Выбрать главу

– ¿Quién es este Carl Ferger?

– Pero ¿no te has dado cuenta, Münster?

Münster enrojeció fugazmente y carraspeó.

– ¿Cómo voy a hacerlo si no dispongo de toda la información? -dijo-. Hablando con sinceridad, me cuesta entender las razones por las que usted, comisario, oculta detalles importantes… cosas vitales para la investigación, según mi parecer…

Volvió a ponerse colorado, esta vez por su propio atrevimiento.

Pero el comisario no reaccionó. Permaneció inmóvil sentado en el sillón del escritorio con la barbilla en las manos. Cerró los ojos hasta que se convirtieron en dos estrechas ranuras mientras contemplaba a Münster. No se dio ninguna prisa.

– Münster -dijo finalmente-. Tienes una noción del tiempo malísima. Si quieres escucharme un rato, puedo explicarte algunas cosas. Seguramente no vas a entender nada, pero estoy dispuesto a sacrificar un par de minutos por ti.

– Gracias -dijo Münster-. Muy amable.

– Las cosas tienen relación unas con otras, ¿comprendes, Münster?… Hay ciertos códigos y ciertos patrones. Nosotros nadamos en esos patrones, nos movemos, pensamos, vivimos según esos códigos. No es más que una cuestión de sutilidades, es difícil descubrirlas, pero tenemos que prestarles atención, buscarlas y conducir con mano ligera para encontrar el camino. ¿Sabes lo que es el determinante?

– ¿El determinante?

– Sí.

– Ni idea -dijo Münster.

– Yo tampoco -dijo Van Veeteren-. Pero voy siguiéndole la pista. Es lo que nos guía, es el principio aglutinador, Münster…, de cómo avanzamos, cómo actuamos, cómo elegimos el camino… Supongo que estás de acuerdo en que en un libro debe haber acción.

– Desde luego.

– Y en que tiene que haber una intriga o por lo menos un hilo rojo en una película o en una obra de teatro.

– Sí, claro.

– Una novela, una obra de teatro o una película, Münster, no son otra cosa que vida disecada. Vida captada y disecada, creada para que podamos contemplarla de una manera fácil y asequible. Salir del ahora, del momento presente, y contemplarlo a distancia… ¿Estás de acuerdo conmigo?

– Sí -dijo Münster-, quizá sí…

– Si hacen falta intrigas e hilos rojos para sostener la vida disecada, la artificial, lo mismo tiene que ocurrir, como es natural, con el producto auténtico, la verdadera vida. Ése es el meollo.

– ¿El meollo?

– Sí, el meollo. Claro que puedes elegir vivir completamente al margen del meollo si quieres… ver la película al revés, coño, o tener el libro boca abajo cuando estás leyendo…, pero no te creas que has entendido nada, porque, haber, hay no sólo uno sino miles de meollos, series enteras de meollos… de patrones… de códigos… de determinantes. El jueves me voy a Australia, Münster, y no vayas a creer que es por casualidad. Es exactamente lo que debo hacer. ¿No te lo crees?

Por un instante Münster se acordó de su propia y proyectada laguna… Synn y los chicos y dos semanas junto al mar azul…

– Si fuéramos una película, tú y yo -siguió Van Veeteren partiendo el palillo-, o un libro, sería imperdonable por mi parte contarte ciertas cosas en este momento. Sería una afrenta a quien va al cine y una burla al género como tal… tal vez también un menosprecio de tus dones, Münster. ¿Entiendes?

– No -dijo Münster.

– Un crimen contra los determinantes -dijo Van Veeteren, y por un segundo pareció como que pensaba sonreír-. Si no tenemos ninguna religión, al menos podemos tratar de vivir como si fuéramos un libro o una película. No hay otras indicaciones, Münster.

Vaya discurso del carajo, pensó Münster. ¿Está aquí diciendo estas cosas o estoy soñándolo yo?

– Por eso estoy irritado -siguió Van Veeteren-. Deberían encontrarle esta noche. Yo le quiero aquí mañana para confrontarle con las respuestas a nuestros faxes… y con una persona. Tenemos que vérnoslas con un asesino en serie, Münster, ¿te das cuenta? Eso es una rareza.

