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– Nuestras conversaciones desde ahora -interrumpió Münster- son rigurosamente confidenciales. No puede usted decir ni una palabra de lo que acordemos. A nadie. ¿Tiene algo que objetar?

– No… por supuesto que no, pero…

– La investigación depende de su silencio -hizo constar Reinhart.

– Tenemos que poder confiar en usted al cien por cien -dijo Münster.

– Y en que usted siga nuestras instrucciones al pie de la letra -remachó Reinhart.

Suurna se sentó y pellizcó nervioso las bien planchadas rayas del pantalón. Münster pensó por un instante preguntarle a qué se había dedicado el jueves por la noche, pero ya lo habían verificado y el director parecía bastante convencido.

– Por supuesto… por supuesto que estoy a su entera disposición, pero no es posible que… que crean que tiene que ser uno de nuestros… no puedo imaginármelo…

– Gracias, está bien -dijo Münster-. ¿Puede usted advertir que no nos moleste nadie durante por lo menos treinta minutos, bajo ningún concepto?

– Desde luego.

Suurna se puso de pie, se acercó a la mesa escritorio y apretó un botón. Münster se quitó la chaqueta y se remangó la camisa.

– ¿Hay café? -preguntó Reinhart.

No empezaban mal.

– ¿Cuántos profesores forman el claustro, señor Suurna? -preguntó Münster.

– ¿Quiere usted decir todos?

– Absolutamente todos -repitió Reinhart.

– Depende de cómo se cuente… tenemos unos cincuenta con contrato fijo… a tiempo completo, más o menos… y entre quince y veinte a tiempo parcial… algunos con contrato por horas, sobre todo en idiomas raros como swahili, hindi… finlandés…

– Queremos interrogarles a todos mañana -dijo Reinhart-. Empezaremos a las nueve de la mañana y seguiremos hasta…

– ¡Imposible! -exclamó Suurna-. ¿Cómo iba hacerse una cosa así? Yo no puedo…

– Tiene usted que arreglarlo -dijo Münster-. Queremos una lista de todos los empleados… y queremos verlos mañana uno detrás de otro. ¿Qué otras personas hay?

– ¿Cómo?

– Otros que trabajen aquí -dijo Reinhart-. Otras categorías que no se dediquen a la enseñanza.

– ¡Ah!… la dirección, claro, yo mismo y Eger, que es el jefe de estudios, las secretarias y el personal de recepción… el médico y la enfermera… bedeles, asistentes sociales, psicólogos, asesores…

– ¿Cuántos en total?

– Unos veinte o más.

– Es decir, alrededor de ochenta y cinco personas -sumó Münster-. Nosotros seremos cuatro, no habrá problema. Tendrá usted que reservar cuatro habitaciones independientes en las que podamos estar; a ser posible, contiguas.

– ¿Y las clases? -intentó decir Suurna.

– … Cuatro listas con nombres y horas. Veinte minutos per cápita. Una hora para el almuerzo. Si puede usted organizar el almuerzo aquí en la escuela, sería mucho mejor.

– ¿Y los alumnos?

– Propongo que les dé vacaciones -dijo Reinhart-. Estudio en casa o como quiera usted llamarlo. Resultará difícil dar clase, pero haga usted lo que quiera. Yo propongo, en todo caso, que convoque al personal lo más pronto posible…

– ¡Y de ninguna manera un encuentro con los alumnos en el aula! -dijo Münster-. ¿Tiene usted alguna pregunta?

– Tengo que decir… -dijo Suurna.

– Pues bien -dijo Reinhart-. Empezamos a las 09:00 mañana por la mañana. ¿Alguna otra cosa, Münster?

– El correo.

– ¡Ah, claro, claro! ¿Puede usted describir qué rutinas siguen aquí con el correo, señor Suurna?

– ¿Rutinas con el correo?

– Sí… ¿a qué hora llega el correo? ¿Quién lo recoge? ¿Quién lo reparte? Esas cosas…

Suurna cerró los ojos un instante y a Münster se le antojó que pensaba desmayarse. Pequeñas gotas de sudor se veían en su frente y las manos se agarraban con fuerza a los brazos de la butaca… como si estuviera sentado en la silla de un dentista o en una montaña rusa.

