– Gracias, ya estoy acostumbrado.
– ¿Podemos seguir?
– Naturalmente.
– ¿Cuál es su último recuerdo claro de aquella noche? Por el que pueda poner la mano en el fuego sin dudarlo.
– Es el guiso aquel… era un guiso mexicano. Ya se lo he contado a la policía…
– ¡Hágalo otra vez!
– Estábamos cenando un guiso mexicano… en la cocina.
– ¿Sí…?
– Empezamos a hacer el amor…
– ¿Le ha contado eso a la policía?
– Sí.
– ¡Siga!
– ¿Qué quiere que cuente? ¿Los detalles?
– Todo lo que recuerde.
Mitter regresó a la mesa. Encendió un pitillo y se inclinó un poco hacia el abogado. A ver cuánto aguantaba aquel abogado contrahecho, esclavo del bolígrafo…
– Eva llevaba un kimono… debajo, nada. Mientras comíamos empecé a acariciarla… también bebimos, claro, y ella me desnudó… por lo menos en parte. Por fin la levanté y la senté en la mesa…
Hizo una pausa breve. El abogado había dejado de anotar.
– … la puse en la mesa, le quité el kimono y luego la penetré. Me parece que gritó… no porque le hiciera daño sino de gusto, claro, ella solía hacerlo… mientras hacíamos el amor, me parece que estuvimos bastante rato, seguimos comiendo y bebiendo… sé que le eché vino en el coño y que lo chupé…
– ¿Vino en el coño?
Al abogado se le anuló la voz de repente.
– Sí. ¿Hay algo más que quiera usted saber?
– ¿Es eso lo último que recuerda?
– Creo que sí.
El abogado carraspeó. Sacó de nuevo el pañuelo y se sonó.
– ¿Qué hora cree que sería?
– No tengo ni idea.
– ¿Ni siquiera una aproximación?
– Pues no. Cualquier hora entre las nueve y las dos… No miré el reloj para nada.
– Entiendo. Por qué iba a hacerlo.
El abogado empezó a recoger sus papeles.
– Voy a pedirle que no sea demasiado explícito… en la descripción del acto, si es que saliera a colación en el juicio. Me parece que podría malinterpretarse.
– Seguramente.
– Por cierto, no había huellas de esperma… bueno, ya sabe que se hacen investigaciones bastante minuciosas…
– Sí, me lo dijo el comisario… será que no llegué a eyacular. Es uno de los efectos del vino… o de los méritos, según cómo se mire. ¿No le parece?
– ¿De veras? ¿Sabe usted que se ha fijado la hora?
– ¿Qué hora?
– La hora de la muerte. No exactamente, claro está, casi nunca se puede… pero en algún momento entre las cuatro y las cinco y media…
– Yo subí a las ocho y veinte.
– Lo sabemos.
El abogado se puso de pie. Se arregló la corbata y se abrochó la americana.
– Creo que ya basta por hoy. Muchas gracias. Volveré mañana con más preguntas. Espero que sea usted comprensivo.
– ¿Es que no he sido comprensivo hoy?
– Sí, sí, mucho.
– ¿Puedo quedarme los cigarrillos?
– Desde luego. ¿Puedo hacerle una última pregunta que quizá sea un poco… incómoda?
– Naturalmente.
– Me parece que es importante. Quiero que sea cuidadoso con la respuesta…
– Bueno.
– Si no quiere usted decir nada, lo comprenderé, pero creo que es bueno que sea sincero consigo mismo. Así que ¿tiene usted alguna sensación de querer recordar verdaderamente lo que ocurrió… o prefiere dejarlo estar?
Mitter no contestó. El abogado no le miró.
– Yo estoy de su parte. Espero que lo entienda.
Mitter asintió con la cabeza. El abogado llamó al timbre y a los pocos segundos apareció el vigilante para dejarle salir. Rüger se detuvo en el vano. Pareció dudar.
– Mi hijo me encargó que le saludase. Edwin… Edwin Rüger. Usted le dio clase de historia hace diez años, no sé si le recordará… él le tenía aprecio en todo caso. Era usted un profesor interesante.
