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– ¿Cómo?

– ¿Qué quiere usted decir?

– ¿Qué solían hacer?

– A veces tomábamos una cerveza y charlábamos, a veces hacíamos otra cosa… Vamos a la sauna seca, inspector.

– ¿Qué, por ejemplo, señor Bendiksen?

– Llámame Kurt.

Dios me libre, pensó Rooth.

– Hicimos algunos viajes juntos… después del divorcio de Janek, claro. Pescamos bastante… ¿qué es lo que persigue, en realidad?

La sauna estaba vacía. Vacía y al rojo vivo. Rooth suspiró y se sentó en la litera más baja.

– Nada en especial -contestó-. Estamos buscando a un asesino, simplemente. ¿Quién cree usted que apuñaló a Mitter?

– El mismo que ahogó a su mujer.

Rooth asintió.

– Nosotros también lo pensamos. ¿No tiene usted nada que decir que pueda ayudarnos?

Bendiksen se rascó los sobacos.

– Comprenda que yo apenas estuve con él desde que se lió con la señorita Ringmar. Nos vimos junto con otros viejos amigos en Freddy's una noche en el mes de junio. Éramos siete u ocho, así que no hablé mucho con Janek. Y también estuvimos en la Asociación de Historia una vez, a finales de agosto.

– ¿Cómo le encontró?

– Como de costumbre. Pero tampoco hablamos mucho esa vez… no más de un intercambio de ideas acerca de la cultura megalítica si no recuerdo mal. Era el tema de la reunión.

– No se vieron ustedes mucho después de aparecer Eva Ringmar…, ¿por qué?

– ¿Por qué? Porque las cosas son así.

– ¿De qué manera?

– Con las mujeres. Tendrás amigos o mujer, dejó escrito Plinio. Si no tienes amigos, entonces da igual que te cases. ¿No es así, inspector?

– Tal vez sí, pero… ¿No se habían puesto de acuerdo para ir a pescar juntos aquel domingo, después de la muerte de Eva?

– Así es. Solíamos subir siempre a la cabaña de Verhoven…, otro amigo…, un domingo de octubre. Está pegada al lago Sojmen, en la parte este; hay mucha perca, truchas también y tímalos. Verhoven y yo y Langemaar, el jefe de bomberos… no sé si le conoce… Nosotros tres fuimos de todos modos, pero Janek no pudo, claro. Sí, es una historia terrible, inspector. ¿Cree usted que le cogerán? Al asesino, me refiero.

– Seguro -dijo Rooth-. ¿Qué hizo usted el jueves por la noche, por cierto?

– ¿Yo? ¿El jueves? Pues jugar al bridge, como es natural. No se imaginará usted ni por un segundo que yo…

– Yo no me imagino nada -dijo Rooth-. ¿Vamos a tomar una cerveza?

– ¿Ahora? No, no. Primero tenemos que nadar, dar otra vuelta por la sauna de vapor y luego sudar. Después se toma la cerveza. ¿No se ha bañado usted antes en una sauna, inspector?

Rooth suspiró. Dos días se había pasado tratando de obtener información de todo tipo de maníacos, catatónicos y esquizofrénicos, y ahora le había tocado caer aquí, en la sauna seca con el bibliotecario Bendiksen.

¿Por qué me habré hecho policía?, pensó. ¿Por qué no me habré hecho concertista de piano como quería mamá? ¿O cura? ¿O aviador?

Mañana me doy de baja por enfermedad, decidió. Claro que es mi día libre, pero me doy de baja de todas maneras.

Para mayor seguridad.

31

– Santa Catalina es una escuela de chicas, comisario. Nuestras profesoras son mujeres, nuestras encargadas son mujeres, nuestras bedeles, nuestras jardineras, nuestro personal de cocina… todas mujeres. Yo misma soy la directora y mujer. Así ha sido desde el principio en 1882…, solamente mujeres. Creemos que ésta es nuestra fuerza, comisario, a las chicas jóvenes no les sienta bien que los hombres aparezcan en su vida demasiado temprano. Pero me figuro que hablo a oídos sordos.

Van Veeteren asintió y trató de ponerse derecho. Le dolía la espalda, hubiera deseado tumbarse en el suelo con las piernas en el asiento de la silla, eso solía aliviarle…, pero algo le decía que a la directora Barbara di Barboza no le gustaría tener a un tío acostado en su habitación. Bastante malo era ya tener a un tío de visita. Y encima policía.

