En la última página del cuaderno escribió el sexto nombre.
Contempló la lista un rato. Tres mujeres y tres hombres. Había un equilibrio aunque uno de los hombres sólo era un niño.
Escribió también las fechas. Intentó encontrar una especie de armonía también en ellas, pero resultó más difícil… los tiempos estaban repartidos a lo largo de años y de meses; la única tendencia era que los intervalos se reducían… ocho años… seis años… seis años de nuevo… siete semanas… diez días…
Cerró el cuaderno y lo metió en el compartimento exterior. Miró el reloj. Las cinco y unos minutos. Fuera, la oscuridad seguía siendo total. Las maletas estaban ya hechas encima de la cama. No había ninguna razón para esperar. Largarse y ya.
Dejar todo tras de sí una vez más.
El cansancio le punzaba como si fueran clavos y se prometió a sí mismo no conducir demasiado rato. Doscientos o trescientos kilómetros, quizás. Luego un motel y una cama.
Lo importante era alejarse de aquí. Irse.
Sólo con poder dormir estaría en condiciones de asumir la vida mañana mismo. Y esta vez desde el principio.
Sin lo viejo. Eso ya había pasado. Supo que, por fin, estaba listo.
Mañana. En un lugar nuevo.
39
– ¿Qué coño hacen ustedes aquí? -dijo Suurna.
– Vengo a hacer una visita a mi antiguo instituto -contestó Van Veeteren-. ¿Desde cuándo dicen palabrotas los directores?
– Hemos venido a detener a un asesino -dijo Reinhart.
Suurna abrió y cerró la boca varias veces, pero no produjo ninguna palabra. Siguió de pie junto al escritorio y Münster tuvo una vez más la sensación de que iba a desmayarse.
– Siéntese, director -dijo-. Así.
– Se trata de Carl Ferger -dijo Van Veeteren-. ¿Sabe usted dónde está en este momento?
– ¿El bedel? -dijo Suurna-. ¿Están verdaderamente seguros de que…?
– Completamente -dijo Reinhart-. ¿Puede usted enterarse de dónde está?
– Sí… desde luego -dijo Suurna-. Voy a decirle a la señorita Bellevue…
– Dígale únicamente que venga -dijo Van Veeteren-. No queremos alertarle.
Medio minuto más tarde apareció la señorita Bellevue con los ojos como platos y pendientes bamboleantes.
– Estos señores vienen en busca de Ferger -dijo Suurna-. ¿Sabes dónde está?
– No ha venido todavía -dijo la señorita Bellevue moviendo las orejas.
– ¿Que no ha venido? -dijo Suurna-. ¿Por qué…?
– ¿A qué hora tenía que estar aquí? -interrumpió Van Veeteren.
– A las siete y media -dijo la señorita Bellevue-. Y no ha avisado de que esté enfermo… No sé qué habrá pasado. Mattisen ha preguntado por él varias veces, hoy tenían que trasladar el piano de cola…
– ¡Qué cabronada! -dijo Van Veeteren.
– ¿Le ha telefoneado alguien? -preguntó Reinhart.
– Mattisen le llamó, pero no contestó nadie. A lo mejor se le ha estropeado el coche o algo por el estilo.
– ¿Dos horas? -dijo Suurna-. ¿No vive a unos minutos de aquí?
– ¡Qué cabronada! -volvió a decir Van Veeteren-. Denos su dirección, haga el favor… ¡Vamos allá tú y yo, Münster! Reinhart…, ¡ocúpate del asistente social!
– Con mucho gusto -dijo Reinhart.
Llamó a la puerta y entró.
El asistente social tenía unos cuarenta años. Llevaba barba, sandalias y un aro en la oreja.
– No, deja de… -empezó.
– Tengo poco tiempo -dijo Reinhart-. ¿Puedo proponer que te ocupes de este muchacho luego?
El muchacho sentado en el sofá se levantó de mala gana.
– Espera fuera un ratito -dijo el asistente-. ¿Qué demonios pretende usted irrumpiendo aquí y…?
Reinhart esperó hasta que el muchacho hubo cerrado la puerta.
– Francamente, tengo una prisa del carajo. Por eso voy a darte la oportunidad de que te libres.
– No sé de qué estás hablando. ¿Quién eres tú, para empezar?
– Policía -dijo Reinhart-. Si confiesas en seguida, te prometo no llevar las cosas más adelante… por esta vez. Si la lías…, pues no sé cómo coño vas a conservar tu trabajo.
El asistente social guardó silencio. Se sentó cuidadosamente en el borde del escritorio.
– ¿Has tenido o no has tenido una relación con una alumna durante el último año? Hasta has follado con ella aquí en el instituto…
No hubo respuesta. El asistente social tragó saliva y se mesó la barba.
