Cuando se lo tragó sintió a lo sumo que era como una miga de pan.
Se volvió hacia la pared. Permaneció allí con la cara pegada al cemento, a la escucha de ruidos. Lo único que podía oír era el monótono soplo del sistema de ventilación.
Explotará, pensó. Es cuestión de tiempo.
Cuando llegó el carro del desayuno poco después de las siete, seguía acostado en la misma postura. Sin embargo, no había pegado ojo.
4
El resfriado de Rüger no había mejorado nada.
– Debería tomarme un coñac y meterme en la cama, pero tengo que hablar un poco con usted antes. ¿Ha dormido bien?
Mitter dijo que no con la cabeza.
– ¿No ha dormido nada?
– No mucho.
– Ya. Se le nota. ¿No le han dado pastillas? ¿Algún tranquilizante?
– No.
– Yo me ocuparé de ello. No podemos dejar que le hundan. ¿No creerá usted que esta larga espera antes del juicio es una casualidad?
Hizo una pausa para sonarse.
– Ah, sí. El tabaco.
Puso un paquete de cigarrillos en la mesa. Mitter rasgó el papel de celofán y notó que no controlaba bien sus manos. La primera chupada le cegó los ojos.
– Van Veeteren volverá a interrogarle esta tarde. Yo quisiera estar presente, pero no puede ser. Le ruego que diga lo menos posible… ¿sabe usted que tiene derecho a guardar silencio todo el tiempo?
– Tenía la impresión de que me lo desaconsejaba.
– En el juicio, sí. Pero no ante la policía. Usted calle y deje que pregunten. O diga solamente que no se acuerda. ¿Comprende?
Mitter asintió. Empezaba a sentir cierta confianza en Rüger, sin querer o queriendo. Se preguntó si se debería a la falta de sueño o al agravado catarro del abogado.
– Lo más estúpido que puede hacer es suponer cosas, adivinar y especular para luego verse obligado a desdecirse. Cada palabra que diga durante los interrogatorios podrá usarse contra usted durante el proceso. Si usted por ejemplo le dice al comisario que meta las narices donde le quepan, puede estar completamente seguro de que se lo contará al jurado… como prueba de su mal carácter. ¿Le apetece una taza de café?
Mitter negó con la cabeza.
– Bueno. Quiero hablar con usted de la mañana.
– ¿La mañana?
– Sí, cuando usted la encontró… hay algunos puntos oscuros…
– ¿Cuáles?
– Sus… actividades después de llamar a la policía.
– Usted dirá.
– Limpió usted el piso mientras su esposa estaba en la bañera.
– No hice más que recoger algunas cosas.
– ¿No le parece que es algo raro?
– No.
– ¿Qué es lo que hizo exactamente?
– Quité unos vasos, vacié un cenicero, recogí nuestras ropas…
– ¿Por qué?
– Pues… no sé… supongo que, en cierto modo, estaba bajo los efectos de un shock. En todo caso no quería volver al cuarto de baño.
– ¿Cuánto tardó en llegar la policía?
– Un cuarto de hora… veinte minutos tal vez…
– Sí, coincide bastante bien. Su denuncia se registró a las 08:27 y, según el informe, estaban allí a las 08:46. Diecinueve minutos… ¿qué hizo usted con la ropa?
– La metí en la lavadora.
– ¿Toda?
– Sí, no era mucha.
– ¿Dónde tienen la lavadora?
– En la cocina.
– ¿Y usted lo metió todo en ella?
– Sí.
– ¿Y la puso en marcha?
– Sí.
– ¿Suele usted ocuparse de lavar la ropa?
– He vivido solo diez años.
– Sí, bueno, pero ¿la clasifica también? ¿Era toda la ropa de la misma clase verdaderamente? Habría diferentes colores y materiales y cosas así, supongo yo.
– Pues no, la verdad es que todo era ropa oscura.
– ¿Lavado de color?
– Sí.
– ¿A qué temperatura?
– A cuarenta grados. Algunas prendas podían ponerse a sesenta, pero en general no tiene mayor importancia…
Se hizo una pausa. Rüger se sonó. Mitter encendió otro pitillo. El tercero. El abogado se echó hacia atrás y miró al techo.
