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Se hizo un silencio durante unos segundos. Sólo se oía el resoplar de la pipa de Reinhart y las vueltas del reloj de pulsera del jefe de Policía.

– ¿Era Mitter inocente? -preguntó Rooth.

Nadie contestó.

– Así que es la misma persona la que mató a los dos -siguió Rooth.

Van Veeteren se echó hacia atrás y miró al techo.

– Era un tío divertido en realidad -dijo finalmente-. Sólo hay una cosa que me sorprende… que no intentara contactar con nosotros antes, si es que se le ocurrió alguna cosa.

– ¿Qué quieres decir? -dijo Hiller.

– ¿Quieres decir que… -dijo Reinhart.

Van Veeteren asintió despacio.

– … que Mitter puso sobre aviso al asesino? -completó Münster-. Y no a nosotros.

Van Veeteren no dijo nada.

– ¿Cómo se puede ser tan endiabladamente estúpido? -se preguntó Reinhart.

– Anda y vete a una casa de locos y deja que te den medicinas, ya verás lo espabilado que te sientes al cabo de una semana -dijo Rooth-. Si es como dice V. V. que Mitter logró perforar la pérdida de memoria, para mí es un misterio su comportamiento. Tengo que decir que lo dudo mucho.

– No, no, es como yo digo -dijo Van Veeteren bostezando-. Pero no tenemos que discutirlo ahora. Ya se verá.

Hiller se puso de pie.

– Es la hora. Van Veeteren, quiero hablar contigo después.

– Desde luego. Estaré en la cantina. Hay un programa en la tele que no quiero perderme…

Hiller se arregló la corbata y se precipitó hacia la puerta.

– Una historia acojonante -rezongó.

26

Münster llamó con los nudillos y entró.

– Siéntate -dijo Van Veeteren señalando la silla que estaba entre los archivos.

Münster se sentó y se reclinó pesadamente contra la pared.

– Son las once -dijo-. ¿Por qué no nos vamos a casa a dormir y seguimos mañana?

Van Veeteren cruzó las manos encima de la mesa.

– Se piensa mejor por la noche. Vas a engordar si duermes demasiado… empiezas a ser un poco lento delante de la red. Hay un asesino que anda suelto… ¿quieres más argumentos?

Cierra el pico, pensó Münster, pero no lo dijo.

– ¿Café? -preguntó amablemente Van Veeteren.

– Gracias -respondió Münster-, apetece mucho. Hoy sólo he tomado once tazas.

Van Veeteren vertió algo maloliente, marrón, de un termo sucio. Le acercó un vaso de papel a Münster.

– Escúchame bien, intendente. Más vale que te concentres porque, si no, puede ocurrir que te pases de pie toda la noche. Mañana empieza el trabajo pesado, sería bueno que supiéramos cómo coño hay que hacer. ¿Quieres llamar a tu mujer?

– Ya lo he hecho. Ha visto la tele…

– Bien. Bueno, ¿quién es el que ha hecho esto?

Münster tomó un pequeño sorbo de café medio tibio. Lo tragó haciendo una mueca y supuso que llevaba hecho entre doce y dieciocho horas.

– ¿Quieres decir que no lo sabes? -continuó Van Veeteren.

Münster asintió con la cabeza.

– Significa: no, no lo sé -aclaró.

– Lo mismo me pasa a mí. Y tengo que reconocer que no tengo ni la más remota idea tampoco… así que por eso tienes que espabilar. ¡Empecemos con el número dos!

– ¿Cómo?

– Con el segundo asesinato… el asesinato de Mitter. ¿Cuál es la pregunta más importante?

– ¿Por qué?

– Sí, señor. De momento podemos dejar de lado de qué manera y si la víctima cometió alguna torpeza durante las últimas ocho horas. En lo que tenemos que fijarnos es en el porqué. ¿Por qué fue asesinado Mitter?

– ¿Partimos de que es el mismo?

– Sí -dijo Van Veeteren-. Y si no es el mismo tipo, entonces es una cuestión completamente distinta… entonces no vamos a resolver este caso en mucho tiempo, no con nuestros métodos, al menos… no, joder, no, es la misma persona, estoy convencido. Pero ¿por qué? Y ¿por qué ahora justamente?