– ¿El correo? -repitió Reinhart al cabo de un rato.

– Perdón -dijo Suurna mirando hacia arriba-. A veces me da un poco de vértigo.

¿Vértigo sentado?, pensó Münster. Suurna se secó la frente y carraspeó.

– Reparten dos veces -contestó al fin-. Por la mañana y después del almuerzo… a la una o una y media. ¿Por qué lo preguntan?

– No podemos explicárselo por razones técnicas de la investigación -dijo Münster.

– Y tenga la bondad de no decir ni una palabra de esto tampoco -añadió Reinhart-. ¿Lo recuerda? ¡Es absolutamente indispensable!

– Yo… desde luego…

– ¿Quién se hace cargo del correo?

– Pues… la señorita Bellevue y los bedeles. Varía. Tratamos de ser todo lo flexibles que podemos en lo que se refiere a las tareas de la sección administrativa…

– ¿Tienen ustedes varios bedeles?

– Dos.

– ¿Podría usted enterarse de cómo funcionó el correo el martes de la semana pasada? Quién lo recogió y quién lo repartió.

– ¿El de la mañana o el de después de comer?

– Los dos. Queremos hablar con el responsable, si es posible.

Suurna parecía no comprender.

– ¿Quiere decir… ahora?

– Exactamente -dijo Reinhart-. Si fuera posible, que vengan los bedeles y la señorita…

– Bellevue.

– Bellevue, eso es. Si hace usted el favor de llamarlos ahora mismo, podemos controlar eso inmediatamente.

– No entiendo por qué… -empezó Suurna, pero se calló.

Se levantó y se dirigió al teléfono interno que estaba en la mesa escritorio.

– Señorita Bellevue, haga usted el favor de localizar a Matrisen y a Ferger y venga aquí con ellos inmediatamente. Sí, usted también. ¡Y lo más rápidamente posible, gracias!

Se levantó y miró indeciso a Münster y a Reinhart. Reinhart sacó la pipa y empezó a llenarla.

– Quizá también quiera usted dejarnos solos un rato -dijo, y sacudió unas briznas de tabaco que cayeron al suelo-. Si nos disculpa utilizaremos su despacho como cuartel general…

– No faltaba más…

Suurna se abrochó la chaqueta y desapareció por la puerta.

Münster sonrió. Reinhart prendió la pipa.

30

Rooth se encontró con Bendiksen en la sección romana del Baño Central. Fue a propuesta de Bendiksen; pasaba siempre un par de horas los lunes por la noche en ese lugar y Rooth no tenía nada que objetar después de estar otro día en Majorna.

Bendiksen tenía varias costumbres regulares, al parecer. Como solterón de muchos años seguía un esquema muy cuadriculado en el que las horas de la semana se mantenían bien repartidas y controladas. Se bañaba los lunes, jugaba al bridge los martes y los jueves, asistía a las reuniones de la Asociación de Historia los miércoles. Los días de fiesta hacía deporte y se veía con sus amigos, al cine el viernes, al restaurante el sábado. El domingo iba de excursión, hacía la limpieza y terminaba de leer la novela histórica que sacaba de la biblioteca donde trabajaba desde hacía dieciséis años.

Se lo explicó a Rooth durante los primeros cinco minutos que pasaron en la sauna.

¿Y cuándo cagas?, pensó Rooth, que también era soltero.

– ¿Qué opinión tenía usted de Eva Ringmar? -preguntó Rooth cuando bajaron a la piscina fría.

– De mujeres no sé nada -contestó Bendiksen-, pero sé bastante de cultura griega y de helenística y juego no del todo mal al Culbertson.

– Qué bien -dijo Rooth-. ¿Cuántas veces estuvo con ella?

– Difícil de decir -dijo Bendiksen-. Tres o cuatro, quizá, pero muy por encima.

– ¿Por encima?

– Sí, entre el gentío, por así decir. Nos encontramos por la calle… en la biblioteca una vez. No más que eso.

– Yo creía que era usted amigo de Mitter.

– Así es. Nos conocimos en el instituto y nos hemos tratado desde entonces… de vez en cuando.