– ¿No se da usted cuenta de lo jodidamente raro que es todo esto?
– ¿Qué es lo raro?
– Que ponga usted en marcha la lavadora justo después de haber encontrado a su esposa muerta en el cuarto de baño.
– No sé… tal vez…
– ¿O es que puso usted la lavadora antes de telefonear a la policía?
– No, telefoneé inmediatamente.
– ¿Inmediatamente?
– No… me tomé un par de pastillas antes. Tenía un dolor de cabeza horroroso…
– ¿Qué más cosas hizo mientras esperaba a la policía…? Vació ceniceros, enjuagó vasos, lavó ropa…
– Tiré comida a la basura… arreglé un poco la cocina…
– ¿No regó usted las plantas?
– No.
– ¿Ni limpió los cristales?
Mitter cerró los ojos. La confianza inicial ya estaba a punto de agotarse, se veía claramente. A lo mejor fueron sólo los cigarrillos los que sentaron la base de la confianza. El que fumaba en ese momento no sabía nada bien. Lo estrujó con irritación.
– ¿Se ha encontrado usted a su esposa muerta en la bañera alguna vez, señor Rüger? Si no y a pesar de ello, tal vez pueda usted decirme cómo hay que comportarse mientras se espera a la policía, podría ser interesante saber…
Rüger había vuelto a sacar el pañuelo, pero se interrumpió.
– Pero ¿es que no se da cuenta, hombre?
– ¿De qué?
– De que se comporta como un sospechoso acojonante. ¡Tiene usted que entender de una puta vez cómo va a interpretarse eso… fregar vasos, lavar ropa! ¡Si eso no es borrar huellas, que venga Dios y lo vea!
– Usted presupone que yo la maté, lo noto.
Rüger se sonó.
– Yo no presupongo nada. Y menos mal que su conducta es tan estúpida que, probablemente, va a reportarle más ventajas que inconvenientes.
– ¿Qué quiere decir?
– Usted ahoga a su mujer en la bañera. Logra cerrar la puerta desde fuera, se desnuda y se acuesta y se olvida de todo. Por la mañana se despierta, entra en el cuarto de baño rompiendo la cerradura y la encuentra… se toma un par de tabletas contra el dolor de cabeza, telefonea a la policía y empieza a lavar ropa…
Mitter se puso de pie y fue hasta la cama. Un cansancio repentino se había apoderado de él, de pronto su deseo más intenso era que el abogado desapareciera y que le dejara en paz.
– Yo no la maté.
Se estiró en la cama.
– No, usted en todo caso no lo cree. ¿Sabe usted que no me parece imposible que le hagan someterse a un reconocimiento psiquiátrico? ¿Cómo se lo tomaría usted?
– ¿Quiere decir que no pueden obligarme?
– No si no hay razones suficientes.
– ¿No las hay, pues?
El abogado se había levantado y estaba poniéndose el abrigo.
– Difícil de decir… difícil de decir. ¿Qué piensa usted?
– No tengo ni idea.
Cerró los ojos y se encogió contra la pared. De lejos oyó que el abogado decía algunas cosas más, pero el cansancio se había convertido en un vertiginoso y profundo abismo en el que se dejó caer sin resistencia.
5
El comisario Van Veeteren no estaba resfriado.
Tenía en cambio cierta tendencia a coger depresiones cuando hacía mal tiempo y, como llevaba lloviendo casi sin interrupción diez días, la melancolía había tenido mucho tiempo para echar raíces en él.
Cerró la puerta y puso en marcha el coche. Puso el magnetófono.
El concierto para mandolina de Vivaldi. Como de costumbre, algo fallaba en uno de los altavoces. El sonido se iba a veces.
No era sólo la lluvia. Había otras cosas también.
Su mujer, por ejemplo. Por cuarta o quinta vez -no estaba seguro del número exacto- estaba camino de volver con él. Hacía ocho meses que se habían separado de forma irrevocable, por última vez, y ahora ella empezaba a telefonear de nuevo.