– ¡Que no se trata de ti, joder! -dijo Reinhart-. Se trata de un hijo de puta de más calibre. Tienes diez segundos; si no, te llevo a rastras a la comisaría.
El asistente soltó la barba y trató de mirar a Reinhart a los ojos.
– Sí -dijo-. Es que…
– Bien -dijo Reinhart-. Con eso basta.
Salió y cerró la puerta con un portazo que resonó en todo el pasillo.
– ¡Echa la puerta abajo! -ordenó Van Veeteren.
– Tenemos gente que sabe manejar ganzúas -dijo Münster.
– No hay tiempo -dijo Van Veeteren.
– Suele haber un casero -intentó Münster.
– ¡He dicho que eches la puerta abajo! ¿O tendré que hacerlo yo?
Münster cogió carrerilla. La situación de la puerta era excelente, sin duda. En lo más profundo, lejos de la escalera. La carrera sería de ocho metros lo menos. Van Veeteren se apartó…
– ¡Venga! ¡Dale!
Münster se precipitó contra la puerta con la espalda por delante. Crujió con fuerza, la puerta y Münster, pero eso fue todo.
– ¡Otra vez! -dijo Van Veeteren.
Münster atacó de nuevo con el mismo resultado.
– ¡Vete a buscar al casero! -dijo Van Veeteren-. Yo espero aquí.
Al cabo de diez minutos regresó Münster con un señor delgado vestido con un mono y una gorra de visera.
– El señor Gobowsky -explicó.
En torno a los pies de Van Veeteren se había formado un anillo de escarbadientes masticados y el señor Gobowsky lo contempló críticamente. Luego le dijo a Van Veeteren que le enseñase su documentación.
Que habría ido al cine, coño.
El piso constaba de dos habitaciones pequeñas y una cocina aún más pequeña y no tardaron más de cinco segundos en constatar que el inquilino había volado. Van Veeteren se hundió en una butaca de cuero sintético.
– Se ha escapado. Hay que dar la alarma. Menudo cabrón haciendo gastar dinero… Münster, tú te quedas aquí y registras todo. Te mando a alguien para que te ayude.
Münster asintió con la cabeza. El comisario se volvió al portero, que aguardaba lleno de curiosidad en el vestíbulo.
– ¿Tenía coche? -preguntó Van Veeteren.
– Un Fiat azul -dijo el señor Gobowsky-. Un 326, creo.
– ¿Dónde solía tenerlo?
– En el aparcamiento.
El señor Gobowsky señaló con la cabeza hacia el patio.
– ¿Quiere usted acompañarme a ver si lo ha dejado allí? -dijo Van Veeteren-. El intendente se queda aquí.
– ¡Espera! -gritó Münster cuando salían-. ¡Mira esto!
Tenía una pequeña fotografía enmarcada. Van Veeteren la cogió y la miró atentamente.
– Es Eva Ringmar -dijo-. Unos años más joven, pero es ella sin duda.
– ¿O sea que ya no hay la menor duda? -dijo Münster.
– ¿He dudado yo alguna vez? -dijo Van Veeteren, y abandonó a Münster a su suerte.
– Carl Ferger, pues -dijo Reinhart-. Llegó probablemente en 1986 o un poco antes… ¡y manda el fax ahora mismo! Diles que contesten inmediatamente, en cuanto le encuentren, que no jodan. Pon etiquetas rojas, urgente, Interpol, todo lo que tengamos… y encárgate de avisarme a mí o a alguno de los demás… al instante, cuando llegue la respuesta. ¿Has entendido?
Widmar Krause asintió.
– Uno a la oficina de inmigración… y el otro al otro lado -repitió Reinhart-. A ver quién lo hace antes.
Krause desapareció por la puerta. Reinhart miró el reloj. Las doce y cuarto. Miró a Van Veeteren, que estaba medio acostado en el escritorio.
Parece un animal a medio disecar y rellenar, pensó Reinhart.
– ¿Dónde crees que estará? -dijo.
– Probablemente estará cagándose de miedo en algún motel -dijo Van Veeteren-. Que no es mala idea, por lo demás. ¿Sabes que fue un cabrón el que me despertó esta mañana? ¿Vamos a comer?
– Sin duda -dijo Reinhart-. Pero no en la cantina.
– Desde luego -dijo Van Veeteren-. Si vamos a tener que esperar, mejor algo más moderno.
– Bien -dijo Reinhart-. Vamos a La Canaille y le dejamos el número al que esté de guardia… pero imagínate que es Klempje.
– No hay problema -dijo Van Veeteren-. Ése sigue en el exilio.