Pero la espalda le dolía. Era naturalmente por la maldita cama del hotel. Había notado la rigidez al levantarse por la mañana y dos horas de conducción no habían mejorado las cosas precisamente. Tal vez se viera obligado a acudir a Hernández, el quiropráctico, cuando volviera a casa. Hacía seis meses desde la última vez, ya iba siendo hora. Lo peor era, claro está, lo del bádminton.

Precipitarse a recoger las pelotas cortas y esquinadas de Münster podía ser el golpe mortal para una espalda dañada, lo sabía muy bien, pero no tenía ninguna gana de suspender el partido planificado para el martes por la tarde. Así que a joderse.

Cambió el centro de gravedad de la parte derecha a la parte izquierda. Le hizo daño. Lanzó un gemido.

– ¿No se siente usted bien, comisario?

– Sí, gracias, me duele un poco la espalda solamente…

– Depende seguramente de una dieta equivocada. Se sorprendería usted si le contase los efectos de la ingesta en los músculos y en las tensiones musculares.

No me sorprendería, pensó Van Veeteren. Me pondría furioso. Hasta podría empezar a cometer actos por los que me vería obligado a arrestarme a mí mismo.

– Muy interesante -dijo-. Pero desgraciadamente dispongo de poco tiempo, así que debemos concentrarnos en lo que me ha traído hasta aquí.

– ¿La señorita Ringmar?

– Sí.

La señora Di Barboza sacó un archivador de una librería que estaba detrás de ella y lo abrió sobre la mesa escritorio.

– Eva Ringmar, sí. La contratamos el i de septiembre de 1987. Profesora titular de inglés y francés. Dejó el trabajo a petición propia el 31 de mayo de 1990.

Cerró el archivador y lo puso de nuevo en su sitio.

– ¿Qué impresión tenía usted de ella?

– ¿Impresión? Buena, desde luego. La entrevisté personalmente. No había nada que reprochar. Correspondía a mis expectativas, desempeñaba sus clases y el resto de sus obligaciones a la perfección.

– El resto de sus obligaciones… ¿a qué se refiere usted?

– Tenía ciertas obligaciones como tutora y como empleada de esta casa. Somos un internado, como se habrá dado usted cuenta.

Nosotras no solamente nos ocupamos de las colegialas durante las clases. Nosotras educamos a la persona en su totalidad. Éste es uno de nuestros principios. Así ha sido desde siempre… así es como hemos cimentado nuestro prestigio.

– ¿De veras?

– ¿Sabe usted cuántas solicitudes tenemos todos los años? Más de dos mil. Para doscientas cuarenta plazas.

Van Veeteren bajó los hombros y trató de arquear la espalda.

– ¿Sabía usted algo del pasado de la señorita Ringmar cuando la contrató?

– Por supuesto. Lo había pasado mal. Nosotras creemos en las personas, comisario.

– ¿Y sabe lo que ha ocurrido, sabe que ella y su marido han sido asesinados?

– Éste no es un lugar aislado, no lo crea. Leemos los periódicos y estamos al tanto de lo que ocurre en el mundo. Más que mucha gente, me atrevería a decir.

Van Veeteren se preguntó si estaría informada de los hábitos de lectura del cuerpo de Policía, pero no tenía ganas de oírla desarrollar el tema. En lugar de ello, sacó un escarbadientes. Se lo metió en la boca y lo fue haciendo pasar lentamente de una comisura a otra. Di Barboza se bajó las gafas a la punta de la nariz y le contempló críticamente.

No tardará en pedirme de nuevo que le enseñe la documentación, pensó. Hay que ver lo que un simple lumbago puede reducirle a uno la capacidad.

– Bien, comisario, ¿qué más quiere usted saber? No dispongo de mucho tiempo.

Él se incorporó y se acercó a la ventana. Se estiró y miró hacia el parque envuelto en una niebla gris. Se divisaban entre los árboles varios edificios, todos de un ladrillo rojo oscuro como el del «refectorio» en el que residía la directora y el muro de unos dos metros que rodeaba el lugar. Según el modelo anglosajón, toda la cerca estaba guarnecida de cristales rotos; eso le había hecho sonreír al cruzar las puertas…, sonreír y preguntarse si pretendían defenderse de asaltos o de fugas con los simbólicos fragmentos.