Luego se disculpó diciendo que no se sentía bien y fue al cuarto de baño. Se marchó poco después de las once.
El sábado sería la cuarta vez. Él iba a recogerla directamente después del trabajo. Darían una vuelta en el coche si el tiempo no era demasiado malo y luego irían a casa de él…, estaba empeñado en que se quedara a pasar la noche. Media hora después de haberla dejado la llamó por teléfono para hacer los planes…, se disculpó de nuevo por no haber estado en forma. Y ella había aceptado, claro. Había dicho que sí.
Casi antes de colgar el auricular ya estaba arrepentida. ¿Por qué no le había dicho que estaba ocupada? ¿Por qué era tan estúpida que le decía que sí a un tío que no le gustaba?
¿Por qué no aprendía de una puta vez?
Aplastó la colilla irritada y notó que el miedo empezaba a ceder ante la rabia. A lo mejor era una señal.
Una señal de que sólo eran imaginaciones suyas. Tan peligroso no iba a ser. Había tenido tantos hombres en su vida que malo sería que no pudiera con uno más. Malo sería que no consiguiera llevar a ese John, que era como decía llamarse, al sitio donde quería tenerle.
Contenta con esas conclusiones, apagó la luz y se dio media vuelta. Eran horas de dormir. Tenía que levantarse a las siete, estar en su puesto en la tienda a las ocho y media… como de costumbre. Justo antes de dormirse alcanzó a tomar dos decisiones, que se prometió recordar en cuanto se despertara por la mañana.
Lo primero, hablaría con Johanna de todas formas. La obligaría a guardar el secreto bajo siete llaves, naturalmente, pero la pondría al corriente de la situación.
Lo segundo, vería a ese tío el sábado, pero como se torciera lo más mínimo, se daría media vuelta inmediatamente y se acabaría todo.
Así haría.
Una vez decidido todo esto, Liz Hennan logró por fin conciliar el sueño.
Ahora, con los pensamientos en cosas más pedestres.
Como, por ejemplo, lo caras que eran unas zapatillas de deporte que pensaba comprar para mejorar un poco la velocidad corriendo y quemando calorías.
Lo cual, naturalmente, debe haber significado tanto una mala inversión como una vanidad inútil ya que sólo le quedaban tres días de vida.
33
– ¿Dónde está Reinhart? -dijo Van Veeteren haciendo una cruz con dos palillos usados en la carpeta del escritorio.
– ¡Aquí! -gritó Reinhart empujando la puerta-. Me metí un momento en la subasta de libros. ¿Llego tarde?
– ¿Quién coño tiene tiempo de leer libros? -dijo Rooth.
– Yo -contestó Reinhart instalándose junto al radiador-. Qué asco de tiempo, por cierto. No se explica que la gente se tome la molestia de salir a la calle a matarse.
– ¿Salir a la calle? -dijo deBries estornudando dos veces-. Casi todos los que yo conozco se matan dentro de casa.
– Sí, pero eso es porque no pueden salir -dijo Rooth-. Es natural que se enerven unos con otros cuando tienen que estar metidos en casa viendo cómo llueve un día sí y otro también.
– Anteayer dejó de llover por la tarde -dijo Heinemann.
– ¿Empezamos? -preguntó Van Veeteren.
Pasó revista al grupo: Münster, Reinhart, Rooth, deBries, Jung y Heinemann. Con él eran siete. Siete policías encargados del mismo caso. Eso no pasaba todos los días.
Aunque claro que todavía era la primera semana. Los periódicos aún seguían escribiendo. El asesino psicópata… el instituto de la muerte. Y cosas por el estilo. Aunque la cantidad de texto disminuía notablemente en cada nueva edición… seguro que podía contar con que a algunos les dedicaran a otras tareas a partir del lunes. DeBries, Jung y Heinemann… tal vez también Rooth.
Pero por el momento estaban todos. Hiller había hecho algunas promesas, tanto en la televisión como en los periódicos. Pronto sería el momento de solicitar dinero para el próximo año. No estaría mal tener un asesino encerrado antes de Navidad.
Y esta vez el verdadero asesino.
