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– No… eso… usted miente.

– Perdone. Quiero decir que tenía usted una fotografía de Eva Ringmar… ¿Es cierto?

– Tal vez… no me acuerdo.

– Encontramos una en su casa. ¿Tenía usted una relación con Eva Ringmar?

No hubo respuesta.

– ¿Era Eva Ringmar también una puta?

– No. No tengo ganas de contestar más preguntas.

– Tampoco yo tengo ganas de preguntarle. ¿Por qué fue usted a casa de Janek Mitter y Eva Ringmar el 4 de octubre?

No hubo respuesta.

– Llegó usted por la noche, pero regresó de madrugada y asesinó a Eva Ringmar ahogándola en la bañera.

No hubo respuesta.

– ¿Cree usted que no sabemos quién es usted?

– Yo no sé de qué está hablando.

– ¿Qué coartada tiene usted para el asesinato de Janek Mitter?

– Estuve en una pizzería…

– Entre las once y las doce, sí. Mitter fue asesinado mucho más tarde. ¿No tiene una coartada mejor?

– Me fui a casa y me eché a dormir… creí que…

– ¿Qué creyó usted?

– Nada. No pienso contestar más preguntas.

– ¿Por qué piensa usted que Eva prefería a Mitter antes que a usted?

Ferger hundió aún más la cabeza y miró hacia la mesa.

– ¿Por qué prefirió a Andreas Berger?

Esperó unos segundos.

– Aunque sea usted un miserable, señor Ferger, no hay ninguna razón para que sea un miserable tan estúpido. Usted afirma que es inocente… que no tiene usted nada que ver con los asesinatos de Eva Ringmar, Janek Mitter y Liz Hennan. ¿Es así?

– Sí.

– ¿Por qué se afeita usted la cabeza, se maquilla y se esconde, si es usted inocente?

– Me escondí cuando me di cuenta de que me buscaban.

– La primera vez que se dio la orden de busca y captura fue ayer a las doce del mediodía. Usted había huido varias horas antes.

– No… se me estropeó el coche. Había estado de viaje el fin de semana… no pude llegar a casa.

– ¿Dónde estuvo usted?

– Hacia el norte.

– ¿Dónde pasó la noche?

– En un motel.

– Nombre y lugar.

– No me acuerdo.

– ¿Por qué no avisó al instituto?

– Traté de llamar…, pero no pude comunicarme.

– Propongo que cierre usted el pico si no es capaz de dar mejores respuestas… resulta usted ridículo, señor Ferger.

Van Veeteren hizo una breve pausa.

– ¿Quiere usted un cigarrillo?

– Sí, gracias.

Van Veeteren sacó un paquete del bolsillo y de él un cigarrillo. Se lo puso en la boca y lo encendió.

– Pues a joderse porque no voy a darle un cigarrillo. Estoy harto de usted.

Se levantó y le volvió la espalda a Ferger. Ferger levantó la mirada por primera vez. Fue sólo un segundo, pero Münster alcanzó a entender la expresión de sus ojos. Estaba asustado… clara y manifiestamente asustado.

– Otra cosa, por cierto -dijo Van Veeteren mirando a Ferger de nuevo-. ¿Qué se siente ahogando a un niño? Él tuvo que resistirse bastante… ¿Cuánto se tarda? ¿Qué cree usted que pensaba mientras tanto?

Ferger tenía las manos fuertemente cruzadas ahora y la cabeza le temblaba un poco. No dijo nada, pero Münster no se habría sorprendido si se hubiera venido abajo en ese momento. Si se hubiera tirado al suelo o derribado la mesa o simplemente hubiera lanzado un alarido…

– Ocupaos de él -dijo Van Veeteren-. Estaré fuera tres horas. Que no salga de esta habitación, no le deis de comer ni de beber. Que no fume. Hacedle preguntas si os apetece… tenéis manos libres.

Saludó con la cabeza a Reinhart y a Münster y salió de la habitación.

Cuanto más se acercaba, más despacio conducía.

Unos kilómetros antes de llegar se detuvo en un aparcamiento. Salió del coche. De pie, dando la espalda al cortante viento, se fumó un cigarrillo. Fumar se había vuelto casi una costumbre. No recordaba ningún caso en el que hubiera consumido tantos cigarrillos. No en los últimos años.

Había sus motivos. Pero ya había pasado todo prácticamente. Sólo esta pequeña confirmación final. La última pincelada negra de este cuadro repulsivo.

