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– ¿Cuántos son?

Münster sacó su cuaderno y lo hojeó.

– ¿Los hombres?

– Sí, sólo los hombres, claro.

– Once.

– ¿Tantos?

– Sí, cambian bastante. Y quizá no sea tan raro, después de todo.

– ¿Cuántos tienen coartada para el primer asesinato?

– ¿Sólo para el primero?

– Sí.

Münster buscó en su cuaderno.

– Uno -dijo.

– ¿Sólo uno?

– Sí.

– Quedan diez. ¿Hay alguno de ellos en la lista de Mitter?

– Se la diste a Rooth.

Van Veeteren sacó otro papel del cajón de la mesa.

– ¿Has oído hablar de duplicados, intendente?

Münster cogió la lista y empezó a comparar. Van Veeteren se levantó y se acercó a la ventana. Se quedó de pie con las manos a la espalda mirando la lluvia.

– Dos -dijo Münster-. Tom Weiss y Erich Volker.

– ¿Tan reciente es Weiss?

– Sí… prácticamente llegó al mismo tiempo que Eva Ringmar.

– Ah, ¿sí? Y Erich Volker… ¿quién coño es?

– Enseña física y química -dijo Münster-. Contratado en septiembre del 91.

– Interesante -dijo Van Veeteren-. Si yo estuviera en vuestro caso le apretaría un poco más… a los otros también, desde luego…, y a Weiss. ¡Dame la lista de los nuevos!

Münster se la dio. Van Veeteren la estudió durante medio minuto mientras refunfuñaba y se mecía apoyándose en los talones y en las puntas de los pies.

– Ya, ya, pues sí -dijo-. Tal vez… y tal vez no. Nunca se sabe…

Münster esperó una aclaración, pero fue en vano.

– ¿Algún otro dato? -preguntó al cabo de un rato.

– El Jueves Santo de 1986 -dijo Van Veeteren.

– ¿Qué quiere decir eso?

– El Jueves Santo de 1986. Si el individuo en cuestión se encontraba en Karpatz en un coche a la hora del almuerzo… entonces es él. Junto con Eva Ringmar, se entiende…

Münster tenía aspecto de haber comido algo inadecuado. Pero asintió y tomó nota. Tenía experiencia.

– ¿Algo más? -preguntó.

– Todo abril y todo mayo del 86 -dijo Van Veeteren-. En Karpatz, claro, pero no se os ocurra ir de frente. Si tiene la más mínima sospecha se nos escurrirá de las manos.

Münster volvió a tomar nota.

– ¿Eso es todo?

Van Veeteren asintió con la cabeza. Münster se metió el cuaderno en el bolsillo.

– ¿El lunes?

– El lunes -dijo Van Veeteren.

– ¿A qué piensa dedicarse usted, comisario? -preguntó Münster desde la puerta.

Van Veeteren se encogió de hombros.

– Ya veremos -dijo-. A Beate Lingen para empezar.

Münster cerró la puerta tras de sí.

¿Quién coño es Beate Lingen?, pensó. Bueno, nada de bádminton en unos cuantos días, algo es algo… si trabajaba durante todo el viernes hasta podría tener un fin de semana completamente libre.

Cuando llegó a su despacho, sonó el teléfono.

– Una cosa más -dijo Van Veeteren- ya que estáis en ello. El i de junio también es una buena fecha… de 1986. El sábado por la tarde en las inmediaciones de los lagos Maaren…, pero eso no es más que una ocurrencia y tenéis que andar con pies de plomo. ¿Has entendido?

– No -dijo Münster.

– Está bien -dijo Van Veeteren, y colgó.

35

El viernes se quedó en casa.

Se despertó a eso de las nueve y conectó el teléfono.

Abrió el listín de teléfonos por las páginas de las agencias de viajes y antes de haber salido de la cama ya había reservado el billete. Salida con las Australian Airways el jueves 5 de diciembre a las 07:30. La vuelta, abierta.

Luego desconectó el teléfono y se levantó a desayunar.

Se sentó a la mesa de la cocina. Prestó oídos a la lluvia. Masticó una buena rebanada de pan integral con queso y pepino. El diario de la mañana extendido frente a él… y de pronto fue invadiéndole una sensación.

Una sensación de bienestar. Intentó reprimirla, pero allí estaba… cálida y obstinada y completamente inequívoca. Una noción de gratitud ante la insondable riqueza de la vida.

Ocurriera lo que ocurriera, dentro de… siete días estaría sentado tomando su desayuno en un balcón de un hotel en Sidney. Hojeando distraídamente la guía de la Gran Barrera de Arrecifes. Encendería un cigarrillo y volvería la cara hacia el sol.

Antes de ello, o bien habría dado caza a un asesino, o bien se habría despedido de su trabajo.

Era un juego en el que sólo había ganadores. Una mañana llena de libertad. Sin un perro tumbado vomitando delante de la nevera. Sin una esposa que tuviera intención de regresar a casa. La puerta cerrada. El teléfono desconectado.

Se acordó de Ferrati y las bragas. Vaya putada. La vida era, pese a todo, una sinfonía.

Y luego pensó en Mitter. Y en Eva Ringmar, a quien nunca había llegado a ver en vida. Era de ella de quien se trataba.

Y se dio cuenta de que la sinfonía era en tono menor.

A las once había terminado de leer el periódico. Preparó un baño de espuma, puso las suites de violoncelo de Bach a todo volumen, encendió una vela sobre la tapa del retrete y se metió en el agua.

A los veinte minutos no había movido un músculo, pero se le había ocurrido una idea.

Del calor del agua, de la llama de la vela, del áspero tono del violoncelo, había nacido una idea.

Era una idea terrible. Una posibilidad que preferiría alejar de sí. Ahogarla, apagarla de un soplo, cerrarla. Era la imagen de un asesino.

No, no lo tenía, pero había un camino.

Un camino posible que no tenía más que recorrer hasta su término. Seguir tan lejos como pudiera y ver qué se escondía al final.

Por la tarde se acostó en el sofá a oír más Bach. Se durmió un rato y despertó a oscuras.

Se levantó, apagó el magnetófono y conectó el teléfono.

Dos llamadas.

La primera a Beate Lingen. Ella le recordaba; lo dijo y él lo notó en su voz. Así y todo, consiguió invitarse a un té el sábado por la tarde. Ella disponía de una hora, ¿era suficiente?

Lo era, contestó él. Ella no era más que una parada en el camino.

La otra a Andreas Berger. Buena suerte con él también. Fue quien le contestó la llamada. Leila estaba fuera con los niños. Podía hablar sin problemas y ésa era la condición.

– Tengo una pregunta que es muy personal. Creo que puede ser la llave de toda esta tragedia. No me conteste si no quiere.

– Entiendo.

El comisario hizo una pausa. Buscó las palabras.

– ¿Era Eva una… buena amante?

Se hizo un silencio. Pero la contestación se oyó ya en el silencio.

– ¿Va usted a… va a utilizar usted lo que yo diga de alguna manera? Quiero decir…

– No -dijo Van Veeteren-. Le doy a usted mi palabra.

Berger carraspeó.

– Ella era… -empezó con prudencia-. Eva hacía el amor como ninguna otra mujer. No es que yo haya estado con muchas, pero creo que puedo afirmarlo de todos modos… Era… yo no sé, las palabras resultan tan pobres… era ángel y puta… mujer y madre… y amiga. Ella lo satisfacía todo… eso es, todo.

– Gracias, eso explica bastantes cosas. No haré mal uso de lo que usted ha dicho.

El sábado amaneció con un cielo pálido y ligeras nubes a la deriva.

El sol parecía frío y lejano y soplaba viento del mar. Salió por la mañana y dio un paseo por los canales y notó para su sorpresa que podía respirar. La atmósfera era seca, había en ella un perfume de invierno.

A las dos cogió el tranvía para ir a Leimaar. Beate Lingen vivía en una de las casas de reciente construcción en la cima de la colina. Su piso estaba muy alto, en la sexta planta, con vistas sobre toda la ciudad… sobre las llanuras y sobre el río que serpenteaba hacia la costa.

Tenía una terraza acristalada con calefacción de rayos infrarrojos y plantas de tomate, y allí estuvieron sentados todo el tiempo tomando té ruso y finas galletas Kremmen con mermelada.