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– No será necesario, comisario. Me escaparé yo sola. Tengo una clase dentro de diez minutos, así que vamos a terminar.

Van Veeteren asintió.

– Sólo quiero hacerle una pregunta más. Veo que tiene usted muy buen juicio, señorita Kempf. Le ruego que lo utilice y mejor que no me conteste si tiene usted dudas.

– Entiendo.

– Pues bien… ¿Considera usted posible que durante todo el tiempo que usted tuvo relación con Eva Ringmar hubiera un hombre en su vida…, un hombre que ella, por alguna razón…, mantuviera en secreto?

Eva Kempf se quitó sus gafas ovales. Las levantó hacia la luz y las observó. Les echó el aliento y las limpió con una punta de su túnica roja.

Él se dio cuenta de que era un ritual. Una ceremonia mientras sopesaba sus conclusiones. Qué despilfarro, pensó, es el amor lésbico.

Ella se colocó las gafas y dirigió su mirada a los ojos del comisario. Y luego contestó.

– Sí -dijo-. Lo considero posible.

– Gracias -dijo Van Veeteren.

Salió de Gimsen a las tres y empezó a llover en cuanto tomó la carretera nacional 64. También la oscuridad le cayó encima con rapidez, pero no puso música. Se dedicó a sus pensamientos y conjeturas y al monótono ruido de las ruedas de goma sobre la carretera mojada.

Intentó evocar una especie de imagen de Eva Ringmar, pero seguía escapándosele… como parece que se escapaba de todos los demás. Se arrepintió de no haber intentado obtener más de Mitter, pero ya no había remedio. Tal vez tampoco hubiera sido posible. Mitter lo había conocido hacía seis meses. Se había casado con ella a causa de un extraño impulso y seguramente no sabía más de su vida que lo que, a estas alturas, había logrado saber Van Veeteren.

Porque era en la historia, en el pasado, donde se escondía el asesino. Ya no cabía albergar la menor duda acerca de ello. Durante una serie de años había estado ahí… por lo menos desde el Jueves Santo de 1986, aunque nada contradecía la idea de que todo hubiera empezado incluso antes.

¿No es verdad? ¿Era así?

¿Qué sabía él en realidad? ¿Qué valor tenían todas esas conjeturas a la hora de la verdad?

Si Eva Ringmar era una figura borrosa, los perfiles del asesino eran aún más borrosos. La sombra de una sombra.

Van Veeteren lanzó un juramento y mordió un palillo. ¿Qué es lo que indicaba que andaba por buen camino? ¿No sería que viajaba en la oscuridad en más de un sentido?

¿Y cuál era el jodido móvil?

Escupió las astillas y pensó cuál era el próximo paso. Había un par de posibilidades, a cual más vaga… lo más seguro, claro, sería poner todas las expectativas en Münster y en Reinhart. Con un poco de suerte podría estrecharse la red en torno al instituto Bunge lo suficiente para que cayera en ella algún pez sospechoso digno de ser examinado con más detalle.

Si es que ése era el lugar indicado para pescar.

Eso ya se vería. En cualquier caso había un par de cuestiones que no podían descuidar…, supuso que los interrogatorios empezarían al día siguiente. Hoy, lógicamente, no habrían tenido tiempo más que de clavar sus garras en Suurna y trazar las líneas a seguir. Miró el reloj y pensó que Münster ya debía de haber llegado a casa a esas horas. Se dio cuenta también de que él mismo tampoco tenía demasiadas ganas de seguir cuatrocientos kilómetros más esa noche. Una hora más, tal vez, luego un motel, una conversación con Münster y una buena cena. Un buen pedazo de carne y una salsa cremosa con ajo no estarían nada mal.

Y un vino rico.

Buscó entre las cintas magnetofónicas que estaban a su lado. Encontró a Vaughan-Williams y la introdujo en el magnetófono.

32

Liz Hennan tenía miedo.

Sólo después de haberse duchado larga y minuciosamente y de haber estado despierta media hora en la oscuridad se dio cuenta de que eso era realmente lo que pasaba.

Porque no era algo que le sucediera con mucha frecuencia. Mientras yacía allí con los ojos clavados en el reloj digital que escupía los rojos minutos de la noche, trató de recordar la sensación.