– ¿Interesante?
– Sí, ésa fue la palabra que empleó.
Mitter volvió a asentir.
– Sí que le recuerdo. Saludos y gracias.
Se estrecharon la mano y se quedó solo.
3
Un insecto subía por su desnudo brazo derecho. Un bicho obstinado de no más de un par de milímetros; lo miró y se preguntó adónde iría.
Hacia la luz, tal vez. Había dejado la lámpara encendida aunque era plena noche. Por alguna razón le resultaba difícil soportar la oscuridad. No era normal en él; la oscuridad nunca había representado peligro, ni siquiera cuando era un niño… podía recordar varias ocasiones en las que había logrado mayor aprecio del que merecía por su valentía y coraje sólo porque no tenía miedo de la oscuridad. Sobre todo por parte de Mankel y de Li.
Mankel ya había muerto. De lo que había sido de Li no tenía ni idea… era raro que aparecieran ahora; seguro que no les había dedicado ni un pensamiento durante años. Había tantas otras cosas que debían aparecer en lugar de eso… pero ¿quién es capaz de gobernar los arbitrarios mecanismos del recuerdo?
Miró el reloj. Las tres y media. La hora de los lobos. ¿Había soñado algo?
En todo caso había dormido con inquietud. ¿A lo mejor había habido algo en sueños mientras dormía? Los últimos días había ido convenciéndose cada vez más de que todo le llegaría en sueños. Mientras estaba despierto no pasaba nada; al cabo de una semana, aquella noche estaba tan en blanco como la primera mañana… un fallido baño de revelado en el que nada, ni el más mínimo perfil, quería aparecer en el papel… como si él, en realidad, ni siquiera lo hubiera vivido, como si no hubiera pasado absolutamente nada después del salvaje acto amoroso al que se habían entregado. Las últimas imágenes eran nítidas… Las nalgas de Eva que se abrían y se cerraban en torno a su miembro, su espalda absurdamente curvada en el momento del éxtasis, el balanceo de sus pechos y sus uñas clavadas en su piel… Había más de lo que le había contado a Rüger, pero no tenía importancia… Después del abrazo en la cocina, todo estaba vacío. Brillante como un espejo. Como hielo reciente sobre aguas oscuras.
¿Se había dormido, sencillamente? ¿Desmayado? En todo caso estaba desnudo encima de la cama cuando se despertó por la mañana.
¿Qué cojones era lo que había pasado?
¿Eva? Varias veces había oído su voz en sueños, estaba seguro de ello, pero jamás las palabras. Nunca el mensaje, sólo la voz… oscura, burlona, seductora… a él siempre le había gustado su voz.
El piso estaba relativamente limpio y arreglado. A excepción de los restos de la cena en la cocina y las ropas por el suelo, no había señales de nada improcedente. Un par de ceniceros llenos de colillas, vasos a medio beber, la botella en el vestíbulo… él había quitado de en medio lo poco que había antes de que llegara la policía.
Las mismas preguntas. Una vez y otra. De nuevo y de nuevo. Reflejándose a sí mismas en el vidrio del espejo. Rebotando como un puñado de gravilla sobre el hielo. Y no pasaba nada. Nada.
Y si al fin se le apareciera todo en el sueño, ¿cómo podía estar seguro de retenerlo? ¿De no perderlo como hacía siempre?
Los períodos de sueño eran más irregulares que nunca. Nunca más de una hora, con frecuencia sólo quince o veinte minutos.
El último cigarrillo de Rüger había caído hacia las dos… hubiera pagado una fortuna por dar una calada ahora; tenía un picor en el cuerpo del que no podía librarse, una especie de picazón tan profundamente enterrada en la piel que era inaccesible…
Y el hastío.
Un hastío que iba y venía y que a lo mejor resultaba ser una bendición puesto que mantenía alejadas cosas que podían ser peores.
¿Qué era lo que había insinuado Rüger?
¿Quería él verdaderamente saber? ¿Lo quería…?
Sintió una ligera punzada en el hombro. El insecto le había picado. Dudó un instante antes de cogerlo entre el pulgar y el índice y aplastarlo.