Se quedó solo durante unos minutos. Pudo constatar que el hogar de los Berger no parecía sufrir de falta de dinero. La casa estaba situada en un lugar un poco retirado de la ciudad, con la naturaleza detrás y vecinos a una distancia prudencial. Del exterior no había podido formarse una idea muy precisa, pero el interior daba testimonio de buen gusto y de medios para satisfacerlo.
Tal vez durante unos segundos se arrepintió de haber aceptado la invitación. No era la situación ideal interrogar a su anfitrión. Difícil morder la mano que te da de comer, pensó, mucho más fácil clavar los ojos en una persona al otro lado de una mesa coja de masonita en un local de arresto polvoriento y sucio.
Pero funcionaría bien de todos modos. La idea no era hacer un interrogatorio inquisitorial a Andreas Berger, aunque podía resultar difícil negarse el placer. Había venido para hacerse una idea solamente… más razones no había, ¿no? Porque aunque tenía el mayor de los respetos por el buen criterio de Münster, bastante más de lo que Münster podía figurarse, siempre había una pequeña probabilidad, una posibilidad de que él mismo descubriera algo. Algo que tal vez exigiera un sentido absolutamente especial para notarlo, una cierta intuición o un tipo especial de imaginación perversa…
Si no otra cosa, cuatro ojos deben de poder ver mejor que dos.
Ese muchacho, por ejemplo… ¿No era demasiado mayor? Una buena idea sería controlar los tiempos cuando tuviera ocasión… porque si fuera así, si la nueva señora Berger hubiera estado embarazada antes de que la vieja señora Berger estuviera debidamente divorciada… pues algo tendría que significar eso.
Andreas Berger era más o menos como se lo había imaginado. Bien entrenado, desenvuelto, alrededor de los cuarenta; un polo, americana y pantalones de pana. Con un aire ligeramente intelectual.
El prototipo del éxito, pensó Van Veeteren. Serviría para hacer un anuncio publicitario de cualquier cosa. Desde after shave y desodorantes hasta comida para perros y seguros de pensiones. Un tío cojonudo.
La cena duró alrededor de hora y media. La conversación se desarrolló con facilidad y asepsia y, después del postre, los niños y la esposa se retiraron. Los señores volvieron a las butacas de mimbre. Berger ofreció una cosa y otra, pero Van Veeteren se contentó con un poco de whisky y un pitillo.
– Es que tengo que encontrar el hotel -se disculpó.
– ¿Por qué no se queda en casa esta noche? Tenemos todo el sitio del mundo.
– No lo dudo -dijo Van Veeteren-. Pero ya he cogido la habitación y prefiero dormir donde tengo el cepillo de dientes.
Berger se encogió de hombros.
– Además tengo que levantarme muy pronto mañana -siguió diciendo Van Veeteren-. ¿Le importa que vayamos al grano?
– Por supuesto que no. No tenga miedo de preguntar, comisario. Si hay alguna manera de que yo pueda ayudar a esclarecer estos horribles hechos, está claro que quiero hacerlo.
No, pensó Van Veeteren. Miedo de hacer preguntas es algo que no suele reprochárseme. Veamos si tú tienes miedo de contestar.
– ¿Cómo descubrió que Eva era infiel? -empezó.
Era un palo de ciego, pero notó inmediatamente que había dado en el clavo. Berger se sobresaltó de modo que el cubito de hielo que iba a poner en el vaso acabó en el suelo.
Lanzó una exclamación y rebuscó en la peluda alfombra.
Van Veeteren esperó tranquilamente.
– ¿Qué diablos quiere usted decir?
Resultaba tan poco convincente que Van Veeteren se sonrió.
– ¿Lo descubrió usted mismo o se lo contó ella?
– No sé de qué me habla, comisario.
– ¿O le puso sobre aviso otra persona?
Berger dudó.
– ¿Quién le ha dicho eso, comisario?
– Creo que debemos atenernos a las normas, señor Berger, aunque me haya invitado usted a una cena exquisita.
– ¿Qué normas?
– Yo pregunto. Usted contesta.
Berger guardó silencio. Tomó un pequeño sorbo de su vaso.