Estoy soñando, decidió Münster.

Llamaron a la puerta y el agente Beygens asomó la cabeza.

– Excuse, comisario, acabamos de recibir un fax del extranjero.

– Bien -dijo Van Veeteren-. ¡Dámelo!

42

– Palabra de honor -dijo Ulich.

En realidad el turno de Tomas Heckel no empezaba hasta las diez, pero esta noche había hecho un trato. Si estaba a las nueve menos cuarto, Ulich llegaría a tiempo al combate de boxeo en el que su hijo participaba en semipesados contra un inglés de color llamado Whitecock.

Ése no era el plato fuerte, naturalmente. Sólo uno más entre los combates previos, pero el joven Ulich tenía, como en tiempos su padre, un punch prometedor. Y capacidad de aguantar mucho castigo.

Heckel, que estudiaba segundo de medicina, conocía bastante bien los riesgos de dejarse golpear la cabeza por dinero, pero su trabajo como portero de noche era demasiado reciente para meterse en una discusión. Tampoco quería privar al padre de estar, por lo menos, presente cuando las células del cerebro empezaran a fallar. Además de los bocadillos y el café, esa noche había cogido tres gruesos libros de anatomía. Tenía pensado estar despierto toda la noche estudiando… El tiempo es oro y sólo quedaban seis días para el examen.

– Palabra de honor -repitió Ulich, y maniobró con su enorme masa corporal para salir de la angosta cabina del portero-. Como gane el chico te ganas una botella.

– De ninguna manera -dijo Heckel-. ¿Hay algo que deba saber?

Ulich reflexionó.

– El equipo de balonmano de Copenhague en el tercero -dijo-. Échales un ojo… sí, hay uno que tiene que mover el coche también. Lo ha aparcado de manera que estorba a los de la basura mañana por la mañana. Prawitz fue a decírselo… hay una nota junto al teléfono. Me parece que es un tal Czerpinski en la 26… yo le llamé, pero no estaba en la habitación.

– O. K. -dijo Heckel-. Que te diviertas. Espero que todo vaya bien.

– Esta vez sí que… -dijo Ulich, y se fue boxeando por la puerta giratoria.

Heckel tomó asiento y miró por encima el registro del hotel. De treinta y seis habitaciones, treinta ocupadas. No estaba mal para ser un lunes de diciembre. Tecleó en el mando de Ulich. Bien podía ver las noticias antes de dedicarse a la anatomía. Además no era frecuente tener la suficiente calma para el estudio antes de la medianoche.

Faltaban un par de minutos. Seguía en pantalla un concurso ridículo. ¿Qué era lo que había dicho Ulich?

¿Un coche mal aparcado?

Encontró la nota. La tuvo en la mano y memorizó el número de la matrícula mientras telefoneaba a la 26. No obtuvo respuesta. Colgó el auricular, pero pegó con un celo la nota al teléfono para que no se le olvidase.

Empezaron las noticias. Primero la persecución del asesino ese, claro… lo había oído varias veces durante la tarde. Lo ponía también en los periódicos que estaban en el mostrador de la recepción… Carl Ferger… tres asesinatos, por lo menos… un Fiat azul… número de matrícula…

Clavó los ojos en la pantalla de la tele.

Clavó los ojos en el teléfono.

Apagó la tele y cogió uno de los periódicos. Venía en la primera página. Arrancó el papel que acababa de pegar y empezó a comparar… letra a letra, cifra a cifra. Como si no supiera leer bien. O estuviera allí con un billete de lotería ganador de un premio millonario y no acabara de comprender que era verdad…

Luego cruzó su mente un irritante y grotesco pensamiento… que no iba a tener mucho tiempo para el estudio esa noche.

Se armó de valor y llamó a la policía.

La primera llamada llegó poco después de las nueve y media. La recibió Münster porque dio la casualidad de que Van Veeteren estaba en el retrete.

– Estupendo -dijo Münster-. Entiendo. Él llamará dentro de cinco minutos. ¿Qué número tenéis?