Rooth se sonó. Reinhart parecía necesitar hacerlo también, pero en lugar de ello encendió la pipa. Van Veeteren movió la espalda con cuidado. El partido del martes con Münster había dejado sus huellas, sin duda. Le dolía, sobre todo sentado. Miró de reojo a deBries y a Heinemann. También tenían un aspecto bastante mustio, a causa del resfriado o de la falta de sueño… Para ser sinceros, el grupo no resultaba muy impresionante.
Nada para mostrar en una emisión en directo, pensó. Había que esperar que el interior tuviera un aspecto algo mejor que la cáscara.
– ¿Empezamos? -repitió.
– ¿Majorna primero?
Van Veeteren hizo un gesto afirmativo y deBries sacó un cuaderno de la cartera.
– No hay mucho -dijo-. Hemos hablado con todos los seres vivos que hay allí, excepto con los mudos y las plantas… médicos, personal, pacientes… en total 116 personas. Aproximadamente cien no han visto nada, pero la mitad cree que lo han hecho ellos. Muchos han tenido sueños y visiones…, ¡acojonante! Cuatro han confesado ser autores del crimen.
Hizo una pausa para sonarse.
– Sin embargo, hemos conseguido una imagen que seguramente es correcta. En un noventa y cinco por ciento, en todo caso. El asesino se presentó en la recepción un par de minutos después de las cinco… preguntó por el paciente Janek Mitter… dijo que era una colega y quería visitarle. No era nada raro. Mitter ya había recibido varias visitas anteriormente.
– ¿Utilizó la palabra colega? -preguntó Van Veeteren.
– Sí, de eso están seguros… había dos personas en la recepción cuando apareció…
– ¿Y las dos se olvidaron de ella? -dijo Reinhart-. Bien hecho.
– Bueno, sólo fue una de ellas la que dio el relevo al personal de la noche -dijo Rooth-. Hicimos bastantes preguntas acerca del tono de la voz, naturalmente, y parece más que probable que se trataba de un hombre. Tuvo que preguntar el camino un par de veces más y todos tienen la impresión de que había algo raro en la voz.
– O. K. -dijo Van Veeteren-. Ya hemos dado por hecho que era un hombre. ¡Sigue!
– Respecto al escondite -continuó deBries-, no sabemos nada, en realidad. Hay bastantes posibilidades…, para ser exactos, dieciséis sitios diferentes que no estaban cerrados con llave… almacén, servicios, cuartos de estar y todo tipo de trasteros y cuartos de limpieza…
– Yo creía que lo tenían todo cerrado excepto a los pacientes -interrumpió Reinhart.
– Pues no, no es así -dijo Rooth-. En todo caso no hemos encontrado la más mínima huella por ningún lado.
– No creo que eso tenga mucha importancia -dijo Van Veeteren-. ¡Mejor vamos a la carta!
Rooth hojeó su cuaderno.
– Hemos controlado lo que hizo Mitter el lunes desde que se despertó… hasta el momento en que le entregó la carta a Ingrun.
– ¿Ingrun?
– El cuidador ese… recibe la carta exactamente a las dos y cinco. Lo que queríamos saber era si Mitter, en algún momento, antes de empezar a escribir consultó un listín de teléfonos… pensando en la dirección.
– Concéntrate en el tiempo después del almuerzo -dijo Van Veeteren-. Eso basta.
– Sí, es de suponer. Tenemos un detalle interesante por la mañana también, pero podemos volver sobre él luego… Hay una cabina de teléfonos en cada piso para uso de los pacientes… En las cabinas hay también un listín del distrito… Mitter termina de almorzar en el comedor a eso de la una y cuarto, después se sienta unos diez minutos en el cuarto de fumadores junto con varios pacientes y dos cuidadores. Luego, según dos personas que le observan, va al servicio… sale unos minutos después de la media… aquí hay un pequeño cabo suelto. Uno dice que va a su cuarto un rato, otros sostienen que va directamente a la recepción de la planta para pedir el recado de escribir… y que tiene que esperar unos minutos. Como quiera que sea, Ingrun llega a la recepción a las dos menos cuarto. Se encuentra a Mitter esperando, coge pluma, papel y sobre y va con Mitter al cuarto de estar… se queda fuera los diez minutos que tarda en escribir; y se queda allí porque quiere fumar un pitillo con tranquilidad. Acaba de tomar café en el comedor del personal…