Se preguntó si era necesario. Lo había hecho durante todo el camino. Intentos de encontrar argumentos para evitarlo, para soslayar esto último.

Ahorrarse a sí mismo y a ella esta humillación final.

¿A él también quizás?

Sí, incluso a él.

Por supuesto que era en vano. Era el mismo deseo de librarse que siempre aparecía cuando estaba a punto de llamar a una puerta y decirle a la esposa que el marido desgraciadamente… que él tenía que informar de…

No había otra salida.

Ninguna alternativa menos mala.

Ningún analgésico.

Tiró el cigarrillo en un charco y montó en el coche de nuevo.

Abrió al cabo de unos segundos. Había estado esperándole.

– Buenos días -dijo él-. Aquí estoy.

Ella asintió.

– ¿Ha seguido usted las noticias estos últimos días?

– Sí.

Ella miró a su alrededor como si quisiera controlar que no olvidaba nada. Las plantas o la cocina.

– ¿Está usted dispuesta a venir conmigo?

– Sí. Estoy dispuesta.

Su voz era como él la recordaba. Firme y clara, pero átona.

– ¿Puedo preguntarle? -dijo él-. ¿Sabía usted lo que estaba pasando, en realidad? ¿Lo sabía usted ya entonces?

– ¿Nos vamos, comisario?

Cogió su abrigo de la percha y él la ayudó a ponérselo. Se envolvió la cabeza con un ligero chal, cogió el bolso y los guantes que estaban en el sillón de mimbre y se volvió hacia él.

– Yo estoy lista, comisario.

El viaje de vuelta fue bastante más rápido. Ella iba sentada a su lado muy derecha e inmóvil. Con las manos cruzadas sobre el bolso. La mirada al frente, fija en la carretera.

No dijo ni una palabra. Él tampoco. Como todo estaba completamente claro, terminado, no había palabra de la que echar mano. Él lo entendió y el silencio no fue agobiante.

A él tal vez le hubiera gustado hacerle una pregunta, un reproche, pero comprendió que hubiera sido imposible.

¿Se da usted cuenta, hubiera querido decirle, se da usted cuenta de que si me lo hubiera dicho la vez pasada habríamos podido salvar una vida? ¿Quizá dos?

Pero no podía exigir eso.

Ni que le contestara ahora.

Y tampoco que se lo hubiera contado entonces.

Cuando entraron en la habitación estaba todo igual.

Reinhart y Münster estaban en sus sillas junto a la puerta. El asesino se aplastaba detrás de la mesa junto a la pared opuesta. El aire era pesado y un poco dulzón y Van Veeteren se preguntó si tampoco se habría dicho ninguna palabra allí dentro.

Ella dio tres pasos en su dirección. Se detuvo detrás de la silla del comisario y puso las manos en el respaldo.

Él levantó la mirada. La mandíbula inferior empezó a temblarle.

– ¿Rolf? -dijo ella.

Hubo una sombra de alegre sorpresa en su voz, pero fue destruida inmediata y brutalmente por la realidad.

Rolf Ringmar se derrumbó lentamente sobre la mesa.

44

– Esto es un verdadero drama del destino -dijo Van Veeteren cerrando la portezuela del coche-. Hay una inevitabilidad en ello desde el principio… ya sabes que el incesto era considerado como uno de los peores crímenes que podían cometerse. Un crimen dirigido contra los dioses, sencillamente.

Münster asintió. Dio marcha atrás para salir del aparcamiento.

– Imagínate -continuó Van Veeteren- que tienes trece o catorce años. Una pubertad temprana… sensible y en carne viva como una herida abierta. El muchacho camino de hacerse un hombre… los primeros pasos vacilantes. ¿Cuál es tu primer objeto de identificación?

– El padre -dijo Münster, y pensó: él ha pasado por esto.

– Así es. ¿Y qué hace tu padre? Beber y degradarse. Te pega. Te pega no sólo una vez sino noche tras noche, te atormenta, te ultraja… tu madre es demasiado débil para ponerse en medio. Le tiene tanto miedo como tú. Se hace como si no pasara nada. Se calla y se deja que continúe… se guarda en la familia. Tú no tienes defensa… ningún derecho: como educador y cabeza de familia, todos los derechos los tiene él. No tienes adónde ir, ningún sitio al que acudir en busca de consuelo… aunque sí, hay un sitio. Una única persona capaz de aliviar tus penas.