¿Cuál había sido la última vez que había tenido miedo? ¿Tanto miedo como ahora?

Tenía que ser hacía mucho tiempo, eso seguro.

Quizás en la adolescencia. Ahora había alcanzado los treinta y seis años y sí que había habido ocasiones de tener miedo. Bastantes ocasiones, pero ¿no había sido precisamente esa diversidad lo que la había formado? ¿Lo que la había curtido y enseñado?

Que la vida no era tan peligrosa. Claro que no era lo que se dice un paseo, pero eso tampoco se lo había imaginado nunca. Si había algo que su madre había logrado grabar en ella, era seguramente eso.

Había tíos y tíos. Y a veces uno se equivocaba. Pero siempre había una salida, eso era lo bueno. Si uno se había ido abajo o había tropezado con un hijo de puta, no había más que sacudirse la mierda y arriba otra vez. Decirle que se fuera con viento fresco y empezar de nuevo.

Así era y así había sido toda su vida. Buenos ratos y malos ratos. That's life, como solía decir Ron.

El reloj marcaba las 00:24. Le costaba convencerse y tranquilizarse esa noche, lo sentía… lo sentía en el estómago y en los pechos… y en el sexo. Se pasó los dedos por él… seco. Seco como una postilla… eso no solía ocurrir estando tan cerca de un tío…

Miedo, pues.

No era de Ron de quien tenía miedo, aunque no querría estar cerca de él si se enteraba de este nuevo. Pero ¿por qué iba a enterarse de nada? Ella había tenido más cuidado que nunca, no le había dicho una palabra a nadie, ni siquiera a Johanna. No, a decir verdad, a quien echaba de menos en ese momento era a Ron. Deseaba que estuviera acostado detrás de ella, bien cerca, rodeándola con un fuerte brazo protector…

Así debía haber sido. Se había casado con Ron tres años antes y no habían sido años malos. Pero ahora no estaba en casa… durante dieciocho meses más ésta no sería su casa y era un tiempo de espera terriblemente largo. El próximo permiso lo tendría dentro de tres semanas y estaba empeñado en que tenía que ir a Hamburgo a ver a ese Heinz de los cojones. En lugar de estar con ella, el muy cabrón. ¿Qué derecho tenía a hacerle reproches si ella se iba con otro tío de vez en cuando?

Sí, claro que tenía miedo de lo que Ron hiciera si se enteraba, pero éste no era un miedo de ese tipo. Le daría una buena paliza, la echaría de casa una temporada, pero esto era otra cosa. Lo sentía…

Para decir la verdad no sabía cómo lo sentía; tenía que ser algo nuevo… ella que pensaba que ya no había nada nuevo, que ya había experimentado todas las cabronadas habidas y por haber… lo sentía… ¿horroroso?

¿Era impropia la palabra miedo?, se le ocurrió de pronto. ¿Demasiado débil? ¿No sería algo más fuerte?

¿Pánico?

Se estremeció. Se arrebujó bien en el edredón.

Sí, era eso. Era una viscosa sensación de pánico. Este nuevo hombre le inspiraba pánico.

Estiró la mano y encendió la lámpara. Se sentó contra la pared y encendió un cigarrillo. ¿Qué coño pasaba? Dio varias profundas caladas y trató de ordenar sus pensamientos.

Esta noche había sido la tercera vez que se encontraban y tampoco esta vez se habían acostado…, eso ya bastaba para entender. Algo había que funcionaba mal.

La primera vez, ella tenía la regla. Al recordarlo, se dio cuenta de que él se había sentido más bien aliviado.

La segunda vez habían ido al cine. No habían quedado en otra cosa.

Pero esta noche debía haber sido la decisiva. Habían tomado unas copas, habían visto un programa idiota en la tele, ella llevaba un vestido ligero y flojo y nada debajo, y estaban sentados en el sofá. Ella le había acariciado la nuca, pero lo único que él hizo fue quedarse petrificado… quedarse petrificado y poner una pesada mano en la rodilla de ella. Y dejarla allí posada como un pez muerto mientras bebía vino ávidamente.