– Ha sido usted verdaderamente complaciente -dijo Van Veeteren haciendo un gesto indefinido con el brazo… que abarcaba la comida, el vino, el whisky, la hoguera en la chimenea y todo lo que Berger pudiera desear… pero el tiempo de reflexionar se había terminado.
– All right -dijo Berger-. Hubo otro hombre… sí. Eso parece.
– ¿No está usted seguro?
– Nunca conseguí… confirmarlo del todo.
– ¿Quiere decir que ella no lo reconoció?
Berger se echó a reír.
– ¿Reconocer? No, no por cierto. Ella lo negó como si le fuera la vida en ello.
Tal vez fuera así, pensó Van Veeteren.
– ¿Puede contarme?
Berger se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo. Dio dos profundas caladas antes de contestar. Era evidente que necesitaba unos segundos para pensar antes de empezar. Van Veeteren se los dejó.
– Los vi -empezó Berger-. Fue en la primavera de 1986, en marzo o abril. Dos veces los vi juntos, y tengo razones para pensar que se vieron de vez en cuando hasta mediados de mayo, por lo menos. Había algo… yo lo noté en ella, claro. No era una mujer que pudiera guardar secretos, en realidad, era como si llevase escrito en la cara que pasaba algo malo. ¿Comprende usted lo que quiero decir, comisario?
Van Veeteren asintió.
– ¿Puede decir exactamente cuándo empezó?
– En Semana Santa. Fue el Jueves Santo de 1986, no sé qué fecha sería. Fue una de esas raras casualidades en la que he pensado mucho después. Los vi en un coche a la hora del almuerzo. Yo tuve que cruzar la ciudad en coche para verme con un científico en Irgenau, ellos estaban delante de mí, a la derecha, en otro coche…
– ¿Está seguro de que era su mujer?
– Al cien por cien.
– ¿Y el hombre?
– ¿Quiere decir cómo era de aspecto?
– Sí.
– No lo sé. Él conducía. Eva iba a su lado; yo la veía de perfil cuando volvía la cabeza para hablar con él, pero de él sólo veía los hombros y la nuca. Ellos estaban en la fila de la derecha, yo tenía que seguir recto… cuando el semáforo se puso verde, ellos torcieron. No tuve la menor posibilidad de seguirlos, aunque lo hubiera querido. Creo que… creo que también fue un shock.
– ¿Un shock? ¿Cómo podía usted saber que era cuestión de… infidelidad? ¿No podía su esposa estar en aquel coche por una razón completamente inocente?
– Claro que sí, eso es lo que yo me decía también. Pero su reacción cuando le pregunté fue bastante… unívoca.
– ¿De qué manera?
– Se puso completamente fuera de sí. Aseguró que había estado en casa todo el día, que yo estaba equivocado o que mentía y quería destruir nuestra relación. Y un montón de cosas por el estilo.
– ¿Y no puede ser que tuviera razón?
– No… yo empecé a dudar de lo que había visto, como es natural…, pero al cabo de dos semanas volvió a ocurrir. Un colega mío los vio juntos en un café. Fue muy penoso… lo soltó así, como de pasada, como una broma, pero me temo que yo perdí la cabeza.
– ¿Qué dijo Eva esta vez?
– Lo mismo. Era eso lo que resultaba tan raro. Lo negó, volvió a alterarse completamente, dijo que mi colega era un mentiroso, que ella jamás había puesto los pies en ese café. Todo era tan flagrante; a mí me parecía como que… era indigno de ella mentir… varias veces, además. Le dije que era mucho peor tener que aguantar las mentiras que la infidelidad… Lo raro es que ella parecía estar de acuerdo conmigo.
– ¿Qué pasó luego?
– Nuestra relación se resintió, como es natural…, ella era como una extraña, se puede decir. Yo me rompía la cabeza haciéndome preguntas… haciéndoselas a ella también, pero se negaba a hablar de ello. En cuanto yo intentaba sacar a relucir algo, se cerraba como una almeja… sí, fueron unos meses horrorosos, sencillamente. Y las cosas iban a ser todavía peor. Yo nunca me hubiera esperado nada parecido. Habíamos estado casados cinco años, nos conocíamos desde hacía diez y jamás habíamos tenido problemas así. ¿Está usted casado, comisario?