– ¿Le han puesto sobre aviso?

– ¿Es eso lo que crees?

– Usted mismo dijo, comisario…

– Después de las diez puedes tutearme.

– Es que tú mismo afirmaste que el asesino tenía que haber sido avisado por el propio Mitter… que Mitter tenía que haber dado con algo que tenía que ver con el primer asesinato…

– Supongamos que estoy seguro de eso. Mitter le comunicó al asesino que se acordaba de él…

– O de ella…

– ¿Plausible?

– No.

– Suponemos que es un hombre. ¡La siguiente pregunta, Münster!

Münster se rascó la nuca.

– ¿Cómo? ¿Cómo avisó al asesino?

– ¡Has dado en el clavo otra vez! ¡Estás en plena forma, Münster!

– Y ¿por qué no le dijo nada a la Policía?

– Eso lo vemos luego -dijo Van Veeteren-. Lo primero, primero. ¿Cómo? ¿Qué piensas tú?

– Yo…, llamó por teléfono, o escribió una carta. No creo que mandara nada por fax.

Las pesadas bolsas de las mejillas de Van Veeteren se estiraron hasta formar algo que pudiera haber sido una sonrisa. Pasó, sin embargo, demasiado rápidamente como para que Münster pudiera hacer un enjuiciamiento seguro.

– Escribió -explicó Van Veeteren.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque lo he controlado. Escucha, te explico. Mitter escribió una carta el lunes pasado… el 18… salió el mismo día. El personal le dio sobre, papel y pluma. Lo tienen todo cerrado con llave y lo entregan a petición de los pacientes. Si se han portado bien, claro está. Todo parece cerrado con llave en ese lugar… excepto los pacientes, pero es que ellos toman tabletas. Bueno, en todo caso parece claro que mandó una carta el lunes. Si partimos de la base de que el asesino vive aquí en la ciudad, o por lo menos en el distrito postal, tiene que haberla recibido el martes. El miércoles está al acecho y el jueves por la noche asesta el golpe… se disfraza de cualquier cosa, entra en la planta, espera tranquilamente… se esconde durante ocho o nueve horas… ¿te das cuenta, Münster? Ese hijo de puta se queda allí ocho o nueve horas antes de que llegue el momento, eso es lo impresionante de este asunto. No es un tipo cualquiera con el que tenemos que vérnoslas, me parece que más vale que lo tengamos claro.

Münster asintió. El cansancio empezaba a desaparecer ya, a difuminarse y a ser traspasado por la concentración. Miró por la ventana. Las siluetas de la catedral y de los rascacielos de Karlsplatsen empezaban a perfilarse contra el cielo, y lentamente fue apareciendo esa sensación que más pronto o más tarde surgía siempre en una investigación, y que a veces le hacía estar en la cama completamente desvelado a pesar de un cansancio que tenía que haberle obligado a perder el sentido… la sensación de que éste era el desafío, éste el núcleo del trabajo de todos ellos. En algún lugar de allí afuera estaba el asesino… uno de los trescientos mil habitantes de la ciudad se había decidido a matar a dos de sus conciudadanos y su obligación, la suya, la de Van Veeteren y la de los demás, era encontrarle… o encontrarla. Iba a ser un trabajo de los cojones, probablemente. Habría que dedicar miles de horas de trabajo antes de terminarlo y, cuando al fin tuvieran la solución en la mano, se darían cuenta de que casi todo lo que habían estado haciendo había resultado completamente inútil. Verían que, si sólo se hubiera hecho esto y aquello al mismo tiempo, el caso habría sido resuelto en dos días en lugar de en dos meses.

Pero ahora no era más que el principio. Aún no se sabía prácticamente nada; no estaban más que Van Veeteren y él encerrados en esta desordenada habitación, encerrados con preguntas y respuestas y conjeturas, y entregados a una búsqueda lenta pero implacable del buen camino. Porque si no lo encontraban, si se equivocaban desde el principio, entonces lo que podía ocurrir era que al cabo de dos meses estuvieran allí con sus miles de horas perdidas y sin asesino. Ahí estaba la muela del molino; verse en lo más profundo del callejón sin salida y saber que había que dar la vuelta. Y la más importante siempre era la primera encrucijada.