se ajustaba la corbata, se sacudía el polvo de su traje azul noche… eran señales seguras. ¡Conferencia de prensa!