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Era evidente que no habían intentado ocultar el cuerpo; el señor Moussère lo descubrió antes de que su pastor alemán llegara al matorral, aunque sus esfuerzos por mantener a raya los instintos naturales del animal deban considerarse como infructuosos.

La policía recibió el aviso por medio del teléfono de una cabina próxima y la llamada fue registrada a las 06:52. Los primeros en llegar, al cabo de escasos minutos, fueron los inspectores Rodin y Markovic, integrantes de la patrulla número 26, que inmediatamente acordonaron la zona y llevaron a cabo el primer interrogatorio del señor Moussère.

A las 07:25 llegó el inspector Reinhart en compañía del inspector Heinemann y dos técnicos. El equipo médico llegó veinte minutos más tarde, y el primer periodista, Aaron Cohen, del Allgemejne, no apareció hasta las ocho y media. Era evidente que alguien se había dormido mientras escuchaba la radio de la Policía, pero, en todo caso, no había sido Cohen, según aseguró.

Hasta aquí estaba todo claro y Reinhart pudo, por una vez, dar una imagen bastante pensada y debidamente retocada de la situación.

La muerta era, por lo que podía deducirse, una cierta Elizabeth K. Hennan, de treinta y seis años, natural de Maardam, empleada en la tienda de souvenirs Gloss, en la plaza Karlstorget. Aunque el cuerpo se había encontrado desnudo, la identificación había funcionado sin dificultad puesto que las pertenencias de la víctima fueron halladas un poco más adentro en los mismos arbustos ya mencionados. Allí se encontraron ropas, llaves y documentos de identidad.

La hora del crimen aún no estaba fijada, pero el médico de la Policía, Meusse, se había atrevido a hacer una aproximación. A juzgar por la temperatura del cuerpo y el grado de rigor mortis, debería de haber dejado de vivir en algún momento entre la una y las tres de la madrugada.

En cuanto a la causa de la muerte, no había la menor duda. Elizabeth Hennan había sido asesinada por estrangulamiento, probablemente en un lugar distinto del lugar al que fue llevada y donde después fue encontrada. No había signos de que hubiera ofrecido resistencia a su asesino, cosa que se explicaba por el hecho de haber quedado primero inconsciente por el golpe de un objeto romo en la sien.

Entre los retoques del informe de Reinhart está por ejemplo no mencionar el hecho de que el cuerpo fue objeto de una cierta violencia sexual, probablemente tanto antes como después del momento de la muerte.

El jefe de Policía Edmund Hiller fue informado del asesinato a las nueve de la mañana, mientras desayunaba en su casa, y éste, en el acto, ordenó al intendente Reinhart que dirigiera la investigación. Al mismo tiempo desenganchó a los inspectores Rooth y Heinemann del caso de los llamados asesinatos de profesores y los puso a disposición de Reinhart.

Ni Hiller ni ninguna otra persona tenían en ese momento el menor motivo para sospechar que hubiera una relación entre ambas tareas.

Cuando el comisario Van Veeteren fue a recoger esa misma mañana su Toyota rojo en el parque de la Policía, no tenía ninguna información acerca de los sucesos de la noche, pero claro está que no hay nada que indique que el hecho de conocerlos hubiera cambiado el posterior desarrollo de los acontecimientos en algún extremo sustancial.

III

Domingo i de diciembre – jueves 5 de diciembre

37

La ciudad de Friesen no parecía haberse molestado en levantarse de la cama este domingo de diciembre helado y gris. A las dos y media aparcó Van Veeteren delante de la estación de ferrocarril y al cabo de unos minutos había encontrado el restaurante Poseidón, que estaba en el sótano en la parte norte del mercado.

El local estaba desierto, pero a pesar de ello eligió con mucho cuidado una mesa en un reservado situado en el rincón más profundo.

Se sentó en la penumbra y pidió una cerveza. El camarero era rechoncho y completamente calvo y recordaba a un gánster cinematográfico que había visto hacía muchos años.

En toda una serie de películas, probablemente, pero el nombre se le escapaba. Tanto el del personaje como el del actor.

Y mientras estaba esperando a Ulrike deMaas, fue apoderándose de él una sensación nueva… la sensación de que ése era el lugar exacto.

La sensación de que era allí adonde debía haber ido mucho antes para tener una conversación con esta vieja amiga. Se notaba en el aire y en el húmedo vacío que había allí dentro. Como si ese restaurante y esa tarde de domingo hubieran estado esperando por él. Si todo hubiera sido una película, ésta sería la secuencia previa necesaria, la que podría haberse cortado y montado varias veces. De la que hubieran podido mostrarse pequeños e instantáneos destellos a través de toda la historia… Era todo muy evidente, pero era también ese tipo de conocimiento que la mayoría de las veces prefería apartar de sí. Esa intuición que se apoderaba de él y que casi le hacía figurarse que era una especie de instrumento de una justicia superior, una herramienta que jamás se equivocaba, ni siquiera en el caso veintiuno…

De cualquier manera no era nada de lo que ufanarse. Se acordó de cómo una vez dio con un violador encerrándose en su despacho y haciendo solitarios durante media hora…, pero no iba a ir con eso a las conferencias de los nuevos aspirantes a policías.

Tomó lentamente su cerveza mientras esperaba. Estaba como un padrino impasible a la luz amarillenta y sucia que alumbraba la mesa. El calvo había aparecido para encender una vela y señalar así que la zona estaba ocupada, pero por lo demás se mantenía en la sombra esperando, como Van Veeteren a Ulrike deMaas.

Ella apareció un minuto o dos después de las tres, como había dicho. Era una mujer esbelta y morena vestida con una trenca y un pañuelo de flores. Su trabajo en el museo había terminado a las tres; estaba al otro lado de la plaza, no se tardaba mucho en apagar las luces y cerrar… Van Veeteren supuso que la frecuencia de visitantes iba a la par de la del Poseidón; era domingo, el primero de Adviento además, la gente debía de tener otras cosas que hacer que ir al museo local o a un restaurante.

– ¿Comisario Van Veeteren?

– Van Veeteren… Siéntese, por favor. ¿Es usted Ulrike deMaas?

Ella asintió y colgó la trenca en el respaldo de la silla.

– Tiene que disculparme por preferir encontrarme con usted aquí y no en mi casa, pero tengo una situación un poco complicada en este momento… y usted me dijo que quería que tuviéramos una conversación con toda tranquilidad.

Sonrió levemente.

– No puedo imaginarme un lugar mejor que éste -dijo Van Veeteren-. ¿Qué quiere usted comer?

El calvo había surgido de entre las sombras.

– ¿Comer? -vaciló Ulrike deMaas.

– Por supuesto -dijo Van Veeteren-. He conducido durante dos horas, otras dos para volver a casa. Un guiso en la oscuridad del otoño es lo menos que puedo desear. Pida usted lo que quiera…, paga el Estado.

Ella volvió a sonreír, esta vez con un poco más de aplomo. Se quitó una cinta del pelo y dejó caer una melena castaña. Van Veeteren recordó que era un viejo policía al que sólo le faltaban diez años para la jubilación.

Ella encendió un cigarrillo.

– ¿Sabe usted, comisario?, cuando leí la noticia de su muerte fue como si… bueno, no como si hubiera estado esperándolo, pero ni me chocó ni me espantó… o, lo que suela pasar en estos casos. ¿No es extraño?

– Quizás. ¿Puede explicarlo un poco más?

Ella dudó un momento.

– Eva… Eva era una persona así, en cierto modo… vivía con riesgo…, tal vez sea mucho decir, pero había algo